Son las 8,30 de la mañana. Estoy en Auschwitz I. Estoy ante uno de los pequeños hornor crematorios...
No, no ha sido un sueño. He caminado, en aquella mañana lluviosa, por aquellas calles vacías, entre los barracones. Arriba y abajo. Arriba y abajo. He visto los estanques de Birkenau, entre los árboles, las ruinas de lo que fueron las cámaras, los raíles del tren.
Estoy ante el horno, visito la habitación, ahora oscura, pequeña, deshabitada, que fue una de las primeras cámaras de gas. Habito, por unos instantes, en el infierno. Intento escuchar las voces, de los muertos, del horror. Hay unos ramos de flores sobre el sucio suelo.
Muchas de las víctimas supervivientes al exterminio nazi parecen haber reaccionado renegando de su dios: blasfemando, acusándole de tamaña iniquidad, de haberles permitido convertirse en monstruos, al tiempo que otros acababan en cenizas. Recuerdo los amargos reproches de Elie Wiesel, en La nuit, en Le jour.
Ojalá yo tuviese también un dios ante el que blasfemar. Creyera en un dios culpable. Pero no creo: estoy seguro de estar solo delante del horror, sin coartadas metafísicas ni teológicas. Delante de un horror perfectamente explicable por medios naturales: un horror social, causado por la acción humana, con motivos humanos y consecuencias también humanas y sociales. Me reto a entender, a explicar.
Contra lo que políticos interesados (en manipularlas e instrumentalizarlas) y discursos blandengues (y complacientes) mantienen, no pienso que las víctimas necesiten en realidad, de la generalidad de nosotr@s, ni nuestros monumentos ni nuestras emociones. (Me desagradan, por ello, los espacios ceremoniales que han construido en Birkenau: siento como obscena esa manifestación de poder allí donde tantas víctimas del poder fueron torturadas y asesinadas. Las flores y el silencio deberían ser suficientes.) Tampoco nuestro desprecio e indiferencia, claro. Pero, en verdad, nuestras emociones les son, han de serles, completamente ajenas. Mi náusea en Auschwitz debe de resultarles completamente indiferente.
No, no es eso lo que usualmente esperan, ni lo que tienen derecho a esperar. De la generalidad de nosotr@s deben exigir más bien verdad, justicia, reparación. Y, cuando ya han muerto, como los millones cuyas cenizas se fundieron con esta tierra gris, tal vez a lo único que pueden aspirar es a un "nunca más".
Abomino, pues, de la "ideología del Holocausto" que ha sido inventada en las últimas décadas. Que sirve para que Israel tenga una excusa para violar los derechos de l@s palestin@s en su colonización despiadada. Que permite a la República Federal de Alemania ocultar que fue fundada y se ha venido desarrollando sobre la misma base (económica, social, política) del nacionalsocialismo, con transferencia de personal entre el antiguo y el nuevo régimen, y con la complicidad de las potencias ocupantes. Que presenta el exterminio como una excepción, una pesadilla, una locura, cuando no fue sino un acto político, perfectamente racional, aunque moralmente inicuo. Que orilla las netas complicidades con el exterminio: dentro, claro, pero también fuera de Alemania y del régimen nacionalsocialista.
No quiero, pues, conformarme con llorar, o con lanzar las habituales jeremiadas (más o menos hipócritas, más o menos ingenuas). Quiero comprender. Entenderlo, para actuar. Hoy: para ser, hoy, antifascista. Que tiene poco que ver con los uniformes negros, las calaveras y las cruces gamadas. Tal es, me parece, nuestra obligación moral verdadera, para con las víctimas: entender y actuar en consecuencia. Comienzo a intentarlo a continuación.
Y creo que, para explicar, la perspectiva de las víctimas es, casi, inútil: las víctimas (supervivientes) experimentaron el exterminio ante todo con estupefacción. Por falta de información y de formación política, así como por la sorpresa de cuanto les ocurrió, no pudieron ir mucho más allá de la constatación de las (horribles) anécdotas y de sus sentimientos personales al respecto. Aun quienes (como, por ejemplo, Primo Levi) se han esforzado más en reflexionar sobre su experiencia, no han sido capaces en realidad de penetrar en la lógica del exterminio: nos han dejado vívidos retratos de la degradación y de la dignidad humanas, sin duda; mas no una auténtica compresión del fenómeno (social, político) que el exterminio significó.
Así, para intentar comprender el exterminio necesitamos, más bien, adoptar la perspectiva de sus perpetradores. Claro está, no la de los simples ejecutores, meras piezas en el engranaje (muchas veces, verdaderamente "banales", por su falta de categoría intelectual, como Hannah Arendt apuntó certeramente), cuyas motivaciones nos conducirían más bien hacia un análisis de los procesos de socialización en el fascismo, así como en la obediencia incondicional. No, necesitamos más bien ser capaces de aproximarnos a los imaginarios y motivaciones de los grandes ideadores de todo el proceso. Pues sólo en ellos aparecerán presentes las razones que condujeron a diseñarlo y ejecutarlo. Razones que, sin duda alguna (creo que hoy no existe duda seria alguna al respecto), no fueron principalmente de índole patológica, sino serias y fundadas razones políticas, por más inmorales que a nosotr@s nos puedan parecer. Veámoslo:
El visitante atento e informado de un campo de exterminio, al comprobar cuál era el trato, el ritmo de vida que sufrían las víctimas, si es capaz de superar el embotamiento que produce la acumulación de infamias, pronto descubre similitudes evidentes entre lo que ocurría allí y otros fenómenos que le son conocidos: el trato, en efecto, a las víctimas de los campos tiene mucho que ver con la forma en la que el ganado es tratado en la ganadería intensiva; o la forma en la que los dueños de esclav@s pueden llegar a tratarles; o, en fin, la forma en la que los colonizadores trataron a los pueblos originarios.
Así, para intentar comprender el exterminio necesitamos, más bien, adoptar la perspectiva de sus perpetradores. Claro está, no la de los simples ejecutores, meras piezas en el engranaje (muchas veces, verdaderamente "banales", por su falta de categoría intelectual, como Hannah Arendt apuntó certeramente), cuyas motivaciones nos conducirían más bien hacia un análisis de los procesos de socialización en el fascismo, así como en la obediencia incondicional. No, necesitamos más bien ser capaces de aproximarnos a los imaginarios y motivaciones de los grandes ideadores de todo el proceso. Pues sólo en ellos aparecerán presentes las razones que condujeron a diseñarlo y ejecutarlo. Razones que, sin duda alguna (creo que hoy no existe duda seria alguna al respecto), no fueron principalmente de índole patológica, sino serias y fundadas razones políticas, por más inmorales que a nosotr@s nos puedan parecer. Veámoslo:
El visitante atento e informado de un campo de exterminio, al comprobar cuál era el trato, el ritmo de vida que sufrían las víctimas, si es capaz de superar el embotamiento que produce la acumulación de infamias, pronto descubre similitudes evidentes entre lo que ocurría allí y otros fenómenos que le son conocidos: el trato, en efecto, a las víctimas de los campos tiene mucho que ver con la forma en la que el ganado es tratado en la ganadería intensiva; o la forma en la que los dueños de esclav@s pueden llegar a tratarles; o, en fin, la forma en la que los colonizadores trataron a los pueblos originarios.
Se trataba, en efecto, de gestionar los cuerpos y de extraerles aprovechamiento. Aunque, a diferencia, de lo que ocurre en la ganadería, en la esclavitud y en algunos casos de colonización, la finalidad última -más allá de los campos- era "hacer sitio": como en el caso de algunas otras colonizaciones (la de los anglosajones sobre las tierras americanas pobladas por las tribus indias constituiría un ejemplo paradigmático), se trataba ante todo de eliminar "población sobrante". Sobrante, desde la perspectiva nacionalsocialista, tanto en términos geográficos (había que hacer sitio, que abrir el espacio -el "espacio vital"- para el asentamiento de alemanes "puros" que consolidaría el "Reich de los mil años") como en términos cualitativos (había que limpiar la sociedad de "impureza racial" -que conllevaba, en el imaginario nacionalsocialista, también la impureza ideológica).
Sorprenden tan sólo (¡tan sólo!), entonces, dos cosas, que no habían sido vistas, ni lo han sido con posterioridad, con tal pureza: el empleo masivo de técnicas de organización racional del trabajo en la tarea exterminadora (lo vieron muy bien los autores del argumento de La question humaine, esa espléndida película francesa); y, por supuesto, el hecho de que las víctimas no fuesen algunos pueblos indígenas lejanos y culturalmente extraños, sino verdaderos conciudadan@s, lo que agudizó la incomodidad del fenómeno, por más que en realidad no cambiase su significación moral (sí, empero, en alguna medida, la política).
En este sentido, es interesante destacar que lo que, en última instancia, pone de manifiesto este exterminio (como otros, aunque acaso éste con mayor claridad) es el estatus ineluctablemente ambiguo del concepto de humanidad -y, por ende, del de humanismo. Tendemos a pensar, desde luego, que ambos resultan autoevidentes: que los derechos humanos nos han sido conferidos como un elemento irrenunciable de la cultura contemporánea, tan sólo amenazados por eventuales (por más que en exceso frecuentes) anomalías, sus vulneraciones. Y, sin embargo, lo cierto es que la identificación de lo humano, de lo que ha de merecer respeto, dignidad, identidad moral y derechos es algo completamente abierto: que ha evolucionado históricamente, que puede ser -y debe ser- discutido; y, sobre todo, que acaba por ser definido, estipulativamente, desde los poderes sociales. Es, pues, reconocido como humano quien, bien sea por su propio poder o por el de un tercero, tiene la capacidad de imponer tal identidad. Y no otro (aun cuando biológicamente pertenezca a la especie humana).
Esto no es pura especulación teórica. Basta con recordar el trato que a los pueblos indígenas han dado las repúblicas americanas hasta bien avanzado el siglo XX, o las formas que adoptaron muchas prácticas colonizadoras (genocidas) para obligarnos a recordar que nada, en este terreno, puede ser dado por supuesto, ni en la teoría ni en la práctica. Y, si se quiere un ejemplo más reciente, piénsese en las modernas formas de trata de personas y de esclavitud. En todos esos casos, es desde el poder desde donde se decide quién es persona, ser humano, y quien es, en la práctica, puro cuerpo, nuda vida. Toda esta cuestión, pues, de la humanidad y de los derechos sigue estando (como lo ha estado siempre) sujeta a la lucha política: acerca de los discursos y acerca de lo que a cada categoría de ser humano le es permitido hacer (con su cuerpo, con su vida).
Así pues, la primera conclusión que me gustaría extraer, de naturaleza ética, sería: contra lo que las ideologías morales hegemónicas sostienen (hoy, como lo vienen haciendo al menos desde la imposición del cristianismo) no existe, nunca ha existido, un ser humano "natural"; ni, por consiguiente, unos derechos (humanos) igualmente "naturales". Se trata siempre, por el contrario, de (meras) construcciones culturales. Y, en tanto que tales, objeto de agudísimas luchas políticas (de poder, por consiguiente), tanto en el plano de los discursos como en el de las prácticas sociales. La ética es, por lo tanto, aquí (¿pero, en realidad, no lo es siempre?) un arma (discursiva), en un conflicto abierto. Y Auschwitz debe ayudarnos a tenerlo siempre presente: si Heidegger o Carl Schmitt -por mencionar ejemplos señeros- podía estar dispuestos a adoptar como suyo el programa racista y antihumanista del nazismo, es porque existen formas alternativas de modernidad, a las que poder dar adhesión. Entonces, pero también ahora (aunque estén revestidas de otros uniformes y de otros discursos, más sutiles).
Así pues, la primera conclusión que me gustaría extraer, de naturaleza ética, sería: contra lo que las ideologías morales hegemónicas sostienen (hoy, como lo vienen haciendo al menos desde la imposición del cristianismo) no existe, nunca ha existido, un ser humano "natural"; ni, por consiguiente, unos derechos (humanos) igualmente "naturales". Se trata siempre, por el contrario, de (meras) construcciones culturales. Y, en tanto que tales, objeto de agudísimas luchas políticas (de poder, por consiguiente), tanto en el plano de los discursos como en el de las prácticas sociales. La ética es, por lo tanto, aquí (¿pero, en realidad, no lo es siempre?) un arma (discursiva), en un conflicto abierto. Y Auschwitz debe ayudarnos a tenerlo siempre presente: si Heidegger o Carl Schmitt -por mencionar ejemplos señeros- podía estar dispuestos a adoptar como suyo el programa racista y antihumanista del nazismo, es porque existen formas alternativas de modernidad, a las que poder dar adhesión. Entonces, pero también ahora (aunque estén revestidas de otros uniformes y de otros discursos, más sutiles).
En otro orden de cosas, quisiera, en segundo lugar, referirme con mayor detenimiento a la faceta política del fenómeno. A este respecto, conviene (no dejarse obnubilar por la monstruosidad moral de los hechos acaecidos, sino) recordar que las prácticas nacionalsocialistas de exterminio (no sólo su política antijudía o antigitana, sino también la matanza masiva de personas discapacitadas, o el exterminio de eslavos), vistas en una perspectiva más amplia, constituían una técnica al servicio de una política de gestión (biopolítica) de la población. Se trataba, en efecto, de construir un imperio colonial, en el este de Europa (exportando hacia el exterior las tensiones sociopolíticas internas de Alemania). Y, para ello, era preciso, de una parte, fortalecer a la población colonizadora (reforzando su homogeneidad racial -que, en la perspectiva nazi, significaba reforzar también la cohesión ideológica); y, de otra, debilitar, desplaza... y, en caso necesario, eliminar a la población colonizada. Nos hallamos, pues, esencialmente en presencia de prácticas políticas de dos naturalezas diferentes, que confluyen (casi casualmente, como ha estudiado con detenimiento Arno J. Mayer, a resultas de los avatares militares de la invasión de la Unión Soviética) en el proceso de exterminio: prácticas (internas al estado colonizador) de "normalización social y política", por un lado; y, por otro, prácticas coloniales de gestión de poblaciones indígenas.
Si, ahora, hacemos el esfuerzo por trasladar ambos fenómenos políticos a nuestros días, podemos comprender perfectamente a qué tipo de exterminios (y, por consiguiente, a qué fenómenos paralelos al del fascismo -en esta faceta, exterminadora, cuando menos) nos hemos de enfrentar hoy. Así, por una parte, cuando hablamos de normalización política y social, inmediatamente habremos de recordar los fenómenos de "limpieza social" (de personas pobres y marginadas) que tienen lugar a manos de las propias fuerzas policiales y de grupos paramilitares con la connivencia estatal en muchos países pobres. Y, sobre todo (por tratarse de un fenómeno mucho más masivo), las estrategias antisubversivas exterminadoras practicadas, bajo la capa del discurso "antiterrorista", en buena parte del mundo: Sri Lanka o Colombia serían buenos ejemplos de tales estrategias, en nuestros días, como lo fueron Argentina o Guatemala anteriormente.
Por otra parte, por lo que hace a la gestión colonial de poblaciones originarias, no es hoy usual -como sí que lo fue a lo largo del siglo XIX- su exterminio físico puro y duro. Cabe dudar, no obstante, de que no pueda etiquetarse también de exterminio (algo más indirecto, algo menos masivo) a algunas políticas, relacionadas generalmente con el control y explotación de recursos naturales, que ocasionan enormes daños medioambientales, represión política, desplazamiento de poblaciones, enfermedades y miserias a tanta población campesina (indígena o mestiza) en los países del Sur.
Es cierto, no obstante: por fortuna (o, acaso, a causa del aldabonazo moral que el exterminio nazi, pese a todo, ha significado), no hemos vuelto a ver, hasta ahora, esa confluencia de prácticas exterminadoras, discursos justificativos y racionalizadores de las mismas, empleo de técnicas de organización racional del exterminio y alcance tan masivo de la victimización. Ninguno de los procesos de exterminios que han tenido lugar en nuestro atribulado mundo desde 1945 (¡y han sido ya unos cuantos!) volvió a revestir tal peculiar combinación de características. Lo cual no quiere decir que no puede hacerlo alguno en el futuro.
Por ello, mi segundo -y última, por el momento- conclusión es de índole política: solamente poniendo en cuestión la justificación moral y política (y, en algunos casos, aun su racionalidad instrumental) de las estrategias de normalización social y política y de las prácticas (neo-)coloniales de gestión de poblaciones originarias podemos prevenir la eventualidad de nuevos exterminios. Por el contrario, no hacerlo, y confiar (con característica ingenuidad liberal -espontánea a veces, a veces fingida) en que ciertas acciones políticas resultan "inimaginables" y, por ello, muy improbables, o en que siempre van a funcionar los "frenos y contrapesos" a la rapacidad estatal y/o imperialista, me parece una receta perfecta para aproximarnos al borde del abismo. Pues, si algo debería habernos enseñado la experiencia nacionalsocialista, es que lo inimaginable no existe en realidad: todo cuanto resulta instrumentalmente posible (y, por ello, útil para según qué intereses o posiciones), puede llegar a suceder. Y que, en situaciones de crisis, los límites a las lógicas políticas dominantes funcionan notablemente mal, si es que llegan a funcionar.
...Es éste mi -modesto- monumento a las víctimas de Auschwitz: un intento de comprender y un esfuerzo por imaginar acciones que contribuyan (asegurarlo es imposible) al "nunca más", que creo que merecen, antes que cualquier grandilocuente florilegio de sentencias. Espero pagar, con ello, parte de la deuda que tod@s mantenemos con quienes sufrieron, fruto de la indiferencia moral y de la impotencia política de la gran mayoría.