Veía el otro día The last days, un documental, dirigido por James Moll en 1998 (y producido por Steven Spielberg), en el que se narran las experiencias durante el exterminio nazi, en Auschwitz, de cinco ciudadan@s húngar@s deportad@s allí hacia el final de la guerra y que sobrevivieron.
Cómo dudar del derecho -y aun del deber- de las víctimas de narrar sus experiencias y sus emociones: tanto durante su etapa de sufrimiento en manos de los genocidas como luego, al sobrevivir, para contarnos cómo han sido capaces de reconstruir su vida, pero también de preservar y/o reconstruir su memoria. No, no es posible rechazarlo...
Me pregunto, sin embargo, si no es responsabilidad del/a artista, pese a ello, negarles, cuando proceda, el acceso a los medios de expresión de dichas experiencias y de dichas emociones. Pues me cuestiono, en efecto, qué es lo que aporta -por ejemplo, en este documental- la enésima revisitación, sin novedades ni profundidad dignas de reseña alguna, a unos hechos históricos conocidos, testimoniados ya por cientos de víctimas anteriores. En qué nos enriquece, a l@s espectador@s, reconocer emociones manidas: dolores eternos, dudas e ilusiones comprensibles, pero pueriles; recuerdos reconstruidos una y otra vez, tan importantes para sus portador@s, mas demasiados tópicos para nosotr@s.
Porque yo discuto que la mera acumulación de testimonios, de imágenes, de representaciones posea algún sentido moral. Toda celebración de los horrores del pasado (y, en suma, cualquier acumulación de representaciones no deja de ser una fiesta, un ritual, en torno a los mismos -aunque sea un ritual macabro) me parece siempre más bien un acto de(l) poder: a veces hipócrita, a veces simplemente exhibicionista, a veces groseramente manipulador (es el caso de la "industria del holocausto", que sirve hoy a obvios intereses políticos e ideológicos).
Y no creo que las víctimas se merezcan que los poderes las celebren: las víctimas merecen respeto y derechos. Ni más ni menos.
¿Y l@s demás, l@s espectador@s? Nosotr@s necesitamos (no porque nos lo merezcamos, sino porque debemos -desde el punto de vista moral- exigirlo) revelaciones. Primero, de la verdad, claro. Pero, cuando ésta resulta ya evidente (como ocurre en el caso del exterminio de la población judía europea a manos del nacionalsocialismo alemán), necesitamos algo más: necesitamos penetración y profundidad. Y no, lo último que necesitamos, en realidad, es ruido: no otra cosa son las fanfarrias (aun las fúnebres), que nos ciegan y nos confunden. Porque, al cabo, de tanto oír manidos testimonios de víctimas, acabamos por no escuchar nada, por no comprender nada. Peor: por darlo todo por sabido y entendido, por banal.
No llegaré, pues, a afirmar, con Claude Lanzmann, que la única respuesta decente al genocidio es escuchar y callar. Sí desearía reclamar, no obstante, un poco de mesura a l@s artistas frente a estos hechos y a sus protagonistas: hablar, sí, pero solamente cuando haya algo nuevo que decir, que mostrar, que revelar.