En diversas ocasiones he comentado mi sensación de que, en el cine más reciente de Martin Scorsese, existe un notorio desajuste entre forma y fondo: que, de hecho, el respeto por las convenciones estilísticas del cine comercial no han permitido al director penetrar del modo más adecuado en aquellas narraciones que viene acometiendo últimamente (en películas como Shutter Island o Hugo, por ejemplo). Todo ello, por supuesto, sin cuestionar en lo más mínimo la enorme capacidad de Scorsese para generar una materia audiovisual siempre de calidad e impacto inmediato. Y, pese a todo, lo cierto es que había demasiadas cosas -demasiados matices del tema, de la historia- que parecían escaparse entre las "costuras" de dichas imágenes...
No es el caso de The wolf of Wall Street. En este caso, podemos decir que, sin ningún género de dudas, existe (como en las mejores obras del director) una perfecta adecuación entre fondo y forma. De manera que el magistral manejo de la imagen y del sonido se ajustan perfectamente al tono -de comedia negra y desopilante- que el director pretende otorgar a su narración.
Cuestión distinta es que, de hecho, nos pueda llegar a interesar de algún modo dicha narración. Pues, en efecto, Scorsese (y su guionista, Terence Winter) optan por construir su comedia negra a partir del otorgamiento del monopolio sobre el punto de vista narrativo al personaje protagonista, Jordan Belfort (Leonardo DiCaprio). De manera que (de algún modo, no estrictamente riguroso) todo lo que vemos y oímos está pasado por el tamiz de dicha perspectiva: a través de las explicaciones -directamente a cámara, muchas veces- que el personaje proporciona al/a espectador(a), pero también de imágenes compuestas para evocar de forma palmaria la deformada, caricaturesca visión de la realidad de un personaje tan pueril e inmaduro, y tan condicionado por el uso y abuso de las drogas.
De este modo, la película renuncia abiertamente a cualquier pretensión de penetrar en las estructuras (sociales y de interacción) que dan lugar a que personajes como Jordan Belfort, y su troupe de especuladores y arribistas, puedan llegar a ostentar (de modo fugaz, eso sí: Belfort no es ni un capitalista ni tampoco siquiera un alto directivo de empresa capitalista, es tan sólo un truhán que se ha colado en el circuito del tráfico de capitales) algún papel en los mercados financieros. Y renuncia también a profundizar, desde el punto de vista psicológico, sobre la personalidad que habría que atribuir a cualquiera de los personajes.
Lo que nos ofrece, entonces, es un espectáculo: el espectáculo del arribismo y de la prepotencia; del mal gusto y de la amoralidad. De cómo un pequeño delincuente económico fue capaz de aproximarse -aun sin llegar a rozarlo- a "lo más alto", a quienes poseen o, cuando menos, manejan el gran capital.
Si se quiere, se trata de un ejercicio (otro) de moralismo, por parte del director: un retrato afilado de la "pérdida de la decencia" (y, por lo que vale, también del sentido de la realidad), que acaba en desastre. Porque, claro, Jordan Belfort no es más que un advenedizo, alguien que puede caer sin que el sistema se resienta en realidad. Y, por ello, denunciar a Belfort (si se quiere, eliminando el sesgo intencional: retratarle tan horriblemente como era) resulta banal, desde un punto de vista político: es tan sólo un freak, un ejemplo de las exageraciones a que puede conducir llegar a creerse la ideología, meritocrática ("todos podemos triunfar y enriquecernos, el dinero y el éxito social es lo único que importa,..."), que es ofrecida, a un determinado sector social y profesional, como la creencia más plausible.
Acabo con una última observación, cuyo alcance verdaderamente desconozco: hasta donde puedo percibir, al menos tres de las más interesantes películas a que ha dado lugar el cine norteamericano comercial reciente (me estoy refiriendo a Spring breakers -Harmony Korine, 2012-, a The bling ring -Sofia Coppola, 2013- y a la que hoy me ocupa) se dedican a describir a la sociedad norteamericana (¿es la nuestra tan diferente?) como el imperio de las fantasías materialistas y pueriles. Un universo cultural en el que los personajes persiguen fantasmas de posesión y de "experiencias", realmente inexistentes, en cuya persecución viven y mueren . Yo realmente no sé si se trata de un retrato atinado de la realidad social (de cierta realidad muy extendida), o si más bien obedecen a fantasías (distópicas) de l@s creador@s acerca del mundo en el que viven. Pero me gustaría saberlo.
Y, sobre todo, me gustaría hallar alguna película que abordase este mismo tema desde una perspectiva que fuese -me atrevo a calificar- menos sensualista: una narración menos obsesionada por transmitirnos la experiencia de sus personajes, forzando nuestra identificación con ellos (harto difícil, por lo demás, al menos en mi caso). Para transitar más bien por los caminos de la comprensión: histórica, sociológica, psicológica, antropológica,..., o una combinación de todos ellos. Pues, me parece, a estas alturas, tanto más que escandalizarnos o (volver a) sorprendernos, necesitamos comprender. Y a ello debería contribuir también el cine -el mejor cine-, digo yo...