Leer esta colección de relatos de Ray Bradbury, unificados por su ambientación (en Marte) y datación (entre los míticos -allá por 1950, cuando el libro fue publicado- años 1999 y 206) comunes, aboca necesariamente a la melancolía. Pues, como otros relatos del autor que he leído en el pasado, la preocupación que trata, de manera reiterada y polifacética, The Martian Chronicles vuelve a ser la de la (in-)capacidad de la humanidad para empatizar, comprender y convivir (y, así, sobrevivir).
Aquí, se presentan, en los diferentes relatos (en narraciones construidas principalmente en torno al concepto de encuentro -y de incomunicación- tanto entre extraños como entre conocidos o familiares), los primeros intentos de la especie humana de colonizar Marte; de entrar en contacto con la civilización marciana y con sus habitantes. Unos intentos descritos esencialmente como fallidos: los seres humanos se revelan, en las narraciones, como radicalmente incapaces de comprender, empatizar y convivir con los extraños. Como unos seres que, incluso cuando obran con las mejores intenciones, debido a su torpeza (a sus limitaciones cognitivas), acaban por causar más daño que bien. Y que, además, extienden tal incapacidad para la comprensión, la comunicación y la empatía a su propia especie: presionados por sus propios miedos y necesidades, sólo hace falta una pequeña presión para que los humanos pasemos a concebir a nuestros propios congéneres (¡no hace falta, pues, siquiera que sean marcianos!) como extraños y enemigos. Para que pasemos a alejarlos, a desconfiar de ellos, a exterminarlos.
El retrato es, pues, desolador: la reacción innata en la especie humana, ante lo extraño o desconocido, es el miedo, la defensa, la agresión. No es preciso que exista una base racional para ello: basta con la combinación de las predisposiciones genéticas de la especie y sus limitaciones cognitivas, para que la agresividad se dispare y el extraño sea apartado o exterminado. Y, con ello, las posibilidades de supervivencia de la especie se reduzcan progresivamente...
Sin duda, un retrato que (precisamente, porque no es mero artificio literario, sino que viene avalado en gran medida por la evidencia empírica que sobre el particular nos vienen proporcionando las ciencias sociales) ha de darnos que pensar. O, si se quiere, para ponerlo en positivo, que nos obligan a plantearnos la siguiente cuestión: si estas resultan ser, de modo ineluctable, las predisposiciones innatas del individuo humano, ¿qué arreglos institucionales son posibles para minimizar -porque nunca podrá ser eliminado por completo- el riesgo que esa dificultad para la empatía fuera del grupo y esa tendencia a la agresión al extraño conlleva para la buena vida en sociedad?