Es evidente, por lo demás (y empezando a hablar de cuestiones más interesantes), que Zero Dark Thirty narra su historia (la persecución y -pretendida, al menos- ejecución extrajudicial de Osama Bin Laden, a manos de las fuerzas militares norteamericanas y de sus servicios de inteligencia) en los términos en los que la misma ha sido construida desde el poder político estadounidense: Osama Bin Laden es un gran criminal porque impulsó los ataques "terroristas" del 11 de septiembre de 2001; y por eso, y porque sigue dirigiendo una organización terrorista global antioccidental, llamada al-Qaeda, le perseguimos y deseamos matarle. Que ello sea o no cierto (y, evidentemente, no lo es -puesto que es inexacto y oculta datos relevantes) no tiene tampoco demasiada importancia, a los efectos de esta narración, puesto que es la ideología que los agentes del Estado norteamericano han aceptado como "la verdad" sobre el tema; y es la que ha podido motivarles (además de otras razones menos "elevadas") a cumplir el cometido militar que les había sido encargado.
En cualquier caso, lo que Zero Dark Thirty narra (al igual que lo hacía ya The hurt locker) es una historia de profesionales, haciendo su trabajo. Y, como tales profesionales, son sujetos plenamente imbuidos de su ideología profesional, que dota de sentido a lo que hacen y establece los códigos de comportamiento adecuado y los límites de lo que es más o menos aceptable, o completamente inaceptable. Nos hallamos, pues, de nuevo ante una suerte de procedural bélico (en vez de los policíacos a los que estamos más acostumbrados), en el que es esencial seguir todos y cada uno de los pasos, desde su propio punto de vista (esto es, promoviendo la identificación del/a espectador(a) con ell@s), de quienes "·están realizando su trabajo" -según su propia percepción de sus actos. (Aquí, el procedimiento descrito es mucho más mezclado que en The hurt locker: combinación de investigación criminal, espionaje y acción bélica propiamente dicha.)
En este sentido, podríamos decir que Kathryn Bigelow se está convirtiendo de este modo en una suerte de heredera contemporánea del cine sobre grupos de profesionales que tanta fama dio a Howard Hawks en su día. Claro que hay dos diferencias esenciales entre Hawks y Bigelow (además de las formales obvias, por pertenecer a épocas y a estéticas tan distantes), aun en el plano dramático. Primero, Bigelow evita prácticamente caracterizar desde el punto de vista psíquico a sus personajes, que carecen de la (aparente) profundidad propia de la estética cinematográfica más clasicista. Y, además, es evidente que, en el cine de Bigelow, los profesionales han perdido ya su buena conciencia (puesto que la misma no aparece por ninguna parte en la narración).
Lo que nos queda, entonces, lo que hace tan atractivas las películas bélicas de Kathryn Bigelow -y también Zero Dark Thirty-, es la sobria (por carente de toda retórica: ni heroica, ni nacionalista, ni melodramática,...) y, sin embargo, muy atenta mirada a las formas de la actuación de los individuos y de los pequeños grupos (que son la verdadera fuerza micro-social que hace posible la movilización bélica) cuando son constituidos por el poder político, integrados en el seno de la organización del Estado y movilizados para servir a los fines de los líderes de éste.
Y la correspondiente puesta en imágenes de dicha mirada, a través de planos perfectamente construidos, de un montaje que no juega en ningún momento al -por desgracia, habitual- juego del desconcierto del/a espectador(a) y de un tratamiento muy satisfactorio de la banda de sonido, que contiene todo aquello que ha de contener para resultar significativa, pero sólo ello (lejos, muy lejos de los excesos en el tratamiento de los ruidos y de la música extradiegética usuales en el actioner norteamericano más convencional).
Porque sólo a través de películas bélicas así somos capaces de aproximarnos a la realidad de la guerra: que no es un discurso, ni un concurso de gestos individuales, sino, ante todo y sobre todo, acción organizada.