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lunes, 9 de octubre de 2017

Detroit (Kathryn Bigelow, 2017)


Detroit es una película notablemente desequilibrada, imperfecta... a pesar de la enorme categoría de (la mayoría de) sus imágenes. Y la fuente de su desequilibrio resulta evidente: se deriva de la tensión entre aquello que constituye la potencia esencial del cine de Kathryn Bigelow y lo que, en cambio, las convenciones del cine político "liberal" más comercial parecen demandar de una película de esta naturaleza.

En efecto, en más de una ocasión ya he señalado (en especial, al hilo de la filmografía reciente de Martin Scorsese) cómo la necesidad de respetar convenciones, tanto dramáticas como audiovisuales, propias de los géneros que ordenan y disciplinan el régimen de representación audiovisual propio del cine comercial produce un efecto de empobrecimiento radical sobre las historias, las narraciones y sus representaciones cinematográficas, en contra de las posibilidades implícitas existentes en todas ellas, y en contra asimismo de la capacidad creadora de quienes las manejan y construyen.

En el caso de Detroit, y en contra de lo que había ocurrido en películas anteriores de la directora, resulta obvio que el hecho de estar tratando un tema políticamente sensible hoy en la sociedad norteamericano (el del racismo anti-negro y su persistencia) y la decisión de construir la película como una obra "de denuncia" marcan por completo decisiones esenciales en torno a desarrollo dramático de la trama. ("Cine de denuncia" es, en el contexto del cine comercial, un calificativo notoriamente limitativo, en tanto que excluye la posibilidad de un cine integralmente político, para preferir en cambio narraciones extremadamente retóricas, que toman por estética política el hecho de aludir explícitamente a algunos problemas políticos en las historias que narran. Aun cuando tales problemas sean representados en términos simplistas y superficiales, y siempre de acuerdo con categorías estéticas propias de los modos de representación institucionalmente hegemónicos.)

Así, la película opta por intentar narrar de manera suficientemente abarcadora los hechos atinentes a los disturbios raciales en Detroit en 1967, sus orígenes, hechos más relevantes y consecuencia. Y hace hincapié además en las consecuencias posteriores de lo que durante aquellos días sucedió en la ciudad, para el futuro de su convivencia.

Ocurre, empero, que, en la película,  nada de todo ello tiene el menor interés, debido a la incapacidad para profundizar en las categorías que organizan la realidad que se pretende describir. Incapacidad que, a su vez, obedece en buena medidas a la opción por construir una narración convencional, propia del cine comercial (personajes psicológicamente definidos, causalidad psíquica evidente, esfuerzo por trabajar la identificación de l@a espectador@s con ciertos personajes y su distanciamiento respecto de otros, maniqueísmo, etc.).

En cambio, lo que verdaderamente resulta apabullante en su verdad (estética) es el conjunto de secuencias que transcurren dentro del Motel Algiers, entre los policías racistas y represores y sus prisioneros. Pues en este conjunto de secuencias Bigelow viene a demostrar, una vez más, su maestría en la construcción de las escenas de acción, su dominio de la tensión narrativa y su capacidad para retratar -sin excesos retóricos- las características de sus personajes, en su esencial ambigüedad. Para ello, la directora recurre de manera explicita a una utilización fuera de contexto (en principio) de categorías de representación formal propias del cine fantástico (en su vertiente más terrorífica): así, dichas formas no se encuentran en realidad tan lejos de las que son propias del slasher o del torture porn...

Pero la cuestión central no es, principalmente, el recurso a esta solución formal. (Si tan sólo se tratase de esto, nos hallaríamos ante uno más de tantos pastiches que, so capa de posmodernidad, apenas pueden disimular su impotencia narrativa.). La clave, en cambio, del valor estético del referido conjunto de escenas estriba, me parece, en el hecho de que las formas de representación audiovisual adoptadas son capaces de proporcionar al/la espectador(a) conocimiento relevante acerca de la situación que se está representando y (así construida) mostrando.

En efecto, la decisión de representar la situación propia de la historia narrada (unos policías racistas maltratan, torturan y, en algunos casos, matan a l@s huéspedes del motel, sobre la base de que su condición racial no sólo les hace sospechos@s de haber cometido algún delito, sino -más radicalmente- les convierte en sujetos aptos para el abuso policial impune) a través de categorías propias del cine de terror, junto con la probada capacidad de la directora para la elaboración imágenes de alta sofisticación y aptitud para la sugerencia, permiten revelar algo que estaba implícito en la historia narrada (en esta y en otras similares), pero casi siempre oculto, a causa de las limitaciones propias de las convenciones genéricas: que la relación entre el poder policial y l@s súbdit@s sometid@s a tal poder (y a quienes, de facto, se deniega la condición de auténtica ciudadanía: en la película, la población afroamericana de los Estados Unidos) es, justamente, una que consiste en aterrorizar a las víctimas, actuales y potenciales; es decir, una relación de impredecibilidad y de sumisión de los cuerpos (de las víctimas) a la violencia física (de la policía). Una relación en la que , por lo tanto, la comunicación humana se reduce al mínimo: a puro constreñimiento, a mera coerción conductista del cuerpo animal, que es manipulado (quebrantado, maltratado, matado, destruido) y ordenado (colocado y recolocado, insertado en cursos de acción y de inacción).

Que, en definitiva, no existe tanta distancia entre aquellos asesinos psicópatas (caricaturizados) propios del género del cine de terror (de algunos de sus subgéneros) y los "probos" funcionarios policiales que, en lo que proclaman ser un ejercicio de diligencia en el cumplimiento de su deber ("por encima de lo exigible"), brutalizan los cuerpos de aquell@s a quienes deniegan la condición de ciudadan@s.

Terror y policía (violencia policial): una fascinante e inquietante afinidad, que es revelada únicamente merced al esfuerzo artístico de una directora incapaz aún, por suerte, de someterse por completo a los condicionamientos propios de las convenciones de producción. Incapaz de no producir imágenes (algunas imágenes) con sentido y potencia representativa suficiente, cualquiera que sea el tema y la historia que se esfuerce en narrar.




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