¿Qué decir a estas alturas de Hayao Miyazaki que no haya sido ya dicho? Si, del conjunto del cine contemporáneo, una buena parte del mejor se está haciendo sin duda alguna en Asia, ello resulta también cierto por lo que hace al cine de animación. Y, dentro de él, Miyazaki es el rey.
La película, de 1988, por una de esos misterios insondables de la distribución cinematográfica, se estrena ahora en España. Y, como quizá, a estas alturas (después de haber podido ver obras maestras como La princesa Monokoke, El viaje de Chihiro o Ponyo en el acantilado) era ya de esperar, nos encontramos ante otra obra maestra más: se ve que la categoría de Miyazaki viene de lejos...
Primero, la historia: una historia de niñas vista -y esto es esencial- casi exclusivamente desde la perspectiva infantil. Una perspectiva en la que lo "real" y lo "fantástico" -si se me permiten las categorizaciones tópicas- aparece entremezclado, indistinto. En la que la fantasía opera como un arma (una más) para afrontar la resistencia de la realidad material a los deseos humanos: la enfermedad, la muerte, la soledad,... y el desamparo y la tristeza que ello provocan. (¿Cuándo aprenderemos las personas "adultas" esta lección infantil acerca del valor de la fantasía? ¿Por qué confiamos tanto en "magias" carentes de fundamento alguno -religión, éxito, dinero, reconocimiento social, posteridad,...- y tan poco en la fantasía y en la pasión verdaderas?)
Y, luego, claro, la fuerza visual de la película: la categoría visual de los dibujos, el perfilado de los personajes, la composición de los planos.
Todo ello, además, con una perfecta vinculación entre fondo y forma, difícil de lograr. Intentaré explicarlo con una comparación: no cabe duda de que las películas de John Lasseter y de su equipo son siempre visualmente perfectas. Y, sin embargo, no siempre las historias que las mismas nos narran están verdaderamente a la altura de este virtuosismo visual (no lo están, por ejemplo, a mi entender, en las varias partes de Toy story, en Finding Nemo o en Cars, que, siendo buenas películas y muy divertidas, dependen en demasía de tópicos argumentales clásicos del cine norteamericano, antes que de historias vivas -vale decir: de la vida), por lo que aparecen muchas veces como películas desequilibradas: técnicamente brillantes, pero un tanto faltas de vida, por manidas en su temática, argumento y personajes. (No diría lo mismo, sin embargo, de Wall-E, o de Up.) Pues bien, tal desequilibrio no amenaza en ningún momento a Miyazaki, ni siquiera en sus obras más fantásticas: todas ellas permanecen sólidamente ancladas en los problemas existenciales auténticos de los seres humanos. De niños y niñas, principalmente. Pero es que, precisamente, el hecho de que también en los personajes infantiles existan problemas existenciales -como, de hecho, existen en la infancia real- es lo que marca el carácter sólidamente humano de las películas de Miyazaki.
Todo ello, además, con una perfecta vinculación entre fondo y forma, difícil de lograr. Intentaré explicarlo con una comparación: no cabe duda de que las películas de John Lasseter y de su equipo son siempre visualmente perfectas. Y, sin embargo, no siempre las historias que las mismas nos narran están verdaderamente a la altura de este virtuosismo visual (no lo están, por ejemplo, a mi entender, en las varias partes de Toy story, en Finding Nemo o en Cars, que, siendo buenas películas y muy divertidas, dependen en demasía de tópicos argumentales clásicos del cine norteamericano, antes que de historias vivas -vale decir: de la vida), por lo que aparecen muchas veces como películas desequilibradas: técnicamente brillantes, pero un tanto faltas de vida, por manidas en su temática, argumento y personajes. (No diría lo mismo, sin embargo, de Wall-E, o de Up.) Pues bien, tal desequilibrio no amenaza en ningún momento a Miyazaki, ni siquiera en sus obras más fantásticas: todas ellas permanecen sólidamente ancladas en los problemas existenciales auténticos de los seres humanos. De niños y niñas, principalmente. Pero es que, precisamente, el hecho de que también en los personajes infantiles existan problemas existenciales -como, de hecho, existen en la infancia real- es lo que marca el carácter sólidamente humano de las películas de Miyazaki.
En resumen: una auténtica fiesta, audiovisual, pero también -y aquí se marca la distinción- narrativa. En verdad, no muchas películas resisten la comparación con una buena obra literaria. Esta, desde luego, sí.