Ayer se publicaba en el blog Almacén de Derecho una entrada con casi este mismo título, escrita por Juan Antonio García Amado. Interesante y sugestiva, desde luego, aunque, en mi opinión, profundamente equivocada en sus conclusiones.
Es por ello por lo que (como precisamente llevo tiempo trabajando sobre cuestiones probatorias, y muy especialmente sobre la prueba de los elementos subjetivos del delito) me permití dejar un comentario crítico a dicha entrada, que reproduzco a continuación aquí, dado que me parece evidente el interés teórico general de los temas discutidos:
Una aportación muy inteligentemente pergeñada, como todas
las que Toño realiza. Pero, sinceramente, no me parece muy convincente la línea
general del argumento. Aunque el tema es complicado, realizaré tan sólo dos
observaciones:
1ª) Tengo la impresión de que se están mezclando dos
cuestiones diferentes. Una es la del contenido conceptual de los términos
empleados por las normas para configurar el supuesto de hecho. Así, por
ejemplo, la cuestión de qué significa el término "dolo" en el CP
español: si hace referencia o no a estados mentales, a cuáles (¿conocimientos,
motivos, consciencia,...?), si es qué sí, qué contenido intencional han de
tener. Es esta una cuestión de
definición del significado de los términos legales. Esto es, un problema de
interpretación, para que el que vale todo lo que Toño expone (y que
sustancialmente comparto), sobre la imposibilidad de la única respuesta
correcta (por la vaguedad lingüística y porque intervienen argumentos morales y
políticos -valorativos y teleológicos), la discrecionalidad judicial, la
crítica al objetivismo neoconstitucionalista, etc.
Sin embargo, creo que una cuestión distinta e independiente
(y que es la propiamente probatoria) es la de determinar, una vez que se ha
definido el significado de un determinado término, qué hechos hay que
establecer (y cómo) para poder afirmar fundadamente que “se dan (en la
realidad) los hechos que permiten afirmar la concurrencia de dolo”. En relación
con esta segunda cuestión, me parece que es erróneo pretender aproximarla –como
Toño propone- a las cuestiones de interpretación del Derecho (de definición de
los términos legales).
Supongamos, por ejemplo (es tan sólo un ejemplo), que hemos llegado a la conclusión (interpretativa) de que por “dolo” hay que entender (esto es: debemos definir el término “dolo” como) “conocimiento cierto –con una certidumbre rayana en la certeza absoluta- del hecho de que la víctima golpeada va a morir directamente a consecuencia del golpe”. Para llegar a esta definición, habremos tenido, ciertamente, que argumentar sobre el significado lingüístico del término, sobre las intenciones del legislador al introducirlo en la ley (y, en este caso, sobre la historia del Derecho y del pensamiento jurídico, del uso del término a lo largo de la historia y su evolución), sobre las razones morales e instrumentales (y políticas, si las hubiera) para definirlo de un modo o de otro. Es decir, habremos tenido que interpretarlo.
Supongamos, por ejemplo (es tan sólo un ejemplo), que hemos llegado a la conclusión (interpretativa) de que por “dolo” hay que entender (esto es: debemos definir el término “dolo” como) “conocimiento cierto –con una certidumbre rayana en la certeza absoluta- del hecho de que la víctima golpeada va a morir directamente a consecuencia del golpe”. Para llegar a esta definición, habremos tenido, ciertamente, que argumentar sobre el significado lingüístico del término, sobre las intenciones del legislador al introducirlo en la ley (y, en este caso, sobre la historia del Derecho y del pensamiento jurídico, del uso del término a lo largo de la historia y su evolución), sobre las razones morales e instrumentales (y políticas, si las hubiera) para definirlo de un modo o de otro. Es decir, habremos tenido que interpretarlo.
Pero lo que quiero
recalcar es que, una vez que hemos llegado a una determinada definición,
constatar si Juan tenía o no (un determinado día, a una determinada hora y en
un determinado lugar, mientras estaba haciendo algo en particular) “ese
conocimiento cierto –con una certidumbre rayana en la certeza absoluta” no
depende ya en absoluto de ningún hecho normativo o institucional, ni de ninguna
norma. Depende, por el contrario, tan sólo de que podamos constatar o no la
existencia de ese hecho empírico que es la existencia de un estado mental de
conocimiento con un contenido intencional determinado.
Lo subrayo: el
conocimiento de la probabilidad (próxima a 1) de que golpear a Pedro va a ser
causa directa de su muerte es un hecho empírico, tan empírico como la presencia
o procedencia del tan traído y llevado pelo de Feliciano. Es empírico porque,
suponemos, es un evento que ocurre en la realidad extramental del juzgador
(esto es, fuera de la mente del juez): en la mente de Juan (un determinado estado
cerebral, o conjunto de ellos, del cerebro de Juan). Por lo que la manera que
tiene el juez de intentar determinar si el hecho ha ocurrido o no se parece al
modo en que fija la procedencia del pelo: recurre al conocimiento sobre la
realidad empírica más sólido disponible (el análisis de ADN, en un caso, las ciencias cognitivas, en el otro) y, a partir de dicho conocimiento (que, en todo caso,
es siempre tan sólo un conocimiento con base inductiva, falible, por
consiguiente), intenta construir un argumento deductivo que demuestre (si se da
por bueno el conocimiento científico en el que se apoya) la irrefutabilidad de
su conclusión.
En este sentido, la argumentación probatoria se distancia, me parece, radicalmente de la argumentación interpretativa: no ha lugar a “varias respuestas correctas” (en el sentido expuesto en el texto, el de Dworkin), porque no se trata de definir términos, sino de deducir la existencia real de un evento a partir de datos recogidos por los sentidos (pruebas) y del conocimiento empírico (inductivo) disponible sobre la cuestión.
En este sentido, la argumentación probatoria se distancia, me parece, radicalmente de la argumentación interpretativa: no ha lugar a “varias respuestas correctas” (en el sentido expuesto en el texto, el de Dworkin), porque no se trata de definir términos, sino de deducir la existencia real de un evento a partir de datos recogidos por los sentidos (pruebas) y del conocimiento empírico (inductivo) disponible sobre la cuestión.
2ª) Dicho lo anterior, yo sí que creo que hay más de una
respuesta correcta en materia de hechos probados. Pero no por las razones que
intenta argumentar Toño (y que, como he explicado, no me convencen). Y creo que
puede haber más de una respuesta correcta, al menos por dos razones. La
primera, porque, como he dicho, el conocimiento de fondo en el que ha de
basarse el juzgador para dar o no por probado un hecho puede ser insuficiente
(el caso de las ciencias cognitivas y el dolo es palmario). Pero, aun cuando no lo sea,
siempre tiene su base en inducciones; esto es, en generalizaciones. Por lo que
siempre cabe dudar sobre su solidez o falibilidad. Y, lo que es más importante,
siempre existe la dificultad de lo que los filósofos de la ciencia llaman la
infradeterminación teórica de los hechos: esto es, que a la vista de los mismos
datos empíricos es posible construir teorías explicativas distintas, y aun
contradictorias (al menos, en parte), que den igualmente cuenta de los mismos.
Por lo que siempre puede ocurrir que dos jueces diferentes, apoyados en dos
opiniones expertas distintas, se basen en teorías científicas diversas, para
llegar a conclusiones, también diferentes, a partir de las mismas pruebas.
En segundo lugar, ocurre además que, desde luego, el tránsito
desde las pruebas hasta las conclusión acerca de veracidad o no de la hipótesis
probatoria no es, casi nunca, un razonamiento deductivo perfecto, sino que,
precisamente por la existencia casi inevitable de “agujeros” (de datos no
disponibles), exige adoptar decisiones acerca del “peso” que se va a otorgar a
cada prueba en el razonamiento probatorio: cómo de creíble es un testimonio,
cuánto vale la opinión del perito, cómo de convincentes son las pruebas
circunstanciales o indiciarias, etc. Razones todas ellas que abonan, otra vez,
la posibilidad de que dos jueces, razonando los dos de modo impecable, puedan,
pese a ello, llegar a conclusiones distintas y aun contradictorias sobre la
determinación de los hechos probados.
En síntesis: es
cierto, no hay tampoco una única respuesta correcta en materia de hechos
probados en el Derecho. Pero no porque –como parece pretender Toño- todo sea,
en último extremo, una cuestión normativa. Conclusión que, si hablamos de
normatividad en un sentido estricto, no trivial (esto es, si nos estamos
refiriendo a reglas de conducta, y no pretendemos incluir las leyes científicas
–como no se debe- en el ámbito de lo normativo), me parece errónea.