Este libro (Cambridge University Press, 2008) plantea e intenta arrojar luz acerca de una de las cuestiones capitales (tanto desde el punto de vista teórico como desde el práctico) y, al tiempo, resueltas de un modo menos satisfactorio en la filosofía política estándar (liberal): la de la relación entre el sistema político establecido y los momentos de fundación de regímenes (y de destrucción de los preexistentes).
En efecto, la filosofía política de raigambre liberal ha concentrado su atención sobre los problemas relativos a la gobernanza de los sistemas políticos y en los de coordinación entre dicha gobernanza y los derechos individuales. Todo ello, pues, analizado en el marco de un determinado sistema político: un determinado régimen de dominación política, activo y en funcionamiento. Y ha examinado las cuestiones de evolución histórica de los sistemas políticos prácticamente tan sólo en dos contextos muy específicos: primero, al construir su (esencialmente ideológica) teoría -contractualista- acerca de la pretendida legitimidad de origen de los sistemas políticos demoliberales; y, luego, al poner frecuentemente en relación (pues, aunque no exista una conexión necesaria desde el punto de vista conceptual, resulta útil en términos políticos), tanto esa pretendida legitimidad de origen como la -también pretendida- legitimidad de ejercicio (basada en que, a tenor de la ideología liberal, dichos sistemas políticos maximizarían la libertad y la participación democrática, hasta el límite de lo realmente posible) con una filosofía de la historia de corte whiggish, según la cual la historia de la modernidad podría ser descrita como la narración del avance hacia sistemas políticos progresivamente más democráticos y más respetuosos con la libertad y el bienestar individual.
En todo caso, lo que usualmente queda fuera del ámbito de análisis de la filosofía política liberal es la forma en la que los regímenes políticos vienen a existir. O, más exactamente, la forma en la que los mismos llegarían a resultar legítimos (por su origen). Pues, si descontamos la mitología contractualista (que, obviamente, no es defendible como explicación histórica, pero que tampoco parece muy plausible que, entendida como construcción meramente hipotética, verdaderamente permita justificar desde el punto de vista moral ningún régimen político real, puesto que parte de unos presupuestos sociohistóricos tan irreales que es difícil tomársela en serio como argumentación acerca de la justicia política), hallaremos pocas elaboraciones rigurosas que intenten dar solución a los problemas que suscitan cuestiones como las de la revolución o el ejercicio del poder constituyente.
Esta incapacidad liberal para aprehender conceptual y normativamente dichos fenómenos políticos capitales no es, desde luego, casual: desde sus orígenes históricos, el liberalismo siempre ha mirado con sospecha cualquier movimiento sociopolítico que tuviese tintes democratizadores, emancipadores o revolucionarios. Por lo que, desde el punto de vista político, no existe ningún interés real de los ideólogos del liberalismo en afrontar tales fenómenos. Y, por lo demás, hay que decir que la filosofía política liberal se halla también, desde el punto de vista teórico (y, otra vez, ello no es casual, sino que obedece a razones hondamente ideológicas), mal preparada para hacerlo.
Debido a esto, Andreas Kalyvas, para elaborar una teoría de los momentos de "anormalidad" política, intenta buscar claves fuera del ámbito del pensamiento liberal, en tres de los más importantes pensadores políticos del siglo XX: Max Weber, Carl Schmitt y Hannah Arendt.
Así, examina en primer lugar la elaboración por parte de Max Weber del concepto de legitimidad carismática, como posible forma que adoptaría la legitimidad política en los momentos de cambio revolucionario. A este respecto, el carisma consistiría en realidad en la capacidad para poner en cuestión los presupuestos morales y políticos de un sistema político preexistente y proponer unos presupuestos alternativos, fuente de una nueva forma de legitimidad (y de dominación) políticas.
Weber no habría llegado, sin embargo, mucho más lejos en su elaboración. Por ello, Kalyvas se vuelve a continuación hacia la mucho más sofisticada teorización de Carl Schmitt acerca del poder constituyente. Como es sabido, Carl Schmitt construyó una de las teorías más sólidas acerca de la praxis de la soberanía (concepto político que había nacido en el marco de las monarquías absolutas) en sistemas políticos no despóticos: una teoría, pues, sobre el ejercicio del poder constituyente y acerca de su relación con la soberanía popular y la democracia. Como apunta acertadamente Kalyvas, la construcción de Schmitt intenta dar respuesta a la cuestión de cómo se fundan los regímenes políticos legítimos y de cómo se relacionan las fuentes de legitimidad de origen de los mismos con el funcionamiento cotidiano del sistema político. Y, efectivamente, aporta ideas claves -ajenas a la filosofía política liberal- para rescatar la idea de poder constituyente del mero judiridicismo: porque el ejercicio del poder constituyente no tiene por qué equivaler a la reforma constitucional, sino que puede tener canalizarse a través de formas ilegales; vale decir, de la revolución. Y para poner en cuestión la asunción liberal (teóricamente insostenible y políticamente conservadora) de que el poder constituyente se extingue, una vez ejercido, y resulta subsumido en las instituciones de los poderes políticos realmente instituidos. Para recordar, pues, que nunca puede descartarse la posibilidad de que lleguen a aparecer conflictos irresolubles entre las instituciones políticas existentes y la "voluntad" del sujeto soberano.
Es cierto, no obstante, que, debido a los presupuestos morales y políticos (extremadamente conservadores) de los que Schmitt partía, las propuestas que acaba por hacer para solucionar dichos eventuales conflictos parecen inaceptables: el cesarismo, y el recurso al plebiscito y a la aclamación del líder como formas de comprobación de la legitimidad, no resuelven, sino que únicamente ocultan (porque eluden las realidades de las divisiones, tanto de estratificación social como de cultura, de género y de ideología política, que existen siempre dentro de cualquier sujeto de la soberanía que no sea unipersonal) las dificultades para construir una nueva legitimidad política. La inutilidad de estas respuestas no debería, sin embargo, hacernos perder de vista el hecho de que las preguntas que hizo eran las apropiadas.
Kalyvas intenta hallar las pistas de una respuesta satisfactoria a dichas preguntas en el pensamiento político de Hannah Arendt. En particular, se detiene el autor en el análisis comparativo de Arendt acerca las revoluciones francesa y norteamericana de finales del siglo XVIII. Pues piensa que la crítica de Arendt a los conceptos en los que se acabó plasmando la teoría política de la revolución francesa (en contraposición con la norteamericana), aunque insuficiente, apunta en la dirección correcta: una revolución democrática, no sólo en sus objetivos (en cuanto al sistema político que pretende implantar), sino también en sus formas (que proporcione, por consiguiente, legitimidad de origen al nuevo régimen), no puede basarse en una teoría del poder constituyente -como la de Carl Schmitt- de naturaleza puramente decisionista; en la que, por consiguiente, toda la configuración, de la comunidad política y de las instituciones políticas, quede abandonada, de modo libérrimo, a la "voluntad del sujeto soberano". Vale decir, a la voluntad de las instituciones y/o movimientos que pretenden representarlo.
Es decir, Arendt rechaza la equiparación -para criticar ambos hechos, pero también la que los aprueba- de ilegalidad (inevitable, en cualquier revolución) con pura arbitrariedad. Y, en consecuencia, la equiparación -al modo de Thomas Hobbes- entre el pactum unionis y el pactum subiectionis. Por el contrario, en su concepción de lo que puede llegar a ser una revolución políticamente aceptable, la acción política revolucionaria ha de basarse en principios (en creencias, en doctrinas, en formas de vida y de praxis social, en presupuestos culturales) que deberían preexistir a la misma.
No es necesario, me parece, asumir todos y cada uno de los puntos de partida de Hannah Arendt para aceptar algunas de sus conclusiones. De hecho, no me parece convincente, desde el punto de vista histórico, su análisis de la revolución francesa, como tampoco me lo parece su dificultad para penetrar en el hecho, antes mencionado, de las divisiones sociales y políticas que existen dentro de cualquier comunidad política. Pese a ello, me parece que el pensamiento de Arendt apunta hacia una cuestión decisiva: que la revolución democrática, el ejercicio democrático del poder constituyente, ha de atender, para resultar políticamente satisfactorio (porque genere legitimidad de origen para el nuevo régimen), a las fuentes de la autoridad; esto es, a las razones que hacen que los individuos y grupos sociales -los integrantes de la comunidad política- acepten que alguien tiene derecho a controlar los comportamientos ajenos. Pero, claro está (y aquí las limitaciones del pensamiento de Arendt quedan de manifiesto), no a cualquier autoridad pretendida, ni mucho menos a cualquier poder social efectivamente existente. Sino tan sólo a aquellas fuentes de autoridad social que serían reconocidas en condiciones (de autonomía) ideales. (Es en este sentido en el que, como apunta Kalyvas, las ideas de Arendt acerca del poder constituyente poseen indudables puntos de conexión con la teoría que al respecto ha elaborado Jürgen Habermas -en Faktizität und Geltung-, si desnudamos a esta última de sus vínculos con la "ética del discurso" y la reducimos a su condición de mera teoría política.)
Por fin, el pensamiento de Arendt resulta también de interés para afrontar la otra cuestión pendiente, la de la coexistencia entre soberanía y sistemas políticos establecidos. Pues, en contra del pensamiento liberal estándar, señala (aunque sin cartografiarlos por completo) dos caminos a través de los cuales la coordinación entre la una y los otros debería transitar, si es que el sistema político en cuestión pretende ser verdaderamente democrático. Por una parte, por el camino de la participación efectiva y regular del sujeto soberano en las instituciones políticas establecidas: por el camino, pues, de la democracia participativa. Y, por otra parte, por el camino de los movimientos sociales desobedientes (no, pues, tan sólo los meramente reformistas), para los cuales un sistema político que se pretenda democrático debería reservar siempre un espacio relativamente amplio, y no cegarlo -como es habitual- a través de la represión penal.
De lo dicho hasta aquí se podrá comprobar que el libro que acabo de reseñar (que es una investigación académica) está muy lejos de resultar de interés tan sólo -aunque también- para l@s estudios@s. Por el contrario, suscita problemas del más hondo interés, teórico y práctico. Y también, aquí y ahora, de la más honda actualidad (¿"democracia real, ya"?). Un libro, pues, que convendría leer y debería hacer pensar a much@s de quienes nos afanamos hoy en día en torno a los problemas -tanto en la teoría como en la práctica- del cambio de régimen y de la revolución.
En efecto, la filosofía política de raigambre liberal ha concentrado su atención sobre los problemas relativos a la gobernanza de los sistemas políticos y en los de coordinación entre dicha gobernanza y los derechos individuales. Todo ello, pues, analizado en el marco de un determinado sistema político: un determinado régimen de dominación política, activo y en funcionamiento. Y ha examinado las cuestiones de evolución histórica de los sistemas políticos prácticamente tan sólo en dos contextos muy específicos: primero, al construir su (esencialmente ideológica) teoría -contractualista- acerca de la pretendida legitimidad de origen de los sistemas políticos demoliberales; y, luego, al poner frecuentemente en relación (pues, aunque no exista una conexión necesaria desde el punto de vista conceptual, resulta útil en términos políticos), tanto esa pretendida legitimidad de origen como la -también pretendida- legitimidad de ejercicio (basada en que, a tenor de la ideología liberal, dichos sistemas políticos maximizarían la libertad y la participación democrática, hasta el límite de lo realmente posible) con una filosofía de la historia de corte whiggish, según la cual la historia de la modernidad podría ser descrita como la narración del avance hacia sistemas políticos progresivamente más democráticos y más respetuosos con la libertad y el bienestar individual.
En todo caso, lo que usualmente queda fuera del ámbito de análisis de la filosofía política liberal es la forma en la que los regímenes políticos vienen a existir. O, más exactamente, la forma en la que los mismos llegarían a resultar legítimos (por su origen). Pues, si descontamos la mitología contractualista (que, obviamente, no es defendible como explicación histórica, pero que tampoco parece muy plausible que, entendida como construcción meramente hipotética, verdaderamente permita justificar desde el punto de vista moral ningún régimen político real, puesto que parte de unos presupuestos sociohistóricos tan irreales que es difícil tomársela en serio como argumentación acerca de la justicia política), hallaremos pocas elaboraciones rigurosas que intenten dar solución a los problemas que suscitan cuestiones como las de la revolución o el ejercicio del poder constituyente.
Esta incapacidad liberal para aprehender conceptual y normativamente dichos fenómenos políticos capitales no es, desde luego, casual: desde sus orígenes históricos, el liberalismo siempre ha mirado con sospecha cualquier movimiento sociopolítico que tuviese tintes democratizadores, emancipadores o revolucionarios. Por lo que, desde el punto de vista político, no existe ningún interés real de los ideólogos del liberalismo en afrontar tales fenómenos. Y, por lo demás, hay que decir que la filosofía política liberal se halla también, desde el punto de vista teórico (y, otra vez, ello no es casual, sino que obedece a razones hondamente ideológicas), mal preparada para hacerlo.
Debido a esto, Andreas Kalyvas, para elaborar una teoría de los momentos de "anormalidad" política, intenta buscar claves fuera del ámbito del pensamiento liberal, en tres de los más importantes pensadores políticos del siglo XX: Max Weber, Carl Schmitt y Hannah Arendt.
Así, examina en primer lugar la elaboración por parte de Max Weber del concepto de legitimidad carismática, como posible forma que adoptaría la legitimidad política en los momentos de cambio revolucionario. A este respecto, el carisma consistiría en realidad en la capacidad para poner en cuestión los presupuestos morales y políticos de un sistema político preexistente y proponer unos presupuestos alternativos, fuente de una nueva forma de legitimidad (y de dominación) políticas.
Weber no habría llegado, sin embargo, mucho más lejos en su elaboración. Por ello, Kalyvas se vuelve a continuación hacia la mucho más sofisticada teorización de Carl Schmitt acerca del poder constituyente. Como es sabido, Carl Schmitt construyó una de las teorías más sólidas acerca de la praxis de la soberanía (concepto político que había nacido en el marco de las monarquías absolutas) en sistemas políticos no despóticos: una teoría, pues, sobre el ejercicio del poder constituyente y acerca de su relación con la soberanía popular y la democracia. Como apunta acertadamente Kalyvas, la construcción de Schmitt intenta dar respuesta a la cuestión de cómo se fundan los regímenes políticos legítimos y de cómo se relacionan las fuentes de legitimidad de origen de los mismos con el funcionamiento cotidiano del sistema político. Y, efectivamente, aporta ideas claves -ajenas a la filosofía política liberal- para rescatar la idea de poder constituyente del mero judiridicismo: porque el ejercicio del poder constituyente no tiene por qué equivaler a la reforma constitucional, sino que puede tener canalizarse a través de formas ilegales; vale decir, de la revolución. Y para poner en cuestión la asunción liberal (teóricamente insostenible y políticamente conservadora) de que el poder constituyente se extingue, una vez ejercido, y resulta subsumido en las instituciones de los poderes políticos realmente instituidos. Para recordar, pues, que nunca puede descartarse la posibilidad de que lleguen a aparecer conflictos irresolubles entre las instituciones políticas existentes y la "voluntad" del sujeto soberano.
Es cierto, no obstante, que, debido a los presupuestos morales y políticos (extremadamente conservadores) de los que Schmitt partía, las propuestas que acaba por hacer para solucionar dichos eventuales conflictos parecen inaceptables: el cesarismo, y el recurso al plebiscito y a la aclamación del líder como formas de comprobación de la legitimidad, no resuelven, sino que únicamente ocultan (porque eluden las realidades de las divisiones, tanto de estratificación social como de cultura, de género y de ideología política, que existen siempre dentro de cualquier sujeto de la soberanía que no sea unipersonal) las dificultades para construir una nueva legitimidad política. La inutilidad de estas respuestas no debería, sin embargo, hacernos perder de vista el hecho de que las preguntas que hizo eran las apropiadas.
Kalyvas intenta hallar las pistas de una respuesta satisfactoria a dichas preguntas en el pensamiento político de Hannah Arendt. En particular, se detiene el autor en el análisis comparativo de Arendt acerca las revoluciones francesa y norteamericana de finales del siglo XVIII. Pues piensa que la crítica de Arendt a los conceptos en los que se acabó plasmando la teoría política de la revolución francesa (en contraposición con la norteamericana), aunque insuficiente, apunta en la dirección correcta: una revolución democrática, no sólo en sus objetivos (en cuanto al sistema político que pretende implantar), sino también en sus formas (que proporcione, por consiguiente, legitimidad de origen al nuevo régimen), no puede basarse en una teoría del poder constituyente -como la de Carl Schmitt- de naturaleza puramente decisionista; en la que, por consiguiente, toda la configuración, de la comunidad política y de las instituciones políticas, quede abandonada, de modo libérrimo, a la "voluntad del sujeto soberano". Vale decir, a la voluntad de las instituciones y/o movimientos que pretenden representarlo.
Es decir, Arendt rechaza la equiparación -para criticar ambos hechos, pero también la que los aprueba- de ilegalidad (inevitable, en cualquier revolución) con pura arbitrariedad. Y, en consecuencia, la equiparación -al modo de Thomas Hobbes- entre el pactum unionis y el pactum subiectionis. Por el contrario, en su concepción de lo que puede llegar a ser una revolución políticamente aceptable, la acción política revolucionaria ha de basarse en principios (en creencias, en doctrinas, en formas de vida y de praxis social, en presupuestos culturales) que deberían preexistir a la misma.
No es necesario, me parece, asumir todos y cada uno de los puntos de partida de Hannah Arendt para aceptar algunas de sus conclusiones. De hecho, no me parece convincente, desde el punto de vista histórico, su análisis de la revolución francesa, como tampoco me lo parece su dificultad para penetrar en el hecho, antes mencionado, de las divisiones sociales y políticas que existen dentro de cualquier comunidad política. Pese a ello, me parece que el pensamiento de Arendt apunta hacia una cuestión decisiva: que la revolución democrática, el ejercicio democrático del poder constituyente, ha de atender, para resultar políticamente satisfactorio (porque genere legitimidad de origen para el nuevo régimen), a las fuentes de la autoridad; esto es, a las razones que hacen que los individuos y grupos sociales -los integrantes de la comunidad política- acepten que alguien tiene derecho a controlar los comportamientos ajenos. Pero, claro está (y aquí las limitaciones del pensamiento de Arendt quedan de manifiesto), no a cualquier autoridad pretendida, ni mucho menos a cualquier poder social efectivamente existente. Sino tan sólo a aquellas fuentes de autoridad social que serían reconocidas en condiciones (de autonomía) ideales. (Es en este sentido en el que, como apunta Kalyvas, las ideas de Arendt acerca del poder constituyente poseen indudables puntos de conexión con la teoría que al respecto ha elaborado Jürgen Habermas -en Faktizität und Geltung-, si desnudamos a esta última de sus vínculos con la "ética del discurso" y la reducimos a su condición de mera teoría política.)
Por fin, el pensamiento de Arendt resulta también de interés para afrontar la otra cuestión pendiente, la de la coexistencia entre soberanía y sistemas políticos establecidos. Pues, en contra del pensamiento liberal estándar, señala (aunque sin cartografiarlos por completo) dos caminos a través de los cuales la coordinación entre la una y los otros debería transitar, si es que el sistema político en cuestión pretende ser verdaderamente democrático. Por una parte, por el camino de la participación efectiva y regular del sujeto soberano en las instituciones políticas establecidas: por el camino, pues, de la democracia participativa. Y, por otra parte, por el camino de los movimientos sociales desobedientes (no, pues, tan sólo los meramente reformistas), para los cuales un sistema político que se pretenda democrático debería reservar siempre un espacio relativamente amplio, y no cegarlo -como es habitual- a través de la represión penal.
De lo dicho hasta aquí se podrá comprobar que el libro que acabo de reseñar (que es una investigación académica) está muy lejos de resultar de interés tan sólo -aunque también- para l@s estudios@s. Por el contrario, suscita problemas del más hondo interés, teórico y práctico. Y también, aquí y ahora, de la más honda actualidad (¿"democracia real, ya"?). Un libro, pues, que convendría leer y debería hacer pensar a much@s de quienes nos afanamos hoy en día en torno a los problemas -tanto en la teoría como en la práctica- del cambio de régimen y de la revolución.