Así, la discusión que hoy encuentro interesante no es acerca de la existencia del libre albedrío: concepto que, como otras tantas criaturas fruto del pensamiento medieval, ha de ser arrumbado en el baúl de la historia de las ideas, por resultar francamente insostenible cuando se conoce la realidad empírica de cómo funciona la mente humana. La verdaderamente interesante versa más bien sobre otras dos cuestiones:
1ª) la cuestión del compatibilismo: ¿es posible (= racional) seguir realizando juicios de responsabilidad moral acerca de conductas humanas sobre la base de su merecimiento (de reproche o de encomio), a la vista de la realidad del limitado grado de control que cada individuo posee sobre los rasgos determinantes de su psiquismo?; y
2ª) la cuestión de la responsabilidad sin merecimiento: ¿cómo podría diseñarse un sistema de responsabilidad por las propias acciones (y, consiguientemente, un sistema de control social de las mismas) si no es posible afirmar, por falta de autocontrol bastante del individuo sobre su propia mente, la existencia de merecimiento? O, en términos más precisos, ¿cómo es posible hacerlo sin crear un sistema radicalmente instrumental, en el que las características moralmente relevantes del individuo y de la acción sean dejados de lado por completo (y, por consiguiente, también sus derechos), para convertirse en puro objeto de intervención (en mero sujeto paciente de prácticas sociales o estatales de poder)?
A esta segunda pregunta es a la que intentan responder los trabajos compilados en el libro que hoy reseño (E. Shaw/ D. Pereboom/ G. D. Caruso, eds., Cambridge University Press, 2019). En efecto, el punto de partida del volumen es el siguiente: supongamos que (como sostienen todos los autores que participan, adhiriéndose a una opinión bastante extendida en el pensamiento filosófico contemporáneo) no solo no existe el libre albedrío en su sentido clásico, sino que tampoco es defendible una solución compatibilista que permita hacer juicios de responsabilidad moral sobre acciones sobre la base de su merecimiento. En tal caso, ¿cómo habría que reorganizar nuestras prácticas sociales de atribución de responsabilidad, para que estuviesen moralmente justificadas, y no se convirtieran en un mero ejercicio de poder (con una justificación puramente instrumental, de lograr ciertos resultados de control social deseados por quien manda)?
Leyendo los diferentes artículos del libro, lo cierto es que la conclusión que puede extraerse es que, en realidad, hoy por hoy no existe una respuesta única ni convincente a la pregunta. Pues, si bien todos l@s autor@s coinciden -aproximadamente- en la parte crítica (respecto tanto de la doctrina tradicional del libre albedrío como de las soluciones compatibilistas), cuando abordan la parte constructiva, con el fin de proponer modelos de atribución de responsabilidad que no presupongan la aplicación de criterios de merecimiento, las respuestas son diversas, bastante convencionales y todas ellas harto problemáticas.
Diversas, en primer lugar, porque hay quien propone que la atribución de responsabilidad debería basarse (ya que en el merecimiento es imposible) en criterios sociales de reproche (Derk Pereboom), quien propone sustituir la atribución de responsabilidad por juicios de peligrosidad (Gregg D. Caruso), hay quien propone implantar un sistema de tratamiento corrector (Michael Louis Corrado), hay quien propugna la inocuización pura y dura (Bruce N. Waller, Michael Louis Corrado, Gregg D. Caruso) y hay, en fin, quien se inclina por soluciones de justicia restaurativa (Bruce N. Waller). Alternativas todas ellas que, además, son extremadamente convencionales, puesto que vienen proponiéndose (bien como alternativas, bien como complemento de la atribución de responsabilidad en virtud de merecimiento acompañada de sanciones) ya al menos desde el siglo XIX...
(Además, tod@s l@s autor@s defiendan asimismo priorizar otro tipo de políticas públicas, antes que las dirigidas a atribuir responsabilidad y consecuencias jurídicas. Pero, de nuevo, tal propuesta apenas puede ser considerada tampoco novedosa...)
Y, como no podía ser de otra manera, unas propuestas tan convencionales como las que se hacen en el libro, para sustituir a los juicios de responsabilidad basados en el merecimiento, resultan todas ellas extremadamente problemáticas. Pues, en efecto, cada una de ellas (peligrosidad, inocuización, tratamiento corrector de personalidad, criterios sociologistas de enjuiciamiento, justicia restaurativa) suscita importantísimas objeciones, tanto de índole moral (utilización instrumental del individuo, ausencia de límites deontológicos, desconexión de la idea de justicia,...) como de índole instrumental (dudosa eficacia preventiva, elevados costes, ausencia de un conocimiento suficiente como para hacer juicios de peligrosidad suficientemente fundados,...), que han sido -como es sabido- ampliamente discutidas en la doctrina jurídico-penal y que las hacen muy poco apetecibles. En suma: parecería cierto que un sistema de responsabilidad que prescinda de la idea de merecimiento va a resultar necesariamente peor que los que conocemos. (El caso de la respuesta abolicionista -que en el libro no aparece representada- sería diferente: tiene otras dificultades propias, pero no estas que aquí se señalan.)
Parece, pues, que en este caso la verdad (acerca de la ausencia de libre albedrío) no favorece el triunfo de la racionalidad práctica, sino que lo dificulta. Pero ello no nos autoriza a prescindir de ella y seguir juzgando a las personas como si fuesen perfectamente libres y autónomas. Al contrario, estamos obligados moralmente a tomar en consideración la realidad de la ausencia de libre albedrío, de las hondas determinaciones que condicionan el psiquismo humano, para ajustar los criterios de atribución de responsabilidad a dicha realidad (y que el sistema resultante resulte más racional y más justificable).
Sin embargo, es cierto que, dado el panorama -hondamente dilemático- que se acaba de presentar, en el que los sistemas de atribución de responsabilidad que no tienen en cuenta el merecimiento aparecen como todavía menos deseables que aquellos que se apoyan en dicho concepto, la intuición nos empuja a seguir reflexionando. Y, mientras nadie proponga un sistema alternativo más aceptable, a hacerlo intentando desarrollar sistemas de atribución de responsabilidad que sigan estando basados en el merecimiento, pero que reduzcan su grado de irracionalidad: vale decir, que tengan en cuenta los conocimientos aportados por las ciencias de la conducta acerca de cómo funciona la mente humana. En definitiva, intentando desarrollar sistemas de atribución de responsabilidad que sean compatibilistas; que operen como si el compatibilismo fuese posible (esta es, precisamente, la propuesta en el libro de Saul Smilansky).
Nada nos asegura, desde luego, que tengamos éxito en este empeño. No obstante, a día de hoy no parece haber ninguna alternativa más prometedora (si -insisto- nos tomamos en serio la obligación de que las prácticas sociales de atribución de responsabilidad y de punición estén moralmente justificadas y resulten racionales -acordes con el pensamiento científico).