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viernes, 18 de octubre de 2019

Joker (Todd Phillips, 2019)


Me parece que hay dos formas completamente diferentes de contemplar una película como Joker. Las dos, desde luego, perfectamente válidas, pero cada una de ellas nos arrastra en una dirección radicalmente distinta, si se trata (como siempre se trata, en el fondo, en cualquier valoración estética de una obra) de obtener experiencias y aprendizajes de la contemplación.

En efecto, parece evidente, de una parte, que Joker, en tanto que reconstrucción de la prehistoria de uno de los personajes más representativos de una saga de cómics, sobresale notoriamente por encima de los timoratos intentos -constantemente fallidos- de tantas películas contemporáneas de superhéroes  de proporcionar una visión adulta de sus personajes y de los dilemas que les atrapan y movilizan. Así, mientras que esa gran mayoría de películas no pueden ocultar el hecho de que los brochazos de vida interior que pretenden atribuir a sus protagonistas son puro adorno, porque lo que verdaderamente importa es la acción (que es lo que, al fin y al cabo, parecería arrastrar a las salas de cine al público potencial de esas franquicias), en Joker, en cambio, la representación de la vida psíquica del personaje ocupa, sin duda alguna, un lugar central en la narración, lo cual constituye un avance indudable. Además, esa vida psíquica es en Joker algo mucho más elaborado y creíble, más complejo también, que las someras manifestaciones de angustia adolescente que tanto superhéroes, eminentemente inmaduros, parecen sufrir (pienso, por ejemplo, en Spiderman o en Captain America, en las películas recientes que les tienen por protagonistas). Aquí, por el contrario, se trata de representar la vida psíquica de una persona adulta (bien que enferma). Lo cual, en todo caso, resulta siempre mucho más dificultoso, pero interesante. Y ese desafío es enfrentado por la narración de la película de un modo bastante satisfactorio.

Sin embargo, creo, de otra parte, que es posible y necesario aproximarse a una película como Joker también desde otro punto de vista (más adulto, menos apegado a las convenciones críticas del cine comercial), dejando para ello un tanto de lado su vinculación con el universo narrativo del cómic, para contemplarla como un objeto narrativo autónomo. Si se adopta esta actitud, lo que se contempla es un notable (aunque no necesariamente valioso) ejercicio de estetización de las violencias sociales de la contemporaneidad. Pues, desde esta perspectiva, lo que Joker muestra no es sino el conjunto de ejercicios de dominación que suelen recaer, de forma habitual, sobre el sector más lumpen de la clase trabajadora, en cualquier sociedad de clases que se precie (y, como se encarga de enfatizar la pelícla, Gotham City lo es en grado sumo). En este caso, un individuo pobre, procedente de familia monoparental, aquejado de una enfermedad mental, subempleado, con escasas habilidades sociales, víctima de acoso,... soportando la habitual mezcla de desprecio, maltrato y conmiseración que nuestras sociedades suelen reservar para esta clase de personas.

Hasta aquí, entonces, podríamos estar hablando de una narración cinematográfica prototípica del cine del realismo social, en su vertiente más melodramática. Pero, por supuesto, lo que caracteriza a Joker es que (amparándose en el hecho de ser una película inspirada en un personaje de cómic) opta por otorgar un tratamiento muy específico a la historia narrada. Pues ocurre que Todd Phillips, su director, decide utilizar la historia para construir una suerte de delirio pop, extremadamente influido (aunque, según yo lo veo, tan solo en un plano puramente superficial, meramente formal) por las maneras del cine norteamericano de la década de los 70 del pasado siglo (se ha destacado especialmente la influencia del cine de entonces de Martin Scorsese), en el que la inestabilidad de la mente de Arthur Fleck (Joaquin Phoenix) sirve como pretexto para una representación kitsch de sus espectros, muy influida también por la estética del cine musical.

Sin duda, la representación resulta brillante y llamativa: un ejemplo característico de eso que se dio en llamar la "estética de videoclip"; o, expresándolo con mayor rigor teórico, de la imagen neobarroca. Con el habitual abigarramiento de referencias culturales, la exagerada teatralización y la tendencia a la alegoría, rasgos todos ellos que caracterizan a esta tendencia. Justamente, ha sido esa elección estética la que ha permitido que lo que en el fondo no es sino un melodrama social haya sido recibido en olor de multitudes, por un público que rara vez se aproxima a ver cine social.

La pregunta que hay que hacerse, no obstante, es si dicha brillantez formal contribuye en algo a redondear la eficacia de la narración. Podría pensarse que sí: al traducir en un lenguaje apto para un público masivo (y sobre todo, de manera particularmente significativa, para un público joven) tópicos propios del melodrama social, haciendo llegar así su mensaje a donde nunca llegan obras más emblemáticas del subgénero. Con todo, la representación narrativa de dichos tópicos no sale indemne de su formalización a través de un estilo audiovisual tan acotado como es el neobarroco. Pues, en efecto, una representación narrativa neobarroca de la dominación social no puede concluir sin su(s) momento(s) de apoteosis. De manera que, en dicho marco estético, resulta obligado falsear cuanto sea necesario la representación de las secuencias causales y de las reacciones psíquicas humanas, para asegurar que tales instantes apoteósicos tengan su lugar en la narración: instantes de violencia  catártica, momentos de caos social fascinador, minutos de aprehensión de sus propios fantasmas internos -siempre representados visualmente con brillantez- por parte del protagonista, fugas de irrealidad presentadas como pasos de baile,...

Todo extremadamente llamativo, manteniendo en cada instante la atención del/la espectador(a). Lástima que apenas quepa admitir que algo de lo que así se representa se corresponda, ni de lejos, con la realidad (de la dominación, de la enfermedad mental, del desorden social), sino más bien con fantasías -un tanto pueriles- de quien apenas se ha aproximado a ella. El problema, por supuesto, no es que tales fantasías puedan existir, y llegar a un determinado público, y divertirle. El problema surge cuando gentes que desconocen el trasfondo social a partir del que las fantasías han sido cuidadosamente elaboradas (porque se las está gobernando de manera que les resulte costoso romper el telón de las representaciones y acercarse a la materialidad de la injusticia social) toman "sus" fantasías (las fantasías que les han ofrecido, para que se las apropiasen como suyas) por esa realidad. Y piensan y obran como si así fuese.

(Para descender esta reticencia y esta preocupación a lo concreto: ¿no tendrá que ver mucho del infantilismo político y del predominio del wishful thinking, que condicionan tanto a los movimientos sociales contemporáneos con pretensión emancipadora, con esta dificultar para distinguir entre la realidad de la sociedad de clases y sus representaciones fantasmáticas?)




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