El otro día tuve oportunidad de ver Princesas, película que en su día, la verdad, ignoré de propósito, ahíto de tanto "realismo social" a la española que viene campando por sus fueros en cierto cine español. Y es que un tema como la prostitución y un director como Fernando León de Aranoa constituían una combinación de riesgo: del riesgo de toparme con otro ejemplar de ese cine didáctico, paternalista, insufrible en su tratamiento de los temas, y tediosamente convencional en el plano formal, que pretende justificarse únicamente en virtud de sus "mensajes" (pretendidamente) "progresistas". (Para muestra, un botón: el cine de Itziar Bollaín -como, en el plano internacional, toda la última parte de la obra de Ken Loach.)
Y, sin embargo, Princesas, que tiene un tanto de dicha corriente estética, es otra cosa (no necesariamente mejor, empero). Entronca, en efecto (lo destacaba Carlos Losilla en su lúcida crítica de la película -Dirigido por... nº 349, octubre 2005), más que con la tradición del "cine (convencional, pero) de denuncia" europeo, con toda esa gran corriente de cine español que se ha venido apoyando en la tradición teatral del sainete: pienso en algunas comedias protagonizadas, durante los años 50 y 60 del siglo pasado, por actores como Tony Leblanc, José Luis Ozores o José Luis López Vázquez. (Por poner algún ejemplo: El tigre de Chamberí, Los tramposos, Los ladrones somos gente honrada, etc.) En películas que mostraban los problemas de subsistencia de las clases populares y de los grupos sociales marginados, pero que lo hacían a través de un enfoque que resultaba, al tiempo, cómico, sí, pero suficientemente edulcorado, además (alejándose así, en este aspecto, de la comedia social italiana de la misma época -Mario Monicelli, Dino Risi,...-, mucho más ácida).
Y, por supuesto, es en este edulcoramiento donde reside el problema de la película: existe una constante tensión entre unos personajes y una trama construidos predominantemente como elementos de un drama (de un drama que, hay que decirlo, resulta tan artificioso, e inaceptable, como casi todo ese "cine social" al que imita -¡esos diálogos pretendidamente "profundos" en boca de Caye, la prostituta interpretada por Candela Peña), y el tratamiento dramático de ambos, que se acoge más bien a las formas del sainete. Lo que se obtiene, de este modo, es una película que bascula, indecisa, entre el drama y la comedida. Y que, en todo caso, es incapaz de resultar convincente en ninguna de ambas posibilidades de lectura: porque ni en la una ni en la otra se muestra apta para revelarnos nada de interés, ni sobre las mujeres que se prostituyen, ni sobre el mundo de la prostitución, ni sobre la condición de extranjera sin documentación en España, ni sobre el racismo, ni sobre las mujeres, ni sobre España.
Una mirada melancólica, pues, sobre una realidad social que -es claro- al director no le gusta. Pero, conviene no olvidarlo, la melancolía ha sido vista siempre como un mal del alma (aquí, del creador): si ella no nos interesa, nada nos dice, sin embargo, acerca de esa realidad a la que la mirada melancólica se aproxima, impotente.