Veía yo el otro día The world of Suzie Wong y lo que hallé, en esta comedia romántica de amores interraciales ambientada en Hong Kong (espléndidamente dirigida, por lo demás, por Richard Quine), es cuanto esperaba: una trama prototípica del género (chico encuentra chica-chico pierde chica-chico recupera chica...), romanticismo bobalicón, sexismo, orientalismo racista. Hasta aquí, nada particularmente reseñable, pues no es nada que no podamos encontrar en otras tantas muestras del género, en aquellos tiempos, antes y después, en el cine más convencional.
Sin embargo, leyendo algo después una reseña de la película en PopMatters, me percaté de una clave interpretativa de la película que a mí, en un primer momento, se me había pasado por alto y que acaso merezca algo más de atención: se trata de la contraposición que en todo momento se explicita en el argumento entre la actitud de británicos y norteamericanos hacia la otredad (aquí, hacia la mujer-asiática-colonizada-trabajadora-prostituta, encarnada por Suzie -Nancy Kwan). Una contraposición que, me parece, viene a resultar ejemplificativa de dos estrategias políticas de gobernar esa otredad, por parte (aquí) de los poderes sociales, pero también -en otras ocasiones- a través de los dispositivos de poder que (como el Derecho Penal) son manejados desde el aparato del Estado.
En efecto, de una parte, los británicos (y, en general, los blancos) residentes en la colonia mantienen en todo momento frente al Otro una actitud de (explotación, pero) marginación: la otredad es un mal necesario, puesto que, al fin y al cabo, constituye la fuerza de trabajo que hace posible la producción de mercancías y (aquí, sobre todo) la reproducción de la propia fuerza de trabajo. (La prostituta o la "amiga permanente" no son, en la sociedad patriarcal, más que formas específicas de apoyar la reproducción de la fuerza de trabajo masculina.) Pero, en tanto que mal (aun si resulta necesario), se debe intentar que permanezca separado, apartado de cualquier visibilidad. En ningún caso reconocido como "parte de la sociedad", sino marginado en sus "cloacas". (Aquí, habría que matizar que esta estrategia de gobernanza conlleva, casi inevitablemente, el surgimiento de formas de representación mitificadas de lo otro, de lo marginal: pensemos en construcciones ideológicas como el orientalismo, como la "lolita", como la femme fatale, como la histeria femenina, como la potencia sexual inacabable e incontrolable de la negritud, etc.) Esto conduce, evidentemente, al racismo (a políticas racistas en acción, quiero decir), al control social, a la represión... al Derecho Penal, en último extremo, si otras medidas menos contundentes no funcionan (y para quien no funcionen) de forma suficientemente eficaz.
Muy distinta es, no obstante, la actitud de Robert Lomax (William Holden), el norteamericano -el dato parece esencial- e indudable "liberal" (¡pretende ser artista!) que se decide a convivir con las prostitutas, las trata, las pinta y acaba enamorándose de Suzie. La trama de la película contrapone su actitud, en diversas ocasiones, presentándola como "moderna", a la de los "anticuados" residentes permanentes de la colonia. Moderna, porque interactúa con las prostitutas y, en general, con l@s asiátic@s de manera "normal", tratándoles como congéneres, sin ulterior distinción... en apariencia.
En apariencia, claro, porque, en último extremo, Robert Lomax ni pretende transformar la estructura de poder social que da lugar a la explotación de las prostitutas y, en general, de l@s colonizad@s; ni tampoco acepta sin más el devenir existencial de estas personas, sin juzgarla con pretensiones moralistas. Antes al contrario, su esfuerzo es (y en la narración de su desarrollo estriba la esencia de la trama de la película) un esfuerzo de normalización: de convertir a una mujer/ asiática/ colonizada/ trabajadora/ prostituta en una mujer, sí (porque el género sigue resultando esencial, por razones de satisfacción sexual y de sumisión patriarcal)/ pero colour-blind (tal es la ideología norteamericana del melting-pot: tod@s somos, formalmente, iguales, la etnia no debe ser siquiera nombrada)/ y elevada (por el varón blanco, que usa de su privilegio, a través del matrimonio) a la categoría de ciudadana norteamericana/ ama de casa (lo que, según la ideología sexista, constituye una forma de sumisión patriarcal y sexual aceptable).
Más aún, lo que parece verdaderamente interesar a Robert Lomax (al varón blanco) es, primero, el hecho de poder acceder a lo Otro (lo "exótico"): a la mujer asiática, sexualmente fascinadora, pero también infantilizada y sumisa (sometida). Y, segundo, poder ejercer sobre esa materia prima los privilegios de Pigmalión: ejercitando, sobre el cuerpo, la mente y la condición social de la mujer/ asiática/ colonizada/ trabajadora/ prostituta, las tecnologías de (su) poder social, para convertirla en aquello que él (cree que) necesita.
Queda, así, representada, en la figura del protagonista de esta película, una segunda estrategia, alternativa, de gobernanza de la Otredad: la opción por (intentar) normalizarla; es decir, por integrarla en la interacción social, pero sujetándola a reglas y a patrones de interacción impuestos por quien ostenta el poder. (De manera que, en último extremo, ese otro, si no se somete a tales reglas y patrones de integración -en condiciones de sumisión-, también podrá verse sujeto a la represión: al control social y, en el límite, a la represión penal. Sólo que ahora "con mucha mayor razón": quien no quiere aprovechar la oportunidad que se le ofrece, para integrarse y vivir de modo normal...)
De cualquier modo, la estrategia (de poder) normalizadora conlleva consecuencias bastante diferentes que la estrategia de la marginación, por lo que hace al empleo de los dispositivos de poder más represivos (y del Derecho Penal). En este caso, en efecto, la utilización de la represión deberá ser (para resultar racional) mucho menos masiva, mucho más individualizada. Pues se trata de aislar casos concretos, de individuos (a veces, grupos) resistentes a la normalización; sólo, pues, de marginarlos (estigmatizarlos, separarlos, inocuizarlos, exterminarlos) a ellos, y no a grupos completos de población. Lo que ha de conducir a políticas criminales (y, en general, de control social) mucho más selectivas.
Otra vez, en fin, se puede comprobar -espero- cómo una atenta observación de la cultura popular tiene siempre su recompensa, en términos de conocimiento de la sociedad en la que vivimos, y de sus representaciones culturales e ideológicas.