The ambassadors es la narración del proceso de liberación y de toma de conciencia de un sujeto. Pero es una narración que, como ocurre siempre con la mejor literatura (y sucede en las obras mayores de Henry James), es capaz de poner de manifiesto, en su recorrido, las necesarias ambivalencias de dicho proceso. Porque, en efecto, cobrar conciencia, "liberarse" (de los prejuicios y miedos heredados), son siempre acontecimientos de significación ambigua. Y es mérito de James el de ser capaz de expresar dicha ambigüedad y dicha ambivalencia a través de la descripción de las transformaciones acaecidas en la conciencia de su personaje protagonista, Lambert Strether, ese "embajador" que acaba por renunciar a su cometido y afrontar su construcción como sujeto autónomo.
La novela comienza, así, como la historia de un viaje: el viaje de esos dos embajadores de los prejuicios provincianos de la burguesía de una ciudad norteamericana, trasladados a la "capital del vicio y de la decadencia europea" que suponen que es París, y enfrentados a las realidades -pretendidamente cosmopolitas- de éste. En este viaje, Strether parecería representar el prototipo de palurdo fascinado por la civilización: dotado de la suficiente sensibilidad para llegar a comprender que las categorías con las que se maneja la vida social en Woollett (su ciudad de origen) resultan demasiado limitadas y pobres; que es preciso abrirse a nuevas experiencias, a nuevos modos de mirar, de pensar y de actuar. Del sujeto que descubre posibilidades insospechadas de existir y de relacionarse con l@s demás, y decide explorarlas.
De este modo, en un primer momento, la historia parece ser la de un tránsfuga: la de alguien que renuncia a ser aquello que ha sido llamado a ser (un comisario, un vigilante), para explorar otras posibilidades de existir.
Y, sin embargo, lo más interesante de la novela es el hecho de que su historia no se detenga aquí. Pues, si se hubiera quedado en ello, nos habríamos encontrado ante una verdadera "historia ejemplar": una camino de autoconocimiento, de perfeccionamiento, de tránsito hacia la excelsitud.
Pero ocurre que lo que Streher acaba por descubrir, para su sorpresa y desaliento, es que también la vida liberada resulta plagada de miserias y desengaños. Otras miserias y otros desengaños, claro está: el amor romántico (contrapunto ideal de los matrimonios de conveniencia que aún se estilan entre la burguesía de su ciudad de origen), convertido en tapadera del más pedestre deseo sexual, y renunciable según evolucionen las conveniencias; la aspiración a la sublimidad como poco más que pura palabrería, motivo para marcar distinciones (de clase) y medrar mejor; los afectos, sometidos a intereses mercantiles y de ascenso social...
Porque, en realidad, aun cuando sea Lambert Strether el personaje desde cuyo punto de vista está narrada la historia (se trata, pues, de una narración con focalización interna, atenta a la conciencia del personaje protagonista, aun cuando sea narrada por un narrador externo y omnisciente), el personaje verdaderamente más interesante, a la hora de dar lugar al efecto estético (de revelación) perseguido, es más bien el de Chad Newsome: un individuo que ya se ha liberado del provincianismo y que ha sido capaz de convertirse en un auténtico ciudadano cosmopolita; culto, refinado, conocedor de la alta sociedad parisina, de sus maneras, de sus relaciones, de sus mujeres.
Un individuo que, no obstante, acaba por revelarse (para sorpresa y escándalo de Strether) como otro ejemplo más -distinto, pero no mejor- de la mentalidad burguesa, del que supuestamente ambos estarían huyendo: alguien calculador, obsesionado por medrar, por aparentar, por poseer. Pero incapaz en realidad de ir más allá de tales apariencias y habilidades: incapaz de luchar verdaderamente por una vida diferente y mejor.
Y es que -nos viene a contar la novela- el tránsito de las maneras de la burguesía tradicional decimonónica a los modos de conducta de la nueva burguesía "moderna" no viene a ser, en verdad, sino una modificación de estilos, de apariencias: la misma racionalidad calculadora y de apropiación (la misma ideología del -diría C. B. Macpherson- individualismo posesivo guiando), aunque aparezca revestida de nuevas formas de la sensibilidad.
De este modo, The ambassadors se revela como uno de los más lúcidos, y vitriólicos, análisis de las transformaciones -más de forma que de fondo- que el modernismo introdujo (justamente, en los momentos en los que la novela fue escrita y publicada: finales del siglo XIX y comienzos del siglo XX) en la sociedad y en sus categorías, morales, psicosociales y estéticas. Lúcido y vitriólico, porque, sin necesidad de alzar la voz, su narración es capaz de poner claramente de manifiesto todas las implicaciones -ambivalentes y ambiguas, como más arriba indiqué- de dicha transformación. Y de hacerlo, además, a través del recorrido fenomenológico de una conciencia en evolución, en proceso de autoconocimiento y de transformación. Sí, cabría decir que The ambassador es -si se me permite el símil hegeliano- una suerte de "fenomenología del espíritu burgués moderno", por más que venga revestida de ropajes narrativos, en vez de unos puramente teóricos.