Recorre toda esta novela un severo aire de caricatura: caricatura, sin duda alguna, en tanto que retrato de las mayores prominencias caracterológicas del personaje protagonista (el innominado "hombre habitante del subsuelo" que monologa en su primera parte y que nos narra, en la segunda, los ínfimos incidentes que le acaecen); mas severa, por cuanto que tanto la voz narrativa como -es de suponer- el propio narrador se toman muy en serio los males morales que le aquejan (y que, como dice el narrador en la "advertencia previa", bien pudieran estar describiendo males reales, de personas también realmente existentes).
De cualquier forma, en su condición caricatural, la narración, focalizada de un modo extremo en torno a la voz del protagonista (con toda su exageración y todas sus reticencias y sarcasmos), viene a intentar revelarnos una verdad que se pretende profunda y radical: en esencia, la condición de (acaso necesaria, pero de cualquier modo manifiesta) superchería que hay en la proposición de que el ser humano es, o puede llegar a ser, hondamente racional, y de que es en tal racionalidad en donde puede aspirar a hallar las fuentes de una moralidad viable.
Podríamos decir, así (si con ello no estuviéramos incurriendo en el más flagrante anacronismo), que se constituye esta novela en una ilustración paradigmática de las tesis amoralistas de Friedrich W. Nietzsche. O (para ser más precisos) que bebe de las mismas fuentes ideológicas. (A pesar de que la actitud de Dostoievski y la de Nietzsche, frente a las realidades que creían constatar, fuesen tan distintas: aquél nunca dejó de lamentar lo que éste exaltaba y engrandecía.)
Y, de cualquier forma, pienso -y esto es, en realidad, lo más importante- que no es posible leer el agudo ejercicio de desnudamiento psicológico que la narración de Dostoievski acomete sin detenerse a meditar, siquiera sea por un momento, si no será verdad, por cierto, que todas nuestras ideas elevadas y humanitarias, en las que tanto nos regodeamos y de las que alardeamos tan a gusto, no son sino disfraces bienvenidos de unas ansias y de unos cursos de conciencia mucho menos bellos, que son los que en realidad nos dominan y mueven.