El caso del secuestro y posterior ejecución de Aldo Moro, en 1978, sigue constituyendo un ejemplo paradigmático de las perversiones a las que da lugar, inevitablemente, la mezcolanza de política y aplicación del Derecho que es habitual en las políticas antiterroristas.
En efecto, hoy sabemos ya que, cuando menos, Aldo Moro resultaba ser ya un individuo problemático a los ojos de los Estados Unidos, por su apertura a negociar la entrada del Partido Comunista Italiano en el gobierno. Que las Brigate Rosse actuaron, en el mejor de los casos, con un elevado nivel de confusión política. Y que el gobierno italiano y la Democracia Cristiana, impulsados por los Estados Unidos, en ningún momento pensaron seriamente en salvar la vida de Aldo Moro a través de la negociación, sino que siempre dieron por supuesto que su muerte era preferible.
Por supuesto, todo esto no convierte a Aldo Moro en nada más que lo que fue: la víctima de un secuestro y ulterior ejecución, que hasta entonces había sido uno de los protagonistas de la dudosa política democristiana, al servicio de los intereses más reaccionarios y de los del imperialismo norteamericano en Italia. Y que, a raíz de su secuestro, se vio entrampado en la tupida red de intereses políticos cruzados, que culminaron con su muerte.
En todo caso, el libro de Leonardo Sciascia que ahora comento (escrito en el mismo año 1978) no pretendió penetrar en todos estos arcanos de la política italiana, algo que en aquellos momentos resultaba completamente impensable. Por el contrario, su análisis se concentra en los discursos que se vertieron alrededor del secuestro: el discurso del grupo armado, el discurso gubernamental y, sobre todo, el discurso del propio Aldo Moro (a través de las cartas que dirigió al gobierno italiano y a sus compañeros de partido).
Resulta notable, en efecto, cómo la víctima, desde casi el primer momento, comprende que su derecho a la vida no va a ser tomado en consideración por ninguna de las partes del conflicto y que su condición de rehén va a llevarle muy probablemente -como así sucedió- a la muerte. El juego político de unos y de otros, en torno a apariencias (apariencias de poder, de control, de gobierno de la sociedad y -sobre todo- de sus símbolos) conduce, casi fuerza, a que la víctima sea sacrificada, en el altar de dichas apariencias. Ni los grupos de poder que controlaban el aparato del estado italiano, ni tampoco el grupo armado captor, saben en realidad qué hacer con un rehén que en todas sus cartas se manifestó como un individuo que (precisamente, por conocer las tramas políticas subyacentes) se mostraba completamente lúcido acerca de sus (escasas) posibilidades de ser salvado con vida, por más que intentase explotarlas.
Sciascia sigue así el trayecto de un diálogo de sordos: entre quienes juegan en el terreno del poder, que es el terreno del ritual y la simbolización (qué otra cosa es, si no, la "razón de Estado"), que permite afianzar la dominación (o, en el caso de la lucha armada revolucionaria, cuestionarla), y el individuo que lucha por su nuda existencia. Y que -y ello es significativo- acaba fracasando, y pereciendo, en esta lucha: la lógica del poder se impone a la de la vida.
Como Sciascia sugiere en algún momento, tal vez nos hallemos ante un caso del "alguacil alguacilado": de quien se vio, en su persona, superado por lógicas que atisbaba, pero que no podía -en contra de lo que había pretendido anteriormente- dominar.
Por lo demás, y por lo que hace a la lucha armada, una vez más vuelve a aparecer una evidencia, que ya he apuntado en otras ocasiones: la extrema dificultad con la que un grupo armado con finalidades revolucionarias, procedente prácticamente siempre de un movimiento social (y crecientemente aislado del mismo, a causa de la clandestinidad), se inserta como actor en el marco del sistema político (que pretende transformar, pero que ha de aceptar como entorno de su acción, mientras no lo logra). Pues le resulta, en efecto, muy difícil traducir sus acciones a los códigos de la política y, al contrario, comprender estos para guiar su acción. De manera que existe siempre una tendencia, difícil de controlar, a entrar, por razones tácticas, en alianzas que resultan completamente cuestionables, y aun contraproducentes, desde el punto de vista estratégico.
Es cierto que esto último -las posibilidad de alianzas cuestionables- constituye una característica usual de cualquier actuación bélica. Mas también lo es que, cuando la guerra (civil revolucionaria) es total, llega a ser posible quebrar el sistema político, de manera que la actuación revolucionaria (que tendrá entonces, no obstante, otros problemas -de ingeniería social y política- tan o más graves) no se ve obligada a producirse en el marco de sentido constituido por el mismo. Y que, por otra parte, en tales condiciones de guerra total las alianzas tienen lugar en un marco -como lo es el propiamente bélico- de mera racionalidad instrumental: buscando la alianza más útil. Pero que entonces dichas alianzas no tienen por qué producir (a corto plazo, al menos) efectos políticos tan devastadores.
(Para entender lo que estoy diciendo, compárese, por ejemplo, la significación política de de las actuaciones de los revolucionarios rusos de 1917 con la actuación de cualquiera de los grupos armados izquierdistas europeos de los años setenta del siglo pasado: aquellas (pactos con Alemania, derecho de autodeterminación, creación del Ejército Rojo, etc.) obedecen a una racionalidad instrumental pura, que era convalidada -como digo, al menos, a corto y medio plazo- por su eficacia para lograr los objetivos constituyentes, de creación de un nuevo sistema político... y que, consiguientemente, no tenían por qué ser interpretados desde la perspectiva del sistema político a destruir.
En cambio, un grupo como la Rote Armee Fraktion, con muy limitada capacidad de movilización sociopolítica e incapaz de cuestionar la estabilidad efectiva del sistema política alemán de posguerra (y no solamente su identidad y su simbología), se ve forzado a: a) realizar acciones que son necesariamente interpretados a partir de las claves de la política en la república de Bonn; y b) suscribir alianzas tácticas con estados (árabes, de detrás del telón de acero) y con grupos armados de una categoría dudosa, como aliados políticamente fiables y relevantes.)
En efecto, hoy sabemos ya que, cuando menos, Aldo Moro resultaba ser ya un individuo problemático a los ojos de los Estados Unidos, por su apertura a negociar la entrada del Partido Comunista Italiano en el gobierno. Que las Brigate Rosse actuaron, en el mejor de los casos, con un elevado nivel de confusión política. Y que el gobierno italiano y la Democracia Cristiana, impulsados por los Estados Unidos, en ningún momento pensaron seriamente en salvar la vida de Aldo Moro a través de la negociación, sino que siempre dieron por supuesto que su muerte era preferible.
Por supuesto, todo esto no convierte a Aldo Moro en nada más que lo que fue: la víctima de un secuestro y ulterior ejecución, que hasta entonces había sido uno de los protagonistas de la dudosa política democristiana, al servicio de los intereses más reaccionarios y de los del imperialismo norteamericano en Italia. Y que, a raíz de su secuestro, se vio entrampado en la tupida red de intereses políticos cruzados, que culminaron con su muerte.
En todo caso, el libro de Leonardo Sciascia que ahora comento (escrito en el mismo año 1978) no pretendió penetrar en todos estos arcanos de la política italiana, algo que en aquellos momentos resultaba completamente impensable. Por el contrario, su análisis se concentra en los discursos que se vertieron alrededor del secuestro: el discurso del grupo armado, el discurso gubernamental y, sobre todo, el discurso del propio Aldo Moro (a través de las cartas que dirigió al gobierno italiano y a sus compañeros de partido).
Resulta notable, en efecto, cómo la víctima, desde casi el primer momento, comprende que su derecho a la vida no va a ser tomado en consideración por ninguna de las partes del conflicto y que su condición de rehén va a llevarle muy probablemente -como así sucedió- a la muerte. El juego político de unos y de otros, en torno a apariencias (apariencias de poder, de control, de gobierno de la sociedad y -sobre todo- de sus símbolos) conduce, casi fuerza, a que la víctima sea sacrificada, en el altar de dichas apariencias. Ni los grupos de poder que controlaban el aparato del estado italiano, ni tampoco el grupo armado captor, saben en realidad qué hacer con un rehén que en todas sus cartas se manifestó como un individuo que (precisamente, por conocer las tramas políticas subyacentes) se mostraba completamente lúcido acerca de sus (escasas) posibilidades de ser salvado con vida, por más que intentase explotarlas.
Sciascia sigue así el trayecto de un diálogo de sordos: entre quienes juegan en el terreno del poder, que es el terreno del ritual y la simbolización (qué otra cosa es, si no, la "razón de Estado"), que permite afianzar la dominación (o, en el caso de la lucha armada revolucionaria, cuestionarla), y el individuo que lucha por su nuda existencia. Y que -y ello es significativo- acaba fracasando, y pereciendo, en esta lucha: la lógica del poder se impone a la de la vida.
Como Sciascia sugiere en algún momento, tal vez nos hallemos ante un caso del "alguacil alguacilado": de quien se vio, en su persona, superado por lógicas que atisbaba, pero que no podía -en contra de lo que había pretendido anteriormente- dominar.
Por lo demás, y por lo que hace a la lucha armada, una vez más vuelve a aparecer una evidencia, que ya he apuntado en otras ocasiones: la extrema dificultad con la que un grupo armado con finalidades revolucionarias, procedente prácticamente siempre de un movimiento social (y crecientemente aislado del mismo, a causa de la clandestinidad), se inserta como actor en el marco del sistema político (que pretende transformar, pero que ha de aceptar como entorno de su acción, mientras no lo logra). Pues le resulta, en efecto, muy difícil traducir sus acciones a los códigos de la política y, al contrario, comprender estos para guiar su acción. De manera que existe siempre una tendencia, difícil de controlar, a entrar, por razones tácticas, en alianzas que resultan completamente cuestionables, y aun contraproducentes, desde el punto de vista estratégico.
Es cierto que esto último -las posibilidad de alianzas cuestionables- constituye una característica usual de cualquier actuación bélica. Mas también lo es que, cuando la guerra (civil revolucionaria) es total, llega a ser posible quebrar el sistema político, de manera que la actuación revolucionaria (que tendrá entonces, no obstante, otros problemas -de ingeniería social y política- tan o más graves) no se ve obligada a producirse en el marco de sentido constituido por el mismo. Y que, por otra parte, en tales condiciones de guerra total las alianzas tienen lugar en un marco -como lo es el propiamente bélico- de mera racionalidad instrumental: buscando la alianza más útil. Pero que entonces dichas alianzas no tienen por qué producir (a corto plazo, al menos) efectos políticos tan devastadores.
(Para entender lo que estoy diciendo, compárese, por ejemplo, la significación política de de las actuaciones de los revolucionarios rusos de 1917 con la actuación de cualquiera de los grupos armados izquierdistas europeos de los años setenta del siglo pasado: aquellas (pactos con Alemania, derecho de autodeterminación, creación del Ejército Rojo, etc.) obedecen a una racionalidad instrumental pura, que era convalidada -como digo, al menos, a corto y medio plazo- por su eficacia para lograr los objetivos constituyentes, de creación de un nuevo sistema político... y que, consiguientemente, no tenían por qué ser interpretados desde la perspectiva del sistema político a destruir.
En cambio, un grupo como la Rote Armee Fraktion, con muy limitada capacidad de movilización sociopolítica e incapaz de cuestionar la estabilidad efectiva del sistema política alemán de posguerra (y no solamente su identidad y su simbología), se ve forzado a: a) realizar acciones que son necesariamente interpretados a partir de las claves de la política en la república de Bonn; y b) suscribir alianzas tácticas con estados (árabes, de detrás del telón de acero) y con grupos armados de una categoría dudosa, como aliados políticamente fiables y relevantes.)