A) Democracia real y democracia realista
0. Un texto ejemplar: Copio de la página de facebook de Democracia Real YA!:
Hasta hace relativamente poco tiempo, el ciudadano medio -el que ve la tele y lee los periódicos creyendo informarse- solía poner una mueca de incredulidad o de rechazo indisimulado cuando se le decía o mostraba que lo que él llama democracia -tal como ésta convencionalmente se concibe- no es sino un fraude de tamaño catedralicio, un montaje colosal, una estafa enorme, cuidadosa y sutilmente diseñada y sostenida por las fuerzas y poderes que -detrás delcolorido escenario de ideologías, partidos, instituciones y "opciones" electorales- realmente mandan: las corporaciones y los lobbies. Mayormente a fuerza de palos, despidos, abusos, recortes salariales y escándalos de todo tipo, parece que por fin empieza a ser de dominio público el conocimiento de la monumental farsa (rematadamente abyecta y criminal) que es esta “democracia”.
Y cuando decimos "esta", nos referimos al tipo de democracia -falsa- existente en la práctica totalidad de los países occidentales, sujetos al sistema impuesto por la élite global corporativa (enraizada en las sociedades secretas, y representada en sociedades "discretas", como el Grupo Bilderberg, la masonería, la OTAN, grupos G-X, Comisión Trilateral, Lobbies religiosos, etc...).
El sistema actual se puede denominar mejor corporatocracia, plutocracia o psicopatocracia, pero llamar a esto democracia es poco menos que una ácida ironía, o un chiste de mal gusto. Sólo la reducida -pero bastante lúcida- población de un pequeño país como es Islandia parece haber dado el pistoletazo de salida ejemplificante, en una u otra medida, a través de un sorprendente y firme proceso de limpieza institucional y cambios estructurales efectivos.
Es fundamental que se entienda, de una vez por todas, que ningún auténtico y duradero cambio colectivo en el exterior puede proyectarse en ausencia del correspondiente CAMBIO INTERNO en una cantidad suficiente de individuos (esto es, la masa crítica). La lucha contra las injusticias del sistema político actual en España tiene dos ámbitos: el primero consiste en demostrar que España no es una democracia y el segundo debe demostrar que el sistema y los gobiernos que lo gestionan son dañinos para el ciudadano, injustos, incapaces de solucionar los grandes problemas del país y basados en el engaño, la mentira y la manipulación.
Aunque compleja y difícil, la lucha por desenmascarar la actual "democracia" española y demostrar su perversión es tan lícita como obligada para cualquier persona informada que haya descubierto que no existe un sólo gramo de democracia en el actual sistema político español, transformado en una vil oligocracia de partidos que no respeta ni una sóla de las reglas y normas que regulan las democracias. Por fortuna, desenmascarar la perversión del sistema en España es fácil, porque sus grietas son enormes y porque su hedor le delata a distancia. El problema es que aquellos que viven del poder y gozan de sus privilegios utilizan todos los recursos del Estado en disfrazar la realidad con mentiras y engaños, consiguiendo que buena parte de la sociedad funcione anestesiada, sin criterios libres y objetivos, manipulada y envilecida desde el mismo poder que, en democracia, está obligado a mejorar la sociedad y conducirla hacia la felicidad.
Si a todo esto se añade la violación de otras reglas de la democracia como la lucha contra la corrupción, la defensa de los valores fundamentales y derechos humanos desde el poder político, la existencia de una sociedad civil fuerte e independiente que sirva de contrapeso al poder, la separación de poderes, la existencia de una prensa libre y crítica, capaz de fiscalizar a los poderes y el imperio de una ley igual para todos, queda demostrado, por encima de toda duda, que en España la democracia es una estafa y una auténtica quimera; un sistema cuyo único fin es usar a las personas como medios, como mercancía.
1. Las izquierdas y la (ausencia de) teoría política: Como se comprenderá fácilmente, el texto anterior constituye una expresión sintética de lo que buena parte de la izquierda contemporánea viene diciendo y pensando acerca de los sistemas políticos demoliberales: tanto por lo que hace al análisis (falsa democracia, manipulación de la opinión pública, dictaduras disfrazadas, etc.) como -aunque con menor precisión- en lo que se refiere a las alternativas (una "democracia real").
Análisis y propuestas que, en realidad, vienen a apoyarse en dos ideas -a estas alturas, ya venerables- de Karl Marx: su diagnóstico acerca del Estado como "consejo de administración de la burguesía"; y su alabanza a la Comuna parisina de 1871 como forma alternativa, de "verdadera democracia".
Es sabido, no obstante, que Marx nunca fue un verdadero teórico del Estado y que, a pesar de sus muchas intervenciones circunstanciales para analizar situaciones y programas políticos concretos, no llegó a elaborar (¡se negó incluso vehementemente a hacerlo!) una verdadera concepción del sistema político propio de la sociedad emancipada de la dominación. En mi opinión, esto es verdaderamente relevante: como la problemática práctica política bolchevique (así como la pobreza de su teoría jurídico-constitucional) vino trágicamente a demostrar, resulta un error notable intentar tomarse estas ideas de Marx como algo más que brillantes intuiciones; completamente insuficientes, sin embargo, para la praxis.
Me gustaría aquí, por ello, contribuir a desmontar viejos mitos acerca de la política y de la democracia, para sugerir alternativas realistas, que la izquierda debería acoger. Pues, como ya he apuntado en alguna otra ocasión, el wishful thinking constituye hoy, sin duda alguna, un grave problema para el pensamiento de las izquierdas. Y, al igual que en otros campos, también en el de la teoría y la filosofía políticas. En efecto, si no somos capaces de comprender lo que verdaderamente es posible (y lo que no), así como la forma en la que realmente funciona la dinámica de los sistemas políticos, mal vamos a poder aparecer como alternativas políticas creíbles. El tono elegíaco puede fascinar a veces; pero, a la larga, cansa (y no propicia precisamente la confianza).