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viernes, 30 de abril de 2010

“Alice in Wonderland”, de Tim Burton: ¿de qué hablamos cuando hablamos de cine fantástico?



Resulta indiscutible que Alice in Wonderland, el extraordinario relato de Lewis Carroll (y su no menos extraordinaria continuación, Through the Looking Glass), constituye –además de otras cosas- uno de las (varias) obras paradigmáticas de la literatura fantástica. En efecto, la potencia fantástica de los textos de Carroll arranca de su facilidad para jugar con las leyes naturales y con las de la lógica, alterándolas, para construir así un mundo de extrañeza: parecido al real, pero leve (aunque significativamente) diferente.

Hay que reconocer, en este sentido, que trasladar a la pantalla ese mundo no es sencillo. De hecho, la mayor parte de las adaptaciones directas (en el nº 33, abril 2010, de Cahiers du Cinema-España, Àngel Quintana da un amplio repaso por adaptaciones y películas inspiradas en esta obra) han tendido a quedarse en la parte más anecdótica: en los personajes pintorescos que pueblan el relato. Acaso confesando entonces la incapacidad para construir todo el mundo que una verdadera trascripción cinematográfica del relato de Carroll demandaría. Acaso confesando que, en realidad, sólo un cine cosmogénico (en el sentido explicado en otra entrada de este blog) sería, acaso, capaz de construirlo.

Tim Burton opta por algo ligeramente diferente: por narrar una historia completamente realista, en la que lo único que varía respecto de lo que solemos entender por “realidad” (eso que, desde el punto de vista teórico, describen las ciencias y que –en el mejor de los casos- constituye además el punto de partida de nuestras decisiones prácticas) es que hay ciertas leyes naturales diferentes. Y, además, la historia realista pretende ser también una parábola, acerca de las consecuencias y responsabilidades del tránsito a la edad adulta (en la línea de Hook Steven Spielberg, 1991-, aunque aquella, al basarse en Peter Pan, la novela de J. M. Barrie, admitía mejor el tratamiento parabólico). Es obvio, por lo tanto, que ningún admirador(a) de Carroll –entre los que me cuento- podrá quedar satisfecho con la (presunta) adaptación, que no lo es en realidad, ya que en el camino se pierden todas y cada una de las riquezas que el texto adaptado contenía. Y no es posible quedar satisfecho, porque la obra de Carroll queda, así, desnudada de cuanto atrayente poseía: de la fantasía, en suma.

(Por lo demás, en tanto que película realista con ambientación pretendidamente “fantástica”, su argumento deja bastante que desear: estamos ante una película más de acción protagonizada por -¡signo de los tiempos del marketing de la industria del ocio!- jóvenes, en la línea de la trilogía de The Lord of the Rings (Peter Jackson, 2001/ 2002/ 2003), o de las varias películas en torno al personaje de Harry Potter. Nada, pues, original ni digno de mención.)

En mi opinión, la película de Tim Burton posee más interés como síntoma que por su valor (estético) propio. Revela, en efecto, a mi entender, muy a las claras alguno de los dilemas estéticos ante los que se halla paralizado el cine norteamericano mainstream (y, por extensión, el de otros países que en él se miran como modelo).

Y es que, por una parte, es claro que la temática fantástica reúne las características necesarias para dar fundamento a películas atrayentes para un amplio espectro de público potencial (¡el sueño de cualquier productor!): atrae a niñ@s, atrae a adolescentes, atrae a jóvenes, atrae y divierte a grupos importantes de adultos y, por si fuera poco, posee cierta pátina de prestigio que la hace más aceptable (que, por decir algo, la comedia, por ejemplo) entre críticos e intelectuales.

Y, sin embargo, por otra parte, el cine fantástico –el verdaderamente fantástico, quiero decir- resulta necesariamente desconcertante, ya que se apoya en el efecto de extrañamiento y en emociones que, , cuando son tomadas en serio, son incómodas … Y, debido a ello, con un potencial de repeler a las capas mentalmente más perezosas de dicho público (muchos adultos, muchos adolescentes, muchos críticos). Pensemos en David Lynch, por ejemplo: una película como Mulholland Drive, eminentemente fantástica resulta, a pesar de no acogerse al nicho de la “vanguardia” (como lo hacen Eraserhead o Inland Empire), poco atrayente para ese público perezoso… Como, de otro modo, tampoco lo son –para otro tipo de perezos@s- una película de John Carpenter, o una de Alexandre Aja. O, para el caso (para no dejar de lado el caso del cine de animación), una película fantástica de Hayao Miyazaki, que también aleja a sectores considerables del público.

En este dilema, parece que la solución hallada ha sido la de hacer películas con ambientación pretendidamente “fantástica” y, sin embargo, narración realista. Parece que las cifras de ventas les dan la razón. La cuestión es si quienes gustamos del verdadero cine fantástico seguiremos soportándolo y acudiendo, año tras año, al cine a ver esta categoría de películas para, una y otra vez, sentirnos decepcionad@s, ante la absoluta ausencia de cualquier fantasía auténtica.

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