Es evidente que, a estas alturas de su carrera como director, parece absurdo esperar que Woody Allen (que, por lo demás, jamás se caracterizó por su inquietud innovadora, experimental o vanguardista) vaya a entregar alguna película notoriamente original en su temática; menos aún, rompedora en sus formas. Así, el/la espectador(a) menos adocenad@ de su cine (porque, no nos engañemos, la mayoría de su público, que ha envejecido -no sólo físicamente- con él y como él, se conforma con que se satisfagan sus expectativas de hallar una película con alguna pretensión de "alta cultura", pero que sea fácil de digerir, por su capacidad para banalizar los temas que aborda y las historias que narra) deberá olvidarse de las formas audiovisuales (desde hace ya muchos años, ninguna película de Woody Allen destaca en este aspecto sobre el resto y, en general, ninguna es destacable), para atender no tanto al argumento -a la postre, siempre tópico y superficial- cuanto al trasfondo ideológico que viene a poner de manifiesto.
En este caso, en Irrational man, el director nos presenta una variación en torno a la historia que narraba Prestupléniye i nakazániye (=Crimen y castigo), de F. M. Dostoievski: el homicidio como acto filosófico, como compromiso existencial del ser humano con el mundo. Una variación que, sin embargo, carece de hondura (quien desee reflexionar sobre la cuestión, hará mejor en leer a Dostoievski, primero, y también a los pensadores del existencialismo), porque en seguida deriva hacia el característico comentario crítico, que el director viene frecuentando desde siempre, acerca de la hipocresía y la doble moral (y la amoralidad última) del ser humano. Y, en particular, de un cierto estrato social, caracterizado por su nivel sociocultural, el de l@s profesionales con elevado nivel educativo y elevado estatus social (o, como aquí, también la de quienes -vía estudios universitarios de élite- aspiran a alcanzar también tal estatus).
La crítica de Allen es directa, y certera: l@s adalides de la "alta cultura", quienes la ostentan como signo de distinción, como arma para discriminar a otros grupos sociales (para marca una "distinción", que diría Pierre Bourdieu), como sus máxim@s defensor@s, en realidad poseen una concepción nítida y puramente instrumental de la cultura; la utilizan, sí, pero no se la toman en serio, no se comprometen verdaderamente con las implicaciones, ni teóricas (de conocimiento) ni prácticas (para la acción), de su contenido. De manera que, con todo lo buena que la alta cultura pueda ser en sus propios términos, en virtud de su contenido simbólico, (por su capacidad para suscitar inquietud, producir conocimiento, revelar facetas ocultas de la realidad, cambiar la forma de percibir y de actuar de las personas, etc.), en la realidad social, de una sociedad clasista, opera ante todo como un arma. Un soneto de William Shakespeare se asemeja, así, en la práctica social real, a la porra de un policía: porque contribuye igualmente (aunque sea por medios aparentemente distintos) a impedir que las personas pertenecientes a ciertos grupos sociales puedan aproximarse a las fuentes del poder social (que diría Michael Mann); en este caso, mediante la más sutil estrategia de no impedírselo físicamente, sino de negarles el derecho a hacerlo, y hacerles además creer que tal denegación es razonable y justa.
Nos hallamos, pues, ante una obra de tesis. (Que viene siendo lo más habitual en todas las películas recientes del director que se distancian de una adscripción explícita al género cómico... aunque, en el fondo, como aquí ocurre, nos hallemos siempre ante auténticas farsas, no explicitadas.) Y, en tanto que obra de tesis, tanto los personajes como las situaciones están elaboradas pensando en su capacidad para representar y para mostrar las tesis que se pretenden presentar al público. Claro que ello conlleva unos niveles de manipulación que resultan harto superiores a lo habitual: uno (que, al fin y al cabo, pertenece precisamente a dicho estrato sociocultural, bien que más provinciano) se pregunta si en realidad los personajes que son objeto constante de las vitriólicas pullas del cine de Allen existen en realidad. Me pregunto, por ejemplo, si existen alumnas universitarias como Jill (Emma Stone), tan apasionadas por la cultura y dominadas por el encanto de una concepción romántica de la misma. O profesores que, como Abe (Joaquin Phoenix), sigan adoptando poses de "artistas malditos", trasnochados ya hace muchas décadas... Puedo asegurar que en mi entorno, universitario, nada de ello aparece con frecuencia, si no es como pura caricatura, como sujetos vistos más bien como estrambóticos que como modelos de algo. Y tiendo a sospechar (por la información que recibo de universidades extranjeras, también norteamericanas) que algo semejante ocurre también fuera de aquí.
Tal es la dificultad de las narraciones de tesis: su absoluta necesidad de crear un universo tan artificioso, tan alejado del mundo real (que pretenden, sin embargo, evocar), que su verosimilitud se preserva tan sólo en la medida en que -y para quienes- la tesis presentada resulta aceptable, por sus propios méritos. Mas no en otro caso. Así pues, diremos: qué duda cabe, Woody Allen tiene razón, al mostrarnos lo que Pierre Bourdieu denominaba procesos de acumulación de capital simbólico, como un curso cruel y amoral, en el que la cultura pierde su valor propio, para convertirse en un mero arma; y, no obstante, más que un análisis, lo que Irrational man nos presenta, a este respecto (y otra vez), es un panfleto, no un análisis, ni siquiera una buena exposición realista. De ahí que -hablando exclusivamente de cuestiones temáticas, no formales- la película sea tan certera como inútil.