"En realidad, (scil. Shoah) es una película sobre la encarnación (...)"
Claude Lanzmann
Claude Lanzmann
Esta pasada semana tuve la ocasión de ver, en un ciclo organizado por una organización de derechos humanos (el detalle no es banal, como luego apuntaré), Retorno a Hansala, la película dirigida por Chus Gutiérrez en 2008 acerca de la inmigración marroquí a España, las muertes en las pateras y el impacto de todo ello sobre los pueblos de origen de las personas muertas. La película gira en torno a dos protagonistas: el empresario español de pompas fúnebres encargado de transportar el cadáver de un joven marroquí fallecido al intentar entrar en España y el hermano del fallecido, que le acompaña en el viaje. Nos narra –o lo intenta- una road movie clásica, en la que los personajes van cambiando a medida que el viaje exterior se convierte también en experiencia interior, hasta el punto de que Martín, el protagonista español, llega a “tomar conciencia” de la injusticia que supone el hecho de que l@s ciudadan@s marroquíes tengan que emigrar a España en condiciones tan degradantes.
Uno ve esta película –u otras tantas- y no puede dejar de evocar el viejo realismo socialista soviético, tan denostado siempre, pero tan seguido subrepticiamente por muchos: esos personajes carentes de profundidad, porque no tienen que parecer personas, basta con que resulten representativos de todo un grupo social; esa evolución psicológica, dependiente de las exigencias de la estructura narrativa más clásicamente aristotélica (la catarsis como finalidad de la tragedia) antes que de cualquier intento de lograr conocimiento acerca de su existencia; esa énfasis efectista e innecesario (a través de la música, del montaje) en los “momentos cumbre” en los que las tesis de los guionistas pretenden aparecer con mayor explicitud;…
En lo formal, por lo demás, la película es hija además de la moda: en este caso, de la del “cine independiente norteamericano” (más, desde luego, del peor –Jane Campion, pongamos- que del mejor –pongamos que Tom McCarthy-). Tan feísta (por aquello de mantener la apariencia de originalidad) y, al tiempo, tan academicista, en lo que cuenta y en cómo lo cuenta.
Uno ve esta película y la desprecia como se merece (en tanto que objeto estético –representativo, por lo tanto- y con independencia de las buenas intenciones morales o políticas de sus autor@s). Luego, descubre que en ella hay, pese a todo, un par de secuencias, casi descolgadas del resto, que documentan la llegada del cadáver del joven fallecido a su pueblo y la recepción por parte de l@s vecin@s del mismo y de su familia. Y que estas secuencias se dejan ver con agrado (estético, por más que resulten acongojantes). Nada que ver, pues, con el resto de la película. Y se pregunta qué está pasando…
¿Qué está pasando para que tant@s director@s, llenos de buena fe “progresista”, pretendan apabullarnos mediante peliculitas “con mensaje” (un mensaje moral y político que, en términos generales, podemos compartir) que, sin embargo, nos resultan tan molestas, repulsivas incluso… no sólo estéticamente, sino también éticamente? Los nombres se acumulan en mi mente: Fernando León (el rey del cine “comprometido” vacuo en España), Itziar Bollaín, Achero Mañas, Ken Loach, Mark Herman,…
Estos mismos días, leo, en el último número (nº 28, noviembre 2009) de Cahiers du Cinema-España, la traducción de la entrevista que la edición francesa de la revista hizo a Claude Lanzmann en 1985, con motivo del estreno de su película Shoah (ese espléndido y aterrador documental sobre el genocidio nazi de l@s judí@s europeos). Y tal vez pueda hallar ahí la respuesta: tal vez todo es una cuestión de si nos ha de preocupar, o no, la ética y la estética de la representación.
¿Cómo, en efecto, representar (esto es, cómo transmitir la forma del acontecimiento) adecuadamente un acto de poder sin aceptar las formas que el mismo poder pretende imponer? ¿Cómo dar imagen y voz auténticamente (no sólo en apariencia), a l@s dominad@s? En relación con el exterminio nazi (pero el mismo dilema surge siempre que se intentan representar los actos del poder), se han ensayado diversas soluciones. La mayoría se han limitado a presumir de buenas intenciones, muy “progresistas”, asumiendo sin cuestionársela de ningún modo la representación que el poder mismo suministraba: bien con alguna pomposidad (Schindler’s list), para cubrirse las espaldas, o bien con abierta desvergüenza (La vita è bella).
(Algunos, con mayor sensibilidad ética, intentaron hacer hablar a las imágenes mismas (Nuit et brouillard, Memories of the camps). Pero no parece haber sido ésta nunca una buena solución (aunque mejor que la primera), ya que las imágenes nunca nos hablan “por sí solas”: los terribles montones de cadáveres de seres humanos asesinados en masa resultan impresionantes, sí, pero sólo por nuestra falta de costumbre de contemplarlos. Y eso se pasa (nuestra mente tiene una gran capacidad de adaptación)… y, en todo caso, no nos dice quién y cómo lo hizo, ni por qué. Claro, nos queda la voz over del comentarista: pero ésta sólo la aceptaremos si admitimos la autoridad del autor, lo que no es necesario. Y será siempre, de cualquier modo, un nuevo acto de poder –el del narrador- impuesto sobre la voz de l@s protagonistas, las víctimas –que también son sujetos-.)
Volviendo a nuestro ejemplo: Chus Gutiérrez logra la proeza –moralmente deleznable- de hablar durante hora y media acerca de inmigración y de la muerte de personas que emigran sin hacer referencia ni una sola vez a los derechos humanos de esas personas y a las estructuras políticas de dominación (las políticas del Estado español y de la Unión Europea, la sobreexplotación a manos de las empresas españolas de las personas “sin papeles”, la injusticia social que reina en Marruecos,…) que conducen a la violación de dichos derechos. De hablar durante hora y media sobre el sufrimiento de l@s ciudadan@s marroquíes que intentan o consiguen emigrar a España sin perder ni un momento de vista la actitud que el protagonista español pueda ir adoptando ante ello. Y de hablar durante hora y media acerca de su sufrimiento sin que en ningún momento aquellos tengan una verdadera voz autónoma, ya que todo lo que expresan está destinado a hacerse amables y comprensibles ante nuestra mirada etnocéntrica.
Parece, entonces, que sólo una representación atenta a la gran cantidad de ejercicio de poder que hay acumulado en las estructuras clásicas de representación, que las desenmascare y que presente alternativas puede resultar ética –y estéticamente- practicable. Y que solamente si dichas alternativas a la representación clásica permiten que ello se vuelva transparente, o bien que las voces de l@s dominad@s aparezcan en primer plano (y con sus propias imágenes, sonidos y palabras), tendremos un auténtico cine político. Lo demás, me parece, es flatus vocis: útil, seguro, para la propaganda a corto plazo (como decía, no es casualidad que la película que comento sea utilizada –a causa, seguro, de su simplicidad- como instrumento propagandístico por parte de una organización de derechos humanos: nada que objetar, no se vive sólo de conocimiento), así como para “lavarse la conciencia”; pero irrelevante como instrumento de conocimiento y/o de reconstrucción del imaginario social.
¿Qué significa esto, en términos de formas? Propongo tan sólo dos ejemplos, de experiencias diferentes en este sentido: las películas de José Luis Guerín, Jaime Rosales e Isaki Lacuesta (modelo de cine afín al género documental); o La question humaine, de Nicolas Klotz (modelo de cine afín a la ficción narrativa). Son muchas, claro, las cuestiones a discutir sobre cada una de estas obras (que no son perfectas). Y son muchos otros también, desde luego, los modelos alternativos posibles. En cualquier caso, se trata de sendas que nos indican direcciones que pueden y deben ser transitadas…