B) Democracia y electorado
2. La tramoya política: Conviene comenzar por el principio. Y en el principio está, sin duda alguna, la concepción de la política como un teatro. Una vieja idea (característica del pensamiento barroco) que, aplicada a lo que aquí nos ocupa, viene a decir: nada de lo que aparece es real, todo es fingimiento. L@s ciudadan@s somos meros espectador@s, apabullad@s por los juegos de manos que son llevados a cabo en el escenario por quienes, en realidad, practican su propio juego. Mientras tanto, mientras nos distraemos, "nos roban la cartera". Y en realidad los magos del espectáculo -los líderes políticos- a quienes han de rendir cuentas no es, en definitiva, a sus espectador@s (a estos bastaría con fascinarlos), sino a los empresarios de la farsa: a la oligarquía que, detrás del escenario, entre bastidores, diseña el espectáculo, dirige la obra... y cobra los beneficios, claro está.
Son muchas las objeciones que se han puesto a esta concepción de la política demoliberal. Yo señalaría solamente dos, particularmente relevantes. La primera es una particular versión de la paradoja del escéptico: si es cierto, como se afirma, que la ciudadanía está completamente engañada por la tramoya, ¿por qué es que algun@s -¡oh, maravilla!- son capaces de desencantarse y comprender el artificio? (De hecho, esta cuestión no es sólo -aunque también- una de índole filosófica. Antes al contrario, viene produciendo devastadores efectos, promoviendo el sectarismo, en la praxis política de las izquierdas: pues, si sólo algun@s son capaces de descubrir el embeleco, y l@s demás permanecen (¿permanecemos?) engañados, entonces será materia de agria discusión decidir quién pertenece a uno u otro grupo. Unos serán aquellos esclarecidos, que deben ser seguidos. Los demás, en el mejor de los casos, serán unos ingenuos; en la hipótesis intermedia, le estarán "haciendo el juego al sistema"; y, en el peor de los casos, serán unos traidores. ¿No suena la música del sectarismo?)
Por lo demás, en segundo lugar, y más allá de las cuestiones de método, lo cierto es que existe también una pertinente objeción de índole empírico: es evidente, para quien tenga los ojos abiertos (y así lo confirman los estudios politológicos), que los sistemas políticos demoliberales, con ser clasistas, injustos y no muy ortodoxos -por decir lo menos- en el respeto a los principios fundamentales de la democracia, levantan amplias adhesiones entre la ciudadanía, manifestadas en cientos de maneras diferentes. No parece, pues, muy atinado hablar de l@s ciudadan@s como mer@s espectador@s. Antes al contrario, en mayor o menor medida (dependiendo del momento y del lugar), la ciudadanía, en estos regímenes, participa: vota, opina, protesta, propone, insulta, se rebela,... Y, en la abrumadora mayoría de los casos, ello no impide que buena parte de la misma siga respaldando al sistema político demoliberal.
3. ¿Elector@s engañad@s? Ante la evidencia que acabo de exponer, cabe, desde luego, intentar volver al viejo argumento del engaño, de la manipulación. Sin embargo (y sin dejar de observar lo paradójico del argumento para quien luego reclama, de esa misma ciudadanía, de forma voluntarista, que aumente su espíritu crítico y que -al modo kantiano- salga de su minoría de edad política), nuevamente parece difícil tomárselo en serio, desde el punto de vista empírico, como explicación global del fenómeno de la obediencia política. Pues, en efecto, todos los estudios sociológicos nos muestran que, al menos en Occidente, nos hallamos ante grupos de población de elevado -y creciente- nivel cultural, con buen -y creciente- acceso a información relevante. De manera que, hoy (insisto: al menos en el Occidente alfabetizado y tecnificado), la gran masa de votantes puede, si quiere, acceder a la información necesaria para conocer los rudimentos de las políticas que se aplican, de sus justificaciones y de sus alternativas. (Algo que demuestran las encuestas: un elevado nivel de consistencia en cuanto a las posiciones políticas que se mantienen -al menos, mientras no se entra en campos excesivamente técnicos.)
Deberemos reconocer, por consiguiente, a fuer de realistas, que -nos guste o no- buena parte de l@s elector@s de los sistemas políticos demoliberales opinan lo que opinan y votan lo que votan a conciencia: porque están convencidos de ello, con razones que, para ell@s, resultan suficientemente convincentes. Tal vez estén equivocad@s en sus razones y en sus decisiones (yo estoy seguro de ello). Pero estar equivocado no equivale, en absoluto, a estar engañado. Engañado está quien elige una alternativa (incorrecta) porque desconoce los hechos que resultaban relevantes para adoptar su decisión. En cambio, equivocado, en sentido normativo, lo está quien -aun si conoce correctamente los hechos pertinentes- elige, pese a todo, la alternativa incorrecta... normalmente, porque sus razones para decidir también lo son. (O, en el caso límite, porque es incapaz de razonar con un mínimo de lógica. No consideraré aquí tal supuesto, ya que creo que es muy infrecuente, cuando -y la restricción es importante, como luego se comprobará- l@s ciudadan@s se toman verdaderamente en serio su función de decidir: a pesar de todos los sesgos, se advierte en general una consistencia lógica básica en sus análisis y en las decisiones que adoptan a partir de los mismos.)
Equivocad@s, pues, sí, tal vez. Pero no engañad@s. Por ello, antes que hacia la manipulación de la verdad (pues, aunque es cierto que existen secretos y conspiraciones, cada vez resulta más evidente que no se mantienen por mucho tiempo ocultos -excepto las imaginarias, que entretienen a las mentes obsesivas: de manera que la mayor parte de los hechos salen a la luz con cierta facilidad y, cada vez más, resultan accesibles a quien está interesad@ en conocerlos), deberíamos volvernos hacia el carácter que l@s ciudadan@s desarrollan y hacia las escalas de valores que aplican a la hora de adoptar sus decisiones políticas. Pues, muy probablemente, son ellas las que les llevan a otorgar su confianza y su apoyo en quien, en muchos casos, no lo merecen.
¿Por qué, en efecto, un(a) ciudadan@ español(a) puede llegar a votar, en 2011, a alguien como -es sólo un ejemplo, podría traer otros muchos a colación- Alfredo Pérez Rubalcaba, sabiendo lo que sabe acerca de lo que ha hecho su partido, y él mismo, durante su época de gobierno? Me parece evidente que no será por falta de información, por engaño. En todo caso, se tratará más bien de una de dos causas (o de una combinación de ambas):
- Un defecto (si, como es mi caso, así se valora) en la personalidad moral del(a) votante. Ello ocurre si sus valores morales son tales que, para él o ella, la igualdad, o el bienestar de los menos favorecidos de la sociedad, o los derechos humanos, son factores completamente irrelevantes en sus decisiones políticas.
- O bien, un defecto en su forma de razonar. Defectos que, en el ejemplo concreto comentado, tendrán que ver con: aversión al riesgo ("más vale lo malo conocido..."), restricción de las alternativas consideradas ("a los comunistas, ni me los nombres"), autolimitación de la información que se maneja para decidir ("yo no escucho las noticias políticas, son un rollo"), identificación emocional, tradicionalismo ("soy votante del PSOE de toda la vida"), negación de la realidad ("Rubalcaba estaba en el gobierno de Zapatero por obligación, pero ahora que dirige él todo va a ser distinto"),... Y, en algún caso (limitado: casi nunca se posee suficiente información para ello), egoísmo e incapacidad para considerar los intereses de terceros ("el PSOE va a mantener el centro en el que trabajo, en cambio, el PP lo suprimiría").
Es decir, en el nivel del electorado, la democracia demediada parece funcionar, en términos generales, más sobre la base de sesgos cognitivos y de defectos morales en el razonamiento práctico que a partir de engaños manifiestos (sin descartar que estos se produzcan, excepcionalmente, en algún caso caso).
4. Poder social, ideologías hegemónicas y votantes perezosos: La pregunta, entonces, ha de ser más bien por qué l@s elector@s adquieren tales sesgos cognitivos y tales valores morales. O, más exactamente: explicar por qué ocurre esto, en la medida en que ello resulta evitable; pues hay una parte de los sesgos cognitivos que los estudios nos demuestran que, en condiciones de vida cotidiana (esto es, fuera del ámbito de la investigación científica), son imposibles de evitar. Pero, pese a ello, es cierto que el/la ciudadan@ crític@ es posible, existe: un(a) ciudadan@ con los valores morales correctos y que examina con racionalidad -con la máxima posible- sus alternativas de decisión como votante. ¿Por qué, entonces, parece que la mayor parte de l@s votantes no pertenecen a este grupo, sino al de l@s votantes que eligen mal, y por malas razones?
Dos son las explicaciones que se proponen: la primera apela a la irracionalidad de l@s elector@s (o, por mejor decir, a su aptitud para ser conducidos a comportarse irracionalmente); la segunda, a su racionalidad. Así, de acuerdo con la primera explicación, serían los procesos de socialización de l@s ciudadan@s los que, controlados de forma hegemónica por los poderes sociales, afectarían a sus creencias morales y a su forma de razonar en el ámbito político, volviendo ambas (en mayor o menor medida, según los casos), cuando menos tendencialmente, defectuosas. Ello ocurriría desde la familia, pasando por la escuela y hasta, en la etapa adulta, a través de los mensajes que se transmiten a través de los medios de comunicación (y en las asociaciones, en las redes sociales, etc., en las que el/a ciudadan@ vive).
Según la segunda explicación (la propia de la teoría de la elección racional), l@s ciudadan@s razonan y actúan, en el ámbito político, de forma notoriamente defectuosa desde el punto de vista racional sólo en apariencia. En realidad, la irracionalidad de sus decisiones existiría tan sólo desde el punto de vista colectivo, del bien común. Por el contrario, desde el punto de vista individual, la conducta de no preocuparse en demasía de adoptar una decisión óptima en materia política resultaría verdaderamente racional: a tenor de los costes, elevados, de decidir de forma máximamente racional (costes de información, entre otros), y de los escasos beneficios (puesto que el voto constituye un aporte mínimo al proceso de toma de decisiones colectivo), lo más racional para el individuo sería decidir "mal" (desde el punto de vista colectivo); más exactamente, no molestarse en hacerlo de la mejor manera posible.
5. Democracia, virtud política y justicia social: Me parece que ambas explicaciones tienen mucho que enseñarnos, cuando reflexionamos acerca de la realidad de las democracias y sobre lo que en las mismas puede ser (o no) mejorado. En efecto, parece evidente que las decisiones políticas moralmente incorrectas de l@s votantes vienen a producirse, ante todo (y sin descartar algunos casos de engaño directo, más bien residuales), por una combinación -variable, según los casos- de socialización moralmente defectuosa, manipulación por parte de los poderes y desinterés del propio sujeto. O sea, por una combinación de circunstancias externas que dificultan la decisión correcta con la desidia del votante mismo.
De esta manera, podemos extraer ya un primer aprendizaje: cambiar las democracias no puede consistir tan sólo en cambiar su diseño institucional, con el fin de asegurar la correlación entre la voluntad de los representantes y la de sus representados. Sobre esto se ha centrado en su mayor parte la crítica de la democracia representativa en los últimos tiempos. Y sobre ello volveré a continuación, puesto que sin duda es un ingrediente importante de una democracia de mayor calidad moral.
Sin embargo, creo evidente que obviar la cuestión de cómo se comportan l@s elector@s (esto es, demonizar a los representantes y mitificar al "pueblo") puede ser útil desde el punto de vista propagandístico (para dar a luz un discurso populista, que, al apuntar hacia los otros -l@s representantes- como "culpables" de todos los males del sistema político, resulta más fácil de aceptar por la ciudadanía que uno más crítico, que la ponga también a ella en cuestión). Pero no nos proporciona un diagnóstico adecuado de todo lo malo que ocurre en las democracias realmente existentes, ni claves suficientes para afrontarlo.
Por el contrario, una democracia de calidad pasa necesariamente por una ciudadanía también de calidad (moral): por una ciudadanía virtuosa. En esto, no me cabe duda, hay que darle la razón a la filosofía política republicana. Desde luego, será discutible el grado de virtud moral (en el ámbito de la actuación política) que resulta imprescindible. Pero lo que no puede discutirse, pienso, es que la democracia no resulta posible en una comunidad política en la que cada individuo es un idiotes (en el sentido griego originario: alguien que sólo se ocupa de sí, no de los asuntos públicos).
Todo lo cual tiene evidentes consecuencias prácticas: en una comunidad política en la que -como ocurre en las que albergan a los regímenes demoliberales- campen a sus anchas las relaciones de dominación y la desigualdad extrema, no será posible una democracia auténtica. Pues siempre habrá ciudadan@s, elector@s, que se hallen sometid@s de tal modo a los poderes sociales (en cuerpo -dependen de ellos para su subsistencia- y/o en alma -han sido socializad@s en la obediencia a los mismos) que no sean capaces de obrar como votantes virtuos@s. (Esto, por cierto, lo vieron ya tanto Aristóteles como Kant, aunque ellos extrajeran consecuencias conservadoras de tal certeza.)
Lo que, a mi entender, significa que no puede haber democracia auténtica sin transformación social. O, en otras palabras: que quienes reclaman "democracia real" sin exigir, al tiempo, igualdad material y ciudadanía universal (con derechos efectivamente accesibles, sin discriminación alguna, para todos y todas), reclaman un imposible. Tal vez -lo veremos luego- no sea ésta una condición suficiente, ya que, además, puede haber cuestiones de diseño institucional que mejoren o empeoren el comportamiento de l@s elector@s. Pero, desde luego, sí que es necesaria.
(continuará...)