A priori, la última película de Clint Eastwood posee todas las características que podrían volverla antipática (cuando menos, para mí): un tema irrisorio (no en sí mismo considerado -la muerte-, sino por la perspectiva desde el que es abordado -las llamadas "experiencias cercanas a la muerte/después de la muerte"); y un guión (de Peter Morgan) bastante superficial, en el tratamiento de los personajes, en el desarrollo de sus vicisitudes y en el entrecruzarse de sus historias.
¿Por qué, pese a ello, merece la pena verla? Sin duda alguna, por la maestría de Clint Eastwood como director. En efecto, con esos mimbres, Eastwood da una lección de cómo hacer una película (temáticamente, irrelevante, pero) brillante desde el punto de vista formal. Brillante, por supuesto, en el mejor sentido de la expresión: no exhicionista, sino precisa, ajustada. En donde la forma se adecua perfectamente al fondo narrado, para presentarlo en sus justos términos.
Eastwood, en efecto, es capaz mediante una sucesión de escuetas secuencias, de ir presentando a sus protagonistas, de hacernos comprender rápidamente su situación y motivaciones. De hacernos ver (y ello, en la historia narrada, resultaba esencial), sin necesidad de acceder a su mente ni de diálogos excesivamente explícitos, qué es lo que en cada momento de la trama sienten, por qué actúan como lo hacen.
Piénsese, si no, en qué hubiese ocurrido con un guión como este en manos de un director norteamericano más convencional: aunque, por suerte, no veo muchas películas así, tan sólo por los atisbos que tengo, puedo imaginar perfectamente el cóctel efectista y superficial que podríamos haber tenido que soportar. (Sin necesidad de llegar al caso extremo de Ghost, de Jerry Zucker, pensemos tan sólo -y es éste seguramente el ejemplo más ilustre que podríamos buscar- en Always, de Steven Spielberg.)
En suma: una película que nos sirve muy bien como campo de pruebas del análisis formal del cine, por resultar un ejemplo perfecto de una buena puesta en imágenes. Para nada más. Ni menos.