Un ejemplo más -por si hacía falta otro- de que en cine es posible hacer buenas películas (tal vez no obras maestras, pero sí buenas películas) con materiales de derribo, si es que se sabe trabajar (como, evidentemente, Terence Fisher sabía hacerlo) la puesta en escena. Tercera de las películas que Hammer Film Productions dedicó a Dracula, y última dirigida por Fisher, es ésta, en mi opinión, la que más y mejor ha sabido trabajar el ambiente amenazante (y, en alguna medida, fantástico... aunque, en realidad, siempre he pensado que las películas de Fisher son más racionales (si incluimos también en la razón humana su componente emocional) que fantásticas) que el vampiro crea a su paso.
La secuencia de las vicisitudes de los cuatro viajeros ingleses en el castillo del conde es magistral y también son espléndidas -aunque no tanto- las otras dos pièces de résistance: el acceso del vampiro al monasterio y la destrucción final -para esta película- de Dracula, destruido por el agua y sumergido "para siempre" entre los hielos. Y es que, sobre todo en la primera de las secuencias mencionadas, recurre Fisher a la práctica (apuntada certeramente por Pedro Gutiérrez Recacha, en su semblanza del director) de emplear precisamente la cámara (antes que cualquier otro medio más convencional: el montaje, los ruidos, la música, etc.) como medio para generar lo siniestro en el seno de la escena. Lo que ocasiona que la inquietud se le presente al espectador como algo latente; perceptible, pero difícil de asir. Y es con ello con lo que la sensación de horror se vuelve dominante. (¿Cuándo lo aprenderán tantos directorzuelos de slashers?)