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viernes, 10 de febrero de 2012

J. Edgar (Clint Eastwood, 2011)


¿Sería posible construir un biopic de Rudolf Höß (comandante del campo de exterminio de Auschwitz) sin hablar de política, ni de exterminio, ni de derechos humanos? Seguramente sí: podría hablar de su infancia, de sus noviazgos, de su matrimonio, de sus hijos, de sus gustos y aficiones,... Aunque, desde luego, lo que obtendríamos así sería una narración bien extraña: casi nada de lo que volvió a esta persona relevante para el resto de nosotr@s (su capacidad genocida, su obediencia ciega, su insensibilidad moral) aparecerían en escena. Sólo se me ocurre, entonces, una forma en la que tal hipotético biopic puramente íntimo del genocida resultase relevante, no meramente estrambótico: si la narración de su intimidad fuese capaz de hacer luz, reveladora, acerca de cuanto del personaje nos resulta verdaderamente relevante, su comportamiento público.

Clint Eastwood, sin embargo, en su última película parece intentar tan aventurada operación narrativa. O, mejor, lo intenta Dustin Lance Black, su guionista: a través de una construcción fragmentaria, hacer aparecer a John Edgar Hoover, sempiterno director del Federal Bureau of Investigation, creador de la policía política del régimen norteamericano, en su personalidad más íntima, más allá -o más acá- de su personalidad pública.

En efecto, para la construcción de su guión, Lance Black adopta dos decisiones que se revelan determinantes. Primero, focalizar la narración en torno al punto de vista del propio Hoover. Esto, por supuesto, concentra nuestra atención antes en sus proyectos e inquietudes que en los efectos (sociopolíticos) de sus actos. Y, por otra parte, decide no sólo narrar  través de un trenzado de saltos hacia delante y hacia atrás en el tiempo, sino, sobre todo, no contar "toda" la historia de vida de Hoover, sino solamente algunos momentos seleccionados.

Todo esto conduce a un único punto, me parece: a no saber, al final de la película, mucho más (por encima de la anécdota) acerca de la vida y la personalidad "reales" de Hoover de lo que sabíamos en un principio. Menos aún, por supuesto, a conocer algo de lo que de verdad parece más interesante: ¿qué papel cumplió en el régimen político norteamericano y en su aparato represivo? ¿Cómo llegó a donde llegó, logró hacer lo que hizo, con qué apoyos, con qué estrategias? En todos estos sentidos (tanto personales como políticos), la película resulta, en verdad, muy poco reveladora, bastante fútil.

La pregunta, de nuevo, ha de ser: ¿se puede hablar de un político sin hablar de política, y seguir diciendo algo de interés? Y la respuesta, me parece, es que no.

(En este sentido, no es tanto que la película sea complaciente con el personaje, que no lo es -de hecho, resulta cruel en muchos de sus retratos. Es que es tan limitada en el alcance de su narración que nada nos revela en realidad. Uno se acaba preguntando: ¿cómo es que este pobre tipo pudo gozar de tanto poder y hacer tantas -y terribles- cosas? Y la película no le proporciona datos para poder responderse. Precisamente: porque sólo una película más política podría haberlos proporcionado.)

Todo lo anterior, en todo caso, versa -como se habrá ya observado- ante todo sobre la construcción dramática del guión de la película. Pues el trabajo de dirección de Clint Eastwood es otra cosa: como casi siempre, delicioso, en su elegancia, sutileza y maestría. Capaz de provocar la emoción en muchas de sus escenas (por supuesto, un sentimiento superficial, a falta de un tratamiento temático y dramático de mayor calado en la narración), a causa de la notable interpretación de los actores y actrices, pero sobre todo por el estilo de su trabajo de composición visual. Que, en su clasicismo, sabe estar en el momento justo en el punto adecuado para suscitar la emoción y la revelación.

Lástima que, aquí, haya en realidad poco que revelar. (Como tantas otras veces, uno de los puntos débiles del cine de Eastwood está en los guiones de los que parte.)



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