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viernes, 10 de junio de 2011

Movimiento 15-M y empoderamiento popular: el caso del espacio público


Es claro que, hablando en términos generales (y, por supuesto, con honrosas excepciones), el Movimiento 15-M ha pillado in albis a buena parte de la izquierda española. Ello ha favorecido reacciones que, por apresuradas (agobiadas por el afán de comprender), han sido muchas veces desmedidas: desde un entusiasmo revolucionario completamente fuera de lugar hasta, en el otro extremo, desconfianzas abusivas (acompañadas -es el signo de tiempos de abundancia de información y escasez de certidumbres- de variadas tesis conspiratorias).

En este sentido, es llamativo que lo que más ha hecho y sigue haciendo desconfiar a cierta izquierda (que, hay que recalcarlo, es una minoría) en relación con el movimiento es la cuestión de la identidad, y de los símbolos de la misma: desconcierta la ausencia de afirmación de identidad izquierdista; indigna la ausencia de los signos -convertidos ya en tradicionales- de dicha identidad (bandera republicana, bandera roja, hoz y martillo, símbolos anarquistas, etc.) y la ausencia de cualquier referencia a la misma, y a sus organizaciones.

No obstante, parecería -a mí me lo parece, cuando menos- que hay que distinguir entre el análisis sociológico y el análisis político: desde el primer punto de vista, es claro que existe una notoria diferencia generacional, entre las experiencias identitarias de la izquierda más tradicional (aquella en la que, por ejemplo, yo fui educado) y las de quienes se reclaman parte del movimiento; movimiento que, de hecho, está sirviendo como lugar de socialización política (o, al menos, de consolidación de la identidad política) de nuevas generaciones (como, por ejemplo, lo fue para mí la resistencia contra la permanencia de España en la OTAN).

Y, sin embargo, cualquier análisis político -digno de tal nombre- debería ser capaz de rehuir estas cuestiones sociológicas, para concentrarse antes en la naturaleza del conflicto (político) que sale a a luz gracias a la acción del movimiento social y en el rol que el mismo asume dentro del conflicto. Es obvio, por ejemplo, que la mayor parte de las revueltas populares que en el mundo han sido no se han hecho en nombre de valores morales y políticos radicales y revolucionarios, sino en nombre de la reivindicación de la "tradición" (inventada, a veces) y de los derechos adquiridos. Pero ello no impedía (Marx y Engels, por supuesto, y con ellos toda la tradición comunista, lo tuvieron siempre clarísimo) que, de hecho, estas revueltas "tradicionalistas" tuviesen una potencialidad política progresista enorme: precisamente, porque, de hecho (y con independencia de qué identidades reivindicasen explícitamente), estaban poniendo en cuestión las relaciones de dominación, aunque fuese a partir de razones teóricamente poco convincentes.

Si, entonces, armados de este bagaje crítico (y de la correspondiente apertura de miras), nos aproximamos -una vez más- al Movimiento 15-M, vemos inmediatamente que (como ha comprendido la mayor parte de la izquierda) el movimiento está, desde luego, planteando la defensa de los derechos (políticos, sociales), lo cual es ya muy importante, en tiempos habituados al miedo y al conformismo. Pero me gustaría destacar algo más: que, más allá de la defensa de los derechos que constituye el contenido explícito de su programa, y tal vez sin buscarlo intencionadamente, lo cierto es que el movimiento, con su praxis, está poniendo también en cuestión, de forma más contundente, relaciones de dominación. Y, acaso, a medio plazo sea esto aún más importante, para la dinámica política, que los derechos que se reivindican. (Pues la reivindicación y recuperación de derechos parece -todo hay que decirlo- improbable que tenga éxito únicamente a través de la movilización callejera, sin una articulación política más compleja del movimiento, aún inimaginable.)

Hace falta, en efecto, toda la ingenuidad de un movimiento joven y "apartidista" para poner sobre la mesa, sin ambages y sin sobreentendidos, lo evidente: que la dominación, sin el consentimiento de l@s dominad@s y sin justificación racional ulterior, es injusta. Como el niño del cuento de Hans Christian Andersen, es esto lo que el Movimiento 15-J viene haciendo, de forma constante, cada día, con sus prácticas: poner de manifiesto que, en realidad (y contra lo que veníamos fingiendo), el rey está desnudo. Y, a estos efectos, no importa tanto (sí a otros, por supuesto) si el discurso explícito que pretende justificar sus actuaciones resulta muy completo, muy coherente y muy inmediatamente realizable. Basta con que las prácticas sigan siendo lo suficiente (e ingenuamente -y, tal vez por ello, más demoledoramente) antagonistas.

Consideremos el caso del derecho al uso del espacio público. Hace meses, publicaba yo un artículo (de orientación político-criminal) en el que intentaba poner de manifiesto lo insostenible de la concepción usual de los delitos contra el orden público. Y, en especial, de la interpretación de delitos tales como los de desórdenes públicos, de desobediencia y resistencia a la autoridad y de manifestación ilícita. Sostenía allí que hablar de un genérico bien jurídico "orden público" como objeto de protección penal tiene una significación política esencialmente autoritaria. No sólo dificil de compatibilizar con el derecho humano a la libertad de reunión y de manifestación, sino, además, tendente a reforzar la dominación sobre los sectores sociales más subalternos y marginados: a reforzar, en suma, el control social (de los poderosos, a través del aparato represivo estatal) sobre los espacios públicos.

En efecto, en la medida en que el "orden público" es un concepto valorativo esencialmente vacío, en la práctica es interpretado, definido y configurado siempre por decisiones administrativas discrecionales (y aun arbitrarias): desde la decisión del alcalde o delegado gubernativo hasta la del último policía que lleva a cabo redadas o que pertenece a una escuadra antidisturbios. Porque son ellos los que deciden que -por ejemplo- una despedida de solteros resulta aceptable, pero una concentración que protesta contra la corrupción no lo es; una exposición callejera de una marca de bebidas puede ser tolerada, pero no una performance con fines artísticos; etc. Se trata, pues, de una forma de encubrir la arbitrariedad y el ejercicio desnudo de la coerción, bajo el manto del Derecho. Sugería yo, por ello, que sólo redefiniendo el concepto de orden público (sustituyéndolo, en suma, por otro más concreto) era posible dotar de un contenido respetuoso con las exigencias de seguridad jurídica y de justicia a estos delitos. Como es sabido, no es ésta, en absoluto, una cuestión baladí, puesto que los delitos contra el orden público, en su actual configuración e interpretación, constituyen uno de los instrumentos más últiles para dar cobertura a la represión y a la violencia policial (el argumento es: si hay delito contra el orden público, siquiera sea presunto, entonces la violencia policial tiene una base, puede llegar a estar justificada -pero, claro está, si hay o no presunto delito contra el orden público lo decide, discrecionalmente, la propia policía...).

Lo dicho resulta perfectamente aplicable a lo que estamos contemplando estos días: las escaramuzas que (todavía, de forma tímida) empiezan a empeñar a las fuerzas de seguridad en la represión del Movimiento 15-M; unas escaramuzas que dan toda la impresión de no ser más que el inicio de una oleada de represión, a medida que el movimiento se implique más y más en el cuestionamiento de las bases de la dominación socioeconómica y del sistema político. A pesar de las repetidas acusaciones de que el movimiento habría recurrido a la "violencia" (y, por supuesto, de otras, más peregrinas, de que estaba en manos de miembros de organizaciones "terroristas"), es obvio que hay que emplear un concepto extremadamente amplio de violencia (esto es, un concepto falso de ella) para poder afirmarlo en serio. Y, en todo caso, es evidente también que la supuesta violencia empleada nunca justificaría actuaciones policiales indiscriminadas, en contra de los derechos fundamentales de libertad (cuando no en contra de la integridad física) de cientos de personas.

No, es claro que la supuesta violencia constituye tan sólo una excusa. Esto lo vio acertadamente (y, tal vez por ello, por ser tan clara en su argumentación, fracasó tan estrepitosamente en su intento represivo) la Junta Electoral Central, cuando pretendió acabar con las primeras acampadas: el problema al que se enfrentó explícitamente no era el de la hipotética violencia del movimiento, sino que era más bien -y todavía lo es- el hecho de que un espacio (público) que, a efectos de su uso político, sólo debía ser empleado (así rezaba la ortodoxia de los guardianes del "orden público") para manifestaciones autorizadas (discrecionalmente, más o menos arbitrariamente, por la autoridad administrativa) o para actos electorales (también autorizados, también discrecionalmente, también por la autoridad administrativa), pretendía ser utilizado y usufructuado por una iniciativa ciudadana no regulada ni autorizada, y con fines manifiestamente políticos. Y ello, conforme a los autoritarios parámetros de la preservación del "orden público" predominantes en nuestro ordenamiento jurídico, resultaba inaceptable.

Es precisamente por ello por lo que la policía recurre a la represión de las concentraciones y manifestaciones (ahora del Movimiento 15-M, aunque ello ha venido siendo la práctica habitual): rara vez porque l@s manifestantes hayan recurrido a la violencia (en ningún sentido propio del término), sino porque se negaban a acatar las órdenes emanadas de la autoridad administrativa (que, repito, podía ser un simple agente), acerca de qué usos del espacio público resultaba o no pertinente ("conforme a Derecho").

Y, sin embargo, el desafío (al menos, hasta ahora)  ha triunfado: gracias a la desobediencia promovida por el Movimiento 15-M, la calle ha vuelto -por el momento- a ser, un poco más, de tod@s. Y no sólo de quienes ostentan la potestad administrativa, tan discrecional que deviene prácticamente arbitraria, de decidir quién puede estar en la calle y para qué. Una potestad que, según nos demuestra la experiencia, es aprovechada ante todo para favorecer a los grupos de intereses privados (empresas, asociaciones y ONGs "amigas", etc.), con escasa consideración hacia la justicia distributiva en la utilización de los espacios públicos. Lo que, claro está, pagan sobre todo disidentes y marginados: los movimientos sociales más minoritarios y/o reprimidos (movimiento okupa, movimiento ecologista, ciertos grupos políticos minoritarios, etc.), los grupos sociales más discriminados (prostitutas, mendigos, personas sin hogar, inmigrantes sin documentos, etc.). ¿Cuántas veces no hemos visto a un alcalde haciendo que la policía desalojase un salón de plenos, para evitar una protesta, a un delegado gubernativo impidiendo un acto callejero, a la policía disolviendo violentamente -aquí sí- una protesta o una celebración pacíficas?

De esta manera, el Movimiento 15-M, probablemente sin ser del todo consciente de lo que está haciendo, contribuye a recuperar poder sobre el espacio público: gracias a su visibilidad mediática, y a su capacidad para generar solidaridad, está transfiriendo parte de dicho poder desde las autoridades políticas y administrativas (tan influenciables por los grupos de presión) hacia la espontaneidad social y ciudadana. Es obvio, esto también tiene sus riesgos: al lado del movimiento okupa, podremos tener que soportar a grupos neonazis; y, por otra parte, siempre será necesario un límite (no, desde luego, el que los sedicentes portavoces de los comerciantes de la Puerta del Sol reclaman) a las actividades "molestas", por mor de la coordinación de la interacción social. No obstante, siendo cierto todo esto, también lo es que se trata de problemas que tienen solución.

Una solución que no pasa, como se ha pretendido, por la gobernanza autoritaria del espacio público, sino por: a) una consideración atenta a las cuestiones de justicia distributiva implicada; y b) la instauración de mecanismos democráticos participativos de calidad, que permitan adoptar decisiones sobre estos problemas escuchando y considerando todos los intereses y todos los argumentos.

Quiero creer que el ejemplo que acabo de considerar constituye una buena muestra de las prácticas antagonistas de este movimiento, tan incipiente y tan prometedor. (Es incipiente, pues, por ejemplo, no basta con arrebatar poder, hay luego que ser capaz de distribuirlo -más allá de l@s activistas, de origen no marginal, que pueblan el movimiento- a quienes lo merecen: también, pues, a los grupos sociales más marginados, por ahora casi ausentes del imaginario del movimiento) Veremos lo que los próximos tiempos -sin duda, interesantes- nos deparan a este respecto.

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