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sábado, 10 de noviembre de 2018

Hermann Broch: Der Tod des Vergil


Si me pregunto cómo es posible que la novela penetre de un modo más profundo (a través de su modo narrativo -fenomenológico- de conocer) en las estructuras de lo real, trascendiendo su usual apego a las apariencias empíricamente perceptibles y a aquellas categorías de inteligibilidad -de interpretación- de tales apariencias que han devenido hegemónicas (la conjunción de ambas perspectivas -empiria + interpretación hegemónica de la misma- es lo que se ha dado en llamar "estética realista"), varios caminos de desarrollo se me representan como posibles.

Está, en efecto, de una parte, la posibilidad de intentar penetrar más profundamente en el psiquismo de los personajes, para apropiarse de sus flujos de consciencia, de memoria, de las articulaciones mentales de su lenguaje verbal, de sus percepciones y sensaciones, etc. Es éste seguramente más transitado en la contemporaneidad: el camino recorrido, entre otros, por autores como Joseph Conrad, Henry James, Italo Svevo, William Faulkner, Andrei BielyVirginia WoolfHenry Miller...; y también por James Joyce, en la primera parte de su obra narrativa (con Ulysses como línea fronteriza, en donde se apunta ya en una nueva dirección).

Cabe, en segundo lugar, la posibilidad del extrañamiento: contemplar el universo social con ojos de (alienígena o explorador) recién llegado, con mirada entomológica: Franz Kafka sería el cultivador más egregio de esta perspectiva.

También es posible, en cambio, optar por un intento de descripción estructural: de las estructuras sociales mismas, y/o de las estructuras de los imaginario colectivos, intentando reconocer aquello que caracteriza, y condiciona, las mentalidades y acciones individuales, lo que determina los rasgos fundamentales de personajes y situaciones, tomados y tomadas ya no como elementos individuales de la narración, sino más bien como epifenómenos, como manifestaciones visibles de características más profundas -estructurales- de la realidad. En esta línea de avance, autores como -de distintas maneras- Robert Musil o Thomas Mann (en aquellas de sus novelas que en otra entrada califiqué de "novelas idealistas") parecen fundamentales.

También se puede poner el énfasis en el puro acontecer: la realidad como sucesión -y tráfago- de eventos, desprendidos (en su presentación narrativa) de toda atribución de significado propio. (La significación sería, entonces, global, del producto narrativo contemplado en su integridad, mas no de cada una de las piezas -acciones, personajes- de la narración.) Con este enfoque intentó, por ejemplo, John Dos Passos construir varias de sus novelas.

O, en fin, existe la posibilidad de otorgar el protagonismo principal a la forma (lingüística): bien al mero flujo verbal, y/o bien a las propias estructuras narrativas que se emplean para formalizar el acto narrativo. Opciones elegidas, respectivamente, por James Joyce (a partir de Ulysses y llegando al paroxismo en Finnegans Wake) y por cierta tendencia experimentalista francesa (nouveu roman, OuLiPo,...). (Obsérvese, por lo demás, que esta vía, formalista, de innovación narrativa acabaría por culminar en formas de estética narrativa posmoderna, en las que ya no se pretende, a través del acto narrativo, revelar el mundo -sus estructuras más profundas-, sino principalmente ejercitar el propio arte del lenguaje, con finalidades irónicas, paródicas, hedónicas, etc. Pienso, entonces, en autores como John Barth como representantes paradigmáticos de esta evolución ulterior, a la que aquí no me referiré, por aparecer ya ocupados en una tarea que -si bien puede parecer similar en su superficie- en lo sustancial resulta ser harto diferente...)

En Der Tod des Vergil, Hermann Broch ensaya una vía diferente de profundización y descubrimiento de posibilidades epistemológicas de la novela: la vía -que podríamos denominar- poemática. En efecto, Der Tod des Vergil está configurado, en realidad, como un largo poema en prosa. Como una narración en la que se confunden, sin solución de continuidad, elementos propios de la narración (personajes, acciones, situaciones) con flujos de conciencia y -lo que resulta particularmente novedoso y relevante- con una contemplación exterior, de una conciencia suprema, de lo que en la narración acontece.

De este modo, la novela de Broch intenta al tiempo proporcionar al/la lector(a) la materia narrativa y la interpretación del sentido último de lo narrado. Pero dicho sentido no es formulado a través de un discurso articulado en forma racional, como una suerte de paratexto ensayístico que acompañaría al texto (principal) puramente narrativo. Por el contrario, el experimento y el empeño de Broch estriba en formular su interpretación de lo narrado en términos poemáticos: mediante un empleo del lenguaje verbal principalmente evocador y connotativo (antes que referencial y denotativo).

El tema, entonces, de la novela resulta ser el significado de la creación humana, a la vista de la (frágil) situación metafísica del ser humano en el universo. Personificando tales dilemas metafísicos en la situación del personaje de Publius Vergilius Maro, el famosísimo poeta romano de la época de Augusto, en el día previo a su muerte. Teniendo que enfrentarse a las mayores -y fundadas- dudas acerca del sentido o sinsentido de lo que ha sido la tarea principal de su vida (intentar crear belleza), aquella que le dotó de una identidad.

Lúcido y consciente de su próximo final, Vergilius se verá abocado por su angustia a poner en cuestión todo lo que ha constituido dicha identidad: su abandono del pueblo natal para convertirse en un personaje cultural ampliamente conocido; su relación, siempre ambigua (entre el servilismo, la convicción y la crítica) con el poder político y social; la verdadera trascendencia de su obra artística; o, en fin, la dialéctica entre poiesis mundana y trascendencia última de la propia praxis vital.

En todo caso, la clave de la novela no puede estribar (o no ante todo) en este conjunto de temas, sino en su tratamiento, desde una perspectiva -como ya se ha indicado- adecuadamente poemática. Broch, para ello, articula un discurso verbal apabullante, en el que la desarticulación del flujo de conciencia de su personaje principal se confunde, intencionadamente, con otra voz narrativa omnisciente, mas no articulada en términos puramente racionales, que señala y comenta aquellos acontecimientos -tanto externos como psíquicos- que parecen más significativos. El objetivo parecería ser, por consiguiente, reconstituir, a través de los recursos retóricos (y expresivos) que el poema proporciona, un (sin-)sentido global (mucho más global) de la experiencia humana de la existencia, la creación (poiesis) y el acabamiento.

Puede, no obstante, discutirse si el experimento emprendido por Broch culmina, desde un punto de vista estético, en un auténtico avance. (Es evidente, en todo caso, que el intento resulta ya valioso por sí mismo.) Si, en efecto, la integración del lenguaje más propio de la poesía con los recursos narrativos usuales (los más clásicos, pero también aquellos otros que, a la altura de mediados del siglo XX -cuando Broch acomete la elaboración de su novela- estaban ya disponibles además, fruto del resto de intentos de renovación novelística más arriba referidos) produce un auténtico efecto de revelación, superior al habitual en la novela moderna y contemporánea.

Es posible, ciertamente, dudarlo. Si más allá del empacho de retórica que, inevitablemente, la opción estilística adoptada conlleva, la novela de Broch aporta algo nuevo, y diferente, y mejor, que aquello que la mejor tradición poética, novelística y ensayística occidental venía ya entregándonos. Si conocemos mejor la experiencia humana esencial, después de leer Der Tod des Vergil. Yo diría que, tal vez, no,

Y, a pesar de ello, es evidente, el esfuerzo magnífico, la osadía, el despliegue lingüístico y retórico resultan fascinantes, aun si ni siquiera acaba por convencer a este lector.


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