Aún seguimos sin encontrar la forma de tratar cinematográficamente el fenómeno de la esclavitud de un modo adecuado. Es evidente la inquietud de muchos cineastas contemporáneos -anglosajones, principalmente- por contribuir a la progresiva visibilización de este fenómeno histórico-social, de tan honda repercusión sobre la configuración de las sociedades capitalistas más desarrolladas: para explicar su racismo, desde luego, así como su vocación imperialista, también; pero, igualmente (y ello acaso resulte más velado en un primer vistazo), para comprender mejor el modo en que tiene lugar en ellas la naturalización de las relaciones de dominación (antes, entre el capitalista y el trabajador esclavo, ahora, entre capitalista y proletario). Un fenómeno que, sin embargo, ha permanecido esencialmente oculto (bien que aflorando siempre de un modo subliminal), reprimido, en el imaginario colectivo a partir del que las narraciones cinematográficas se van desarrollando.
Así, tan sólo últimamente, hemos tenido la oportunidad de contemplar el tratamiento, satírico y guiñolesco, de Quentin Tarantino sobre el tema (en Django unchained); y la aproximación, solemne, historicista y whiggish, de Steven Spielberg (que, por lo demás, ya se había ocupado del tema, en The color purple y en Amistad), en su Lincoln.
Steve McQueen se incorpora ahora a esta lista. El director, que nos había proporcionado ya dos películas notables -con independencia de cómo podamos valorarlas en última instancia- acerca del sometimiento de los cuerpos (Hunger y Shame), se aproxima ahora a esta otra forma de sujeción corporal que ha sido (y, no lo olvidemos, sigue siendo) la esclavitud. Para ello, nos narra, en un tono convencionalmente realista, únicamente perturbado (aunque tal vez cabría más bien decir que de este modo es llevado a su extremo) por una mayor explicitud visual -cada día más habitual en el cine contemporáneo- de la violencia física, la odisea de un individuo secuestrado, forzado a la esclavitud y sujeto a los delirios de un amo violento y mentalmente desequilibrado, hasta el momento de su final liberación.
La burda síntesis de la trama de la película que acabo de realizar nos demuestra ya que (como lúcidamente señala José Enrique Monterde, en su comentario sobre ella -en el nº 22, diciembre 2013, de Caimán. Cuadernos de Cine) nos hallamos ante un relato hondamente convencional, por lo que hace a su estructura dramática. En el plano visual, por lo demás, ya he señalado que McQueen se suma, una vez más, a la tendencia contemporánea a elevar el umbral del nivel de violencia explícita aceptable en las narraciones cinematográficas. Opta, además, por mantener su estilo de componer planos de bastante duración temporal. Aun cuando, aquí, el contenido de los planos resulte mucho más convencional, mucho más acorde -que en sus dos primeras películas- con el canon narrativo del cine comercial.
De cualquier forma, he de decir que, en mi opinión, desde luego, el canon realista más convencional (con sus historias individuales de lucha, superación de obstáculos y conversión personal) no es capaz de mostrarnos el fenómeno de la esclavitud de un modo convincente o revelador. Pero que tampoco sería fácil que hubiera podido hacerlo una presentación basada -como en las anteriores películas del director- en la poética de los cuerpos y de su sujeción. (Esto es: que la empresa narrativa se hallaba, por ello, en un callejón sin salida, del que el director no ha logrado salir.)
Y es que, incluso, enfocar el fenómeno de la esclavitud única o principalmente como un problema de sujeción física es, me parece, equivocar hondamente el foco de atención. Pues, aun cuando en alguna medida -relevante, sin duda- sea así, lo cierto es que la dominación de los capitalistas sobre sus trabajador@s esclav@s (y es que nos indica la evidencia antropológica que la esclavitud no tiene idéntico significado según sea el contexto, socioeconómico, en el que se inserta) posee, de hecho, componentes mucho más relevantes: de control de la estructura de interacción (porque el amo tiene el control de los recursos, de la información y de la coacción) en las que el/a trabajador(a) esclav@ actúa y se relaciona. Un control que es el que permite que, en la gran mayoría de los casos, el trabajo esclavo (por cierto: como también el trabajo del/a proletari@ -aun cuando los mecanismos coercitivos resulten diferentes en un caso y en el otro) no precise de la utilización de la violencia física directa. Y que, desde luego, la dominación del capitalista sobre su trabajador(a) esclav@ no tenga nada que ver ni con ideologías discriminatorias (racionalizaciones a posteriori) ni con personalidades psicológicamente alteradas, sino con la creación de una estructura de oportunidades de acción en la que todas las ventajas están del lado del capitalista. Y en la que el/a esclav@ decide casi siempre, racionalmente, someterse, eludir la violencia que le amenaza.
Dicho en otras palabras: a pesar de resultar menos evidente a simple vista para los -domesticados- ojos del sujeto contemporáneo (que está acostumbrado -en su propia carne, en su propia mente y en su propio entorno social- a estructuras sociales en las que imperan las relaciones de dominación, pero que siente, en cambio, a resultas del condicionamiento cultural al que ha sido sometido, una repugnancia exagerada por la visibilización de la violencia física directa), lo cierto es que la relación de esclavitud es, ante todo y sobre todo, una relación social: una forma de estructurar la sociedad (y la economía), antes que una interacción personal (que también lo es, desde luego, aunque de manera derivada). Y que perder esto de vista ha de llevar, necesariamente, a representar el fenómeno de la esclavitud de un modo engañoso.
Ello es, precisamente, lo que ocurre en 12 years a slave. Aquí, hallamos a amos obsesivos y sádicos, a esclavas inocentes y sufrientes, a esclavos aun conscientes de su "dignidad" (de sus derechos humanos: el anacronismo es de la película, no mío), que lucha por ella y sufren las consecuencias. Y la violencia es la manera en la que las obsesiones de los unos acaban por encarnarse, sobre los cuerpos de los otros.
Todo ello, en tanto que conjunto anécdotas (extraídas de la historia real de Solomon Northup, el ciudadano libre esclavizado que en pantalla interpreta Chiwetel Ejiofor) resulta plausible. Pero, como cuadro global acerca de las relaciones reales entre capitalistas y trabajador@s esclav@s es tan engañoso que nos deja, una vez más, ante la falsa impresión de que la esclavitud fue, o alguna vez ha sido, "algo personal". Pues, al sacar del cuadro lo más importante, el carácter de construcción social (socioeconómica) del fenómeno (con causas y efectos que son también de índole socioeconómica), lo que acabamos contemplando es un "drama humano": algo más violento de lo acostumbrado, pero tan melodramático y vacío de contenido real como acostumbran.
¿De verdad, entonces, hay en el fondo una diferencia tan grande entre este tratamiento y las bufonadas -también "humanitarias", en su "mensaje" explícito- de Quentin Tarantino sobre el tema? Pues, de hecho, de lo que más me he acordado, viendo 12 years a slave, era de un antecedente tan poco ilustre como aquella suerte de sexploitation film que era Mandingo (Richard Fleischer, 1975). Lo que, pienso yo, a cualquier director con alguna pretensión artística debería preocuparle...