X

Formulario de contacto

Nombre

Correo electrónico *

Mensaje *

sábado, 5 de mayo de 2012

Desobediencia, revolución, proceso constituyente: reflexiones políticas


Algunas ideas (creo que bastante obvias, por lo demás) acerca de perspectivas políticas, a corto y medio plazo, que conviene recordar:

1ª) A estas alturas, parece evidente que la voluntad última de la oligarquía europea (más allá de la tan traída y tan llevada "crisis", que todo pretende explicar y justificar -¡pero no lo antipopulares que son las respuestas a la misma!) es aprovechar las perturbaciones financieras para quebrar el contrato social que, mal que bien, había sido implantado en Europa Occidental, al calor del antifascismo de posguerra. En otras palabras: la precariedad, la deuda, la privación de derechos, parecen haber "venido" -haber sido traídas- para quedarse entre nosotr@s, por mucho tiempo, si no lo impedimos.

2ª) Esto tiene una implicación política inmediata: dentro del sistema político (español, aquejado además de tantos otros males: carencia de mecanismos de participación, oligarquía económica y financiera dominante, monarquía impuesta, impunidad de las pasadas -y no tan pasadas- violaciones de derechos humanos, etc.), parece casi imposible imaginar una solución alternativa. Es decir, que sea realmente democrática y respetuosa con los derechos humanos de la gran mayoría, así como con sus intereses y con su voluntad. Esto vale también para la demediada Unión Europea (aún menos democrática, si cabe, todavía más neoliberal, si es posible, que el marco constitucional del Estado español: porque el europeo fue pensado así desde un inicio, mientras que el español, que resultaba ambivalente en su diseño inicial, ha ido degradándose progresivamente hasta acabar en lo que es hoy).

3ª) Así pues, parece, no hay alternativa: o cambiamos el sistema político, o nos sometemos (o protestamos indefinidamente, hasta el agotamiento, de un modo -por más que heroico- por completo impotente).

4ª) ¿Cambiar el sistema político? ¿Cambiar hacia la democracia real, en la que predominen los intereses de las mayorías populares? ¿Es decir, abrir un nuevo proceso constituyente (verdaderamente democrático), quebrantando la legalidad del sistema vigente e iniciando nuevos tiempos? Según la experiencia comparada, ello sólo ha ocurrido en tres contextos muy específicos: a) mediante golpes de Estado sucedidos desde dentro del propio sistema político (en el que sectores del aparato burocrático-militar del sistema, o bien parte de sus partidos políticos, o una combinación de ambos, se desmarcan del sistema y aprovechan los recursos de que disponen dentro del mismo para cambiarlo); b) a través de una guerra (guerra internacional o guerra civil); c) y, de forma más infrecuente, en momentos de gran conmoción social, a través de un cambio de mentalidad y de comportamiento político en sectores amplios y relevantes del electorado, que les conduce a hacer caso omiso a unos (desacreditados) líderes políticos "respetables" y a sus medios de comunicación, para volverse hacia otros más "populistas" (las etiquetas, desde luego, las ponen quienes controlan los medios de comunicación dominantes), dispuestos a superar la legalidad constituida y a superar el proceso.

5ª) Descartemos (al menos, por el momento...) el primero y el segundo de los escenarios. Entre otras cosas, porque no parece que podamos, desde los movimientos populares, tener una incidencia directa, hoy por hoy, sobre su eventual desenvolvimiento (actualmente, puramente hipotético). En todo caso, si nos concentramos en la tercera situación, es fácil comprender que provocar un cambio tal en la forma de pensar y de comportarse políticamente de la ciudadanía, tan sólo puede estar -tal vez- a nuestro alcance en circunstancias excepcionales. (En circunstancias normales, en efecto, el comportamiento político de l@s ciudadan@s suele ser extraordinariamente estable y consistente, como revelan todos los estudios.) Pero, precisamente, podría ser que ahora estuviésemos, o nos estuviéramos aproximando, a una de dichas situaciones excepcionales: aquellas en las que l@s ciudadan@s dejan de sentirse suficientemente orientad@s, en lo que se refiere a su comportamiento político, por las escalas de valores, las certidumbres y las creencias adquiridas y consolidadas a lo largo de toda su (historia de) praxis política.

La razón, por supuesto, de dicha excepcionalidad no es sólo socio-económica, aunque también, sino, sobre todo, de índole jurídico-política: estriba en el hecho de que los propios poderes constituidos del sistema político están violando constantemente, tanto la letra como (sobre todo) el espíritu, del marco constitucional del que el sistema, en su momento (1978 y alrededores, en el caso español) se dotó. Ejemplos los tenemos, desde luego, a docenas en los últimos años: la forma en la que se adoptó la reforma constitucional para sacralizar el principio de estabilidad presupuestaria y la prioridad crediticia de la deuda pública, la privación de aspectos importantes de derechos económicos, sociales y culturales (constitucional y legalmente reconocidos), la alteración unilateral de los equilibrios de poder (en la negociación laboral, en la descentralización del Estado, en la autonomía universitaria, etc.),...

En un contexto como el (someramente) descrito, la ciudadanía empieza a ver como incierto lo que hasta entonces no lo era. Y busca orientación: nuevas orientaciones. (Ubicarse, pues, en un nuevo lugar político: nuevas alianzas, nuevos enemigos, nuevos contenidos.)

6ª) Que encuentre, o no, tales orientaciones entre los movimientos populares y las fuerzas progresistas depende tanto de la capacidad de éstas y de aquellos para elaborar sus ideas (¿qué modelo de sociedad -y de economía, y de democracia- defendemos?), como de la que tengan para visibilizarlas, para hacerlas accesibles. En este sentido, y aun en momentos de desorientación, las fuerzas de conservación del régimen parten siempre (en ausencia de un gran trauma colectivo: guerra,...) con ventaja: porque tienen más poder, porque tienen más recursos, tanto materiales (y coercitivos) como simbólicos.

Así pues, de la desorientación y de la crisis no se deriva necesariamente más que descontento. Pero no es forzoso que tal descontento acabe en revolución progresista. (Aclaración terminológica imprescindible: "revolución" -con minúscula- es un cambio de sistema político, de marco constitucional, realizado sin respetar los procedimientos de reforma del sistema precedente. Ni más ni menos. Es, pues, ante todo un concepto jurídico-político. No me refiero, por lo tanto, aquí a la "Revolución" -con grandes mayúsculas-, ese acontecimiento mítico que, de acuerdo con la escatología marxista y anarquista, traería el definitivo reinado del bien a la tierra. Descreo de tal mito, propio de una filosofía de la historia inadmisible, pero admito -y propugno- cambios jurídico-políticos radicales, inconstitucionales, cuando los mismos resulten moralmente deseables.) Pueden, muy al contrario, también terminar en (la versión contemporánea de) el fascismo; o, en una versión algo menos dramática, en un Tea Party a la europea.

7ª) ¿Qué hacer, entonces, en ausencia de una amplia disponibilidad de los recursos del poder? Me parece que sólo existe una alternativa (además de resignarse -y hablar y hablar, sin hacer, es resignarse en realidad): hay que contraponer, al poder, la desobediencia.

La desobediencia, en este contexto, posee un sentido eminentemente político, no solamente moral (aun cuando, por supuesto, pueda ser también cumplimiento de un deber moral: desobedecer a las leyes injustas). La desobediencia es, en efecto, la forma de hacer visibles nuestras alternativas, en la praxis (y no sólo en la mera retórica): nuestro cuestionamiento de un sistema político que deviene impotente, caduco, mendaz; y nuestra voluntad de cambiarlo de raíz. También, en alguna medida, de la dirección en la que caminan nuestras propuestas políticas alternativas. (Pero nunca de su contenido exacto: hay que rescatar las lúcidas andanadas de Karl Marx en contra del utopismo, que pretende operar al margen de los procesos sociopolíticos reales.)

Es obvio que las afirmaciones anteriores plantean tan sólo un enfoque estratégico. Las tácticas, por supuesto, a emplear (los momentos, los objetos, los sujetos, los métodos, los límites) de la desobediencia pueden y deben ser discutidos. Me importa ahora, no obstante, más reafirmar el principio.

8ª y última) En conclusión, pues, no puede haber proceso constituyente sin cuestionamiento y destrucción del sistema político precedente. Y tal cuestionamiento y tal destrucción no ocurrirán, en ningún caso, si no se comienza por desobedecerle. Por poner de manifiesto, en la práctica (no sólo con palabras), que el sistema es injusto, que no funciona, que efectivamente no nos representa (que negamos -también en la práctica- que lo haga). Y que estamos dispuestos a construir una alternativa. Y, para ello, a enfrentarnos con su legalidad, en nombre de una nueva legitimidad (más democrática, más popular, más respetuosa con los derechos humanos).

Desobedecer es, pues, empezar ya a construir. Y, con ello (y -no nos engañemos- con la represión subsiguiente), forzar a la ciudadanía a tomar partido  (¿con el sistema o con el nuevo proceso?), a abandonar cualquier indiferencia. Pues la desobediencia es, en sociedad (y publicitada y explicada), una interpelación, plena de significación moral y política: desde el punto de vista moral, viene a decir que el sistema actual es injusto e ilegítimo; en el plano político, apunta hacia otro sistema (hacia sus valores, hacia sus objetivos, hacia su forma de soberanía) e invita a l@s ciudadan@s a acompañar a los movimientos en un proceso constituyente.

Se trata, por lo tanto, de un camino, paralelo e inverso, de empoderamiento (de los movimientos) y de desapoderamiento (de los poderes constituidos, del sistema que queremos destruir). Pues, al cabo, cualquier proceso constituyente -que no sea pura palabrería- versa, antes que nada (antes de que tenga sentido empezar a discutir sobre ética, derechos humanos o teoría de la justicia), acerca del poder social: del poder necesario para construir un nuevo sistema político. Frente a los poderes sociales de la banca, de la gran empresa, de los terratenientes (y sus adláteres, políticos y mediáticos), nuestra arma ha de ser el apoyo popular. Que no puede ser tan sólo -aunque también sea necesario- electoral, ya que el sistema político está lo suficientemente "bien" diseñado, en términos de poder, como para que casi cualquier resultado electoral posible (dada la gran desigualdad de posiciones y de recursos de la que se parte, entre fuerzas de conservación y fuerzas del cambio) sea asumible, sin cuestionar las bases esenciales del mismo. Por el contrario, el apoyo ha de estar dispuesto a ir más allá de las instituciones constituidas, a pensar otras nuevas y a empezar a construirlas. Y, para ello, la desobediencia debe operar como una forma de ejemplaridad pública, y  como una señal de salida en la carrera hacia el nuevo sistema.

¿A partir de ahí? El futuro no está escrito, desde luego... Pero podemos favorecerlo. Aunque también podemos descartarlo, volverlo imposible.


Más publicaciones: