En un comentario anterior en este blog, empleaba la entonces última película dirigida por Rodrigo Cortés, Buried, como punto de partida para realizar una reflexión acerca de algunos males estéticos (que no sólo) de una cierta tendencia hegemónica del cine contemporáneo, volcada en la celebración de la experiencia puramente subjetiva, sin ulteriores pretensiones.
Mi reflexión era posible porque, a pesar de los pesares, Buried era una película destacable, por lo que hace al grado de dominio del material dramático por parte de su director como en la formalización visual y sonora del mismo. No es posible, me parece, decir lo mismo de Red lights, la película que Cortés acaba de estrenar. No solamente -que también- porque se trate de una película mucho más convencional, en sus pretensiones, planteamiento y resultados. Sino, sobre todo (y sobre ello centraré aquí mi análisis), porque aquel dominio del material dramático y de su formalización parecen haberse perdido.
La narración de Red lights pivota, en efecto, toda ella alrededor de la dicotomía entre realidad y fantasía. No sólo la trama de la película (falsos videntes frente a poderes paranormales auténticos) se centra en ello, sino que también su presentación dramática lo hace: toda la intriga de la narración (y los giros argumentales) se apoya en la incertidumbre sobre cuándo estamos ante lo uno y cuándo ante lo otro.
Y aquí estriban, precisamente, los problemas. Pues ocurre que, como es sabido, el género fantástico es antes un estilo, una mirada, que otra cosa. En efecto, la mirada fantástica (una mera retórica estilística, por supuesto) es una forma de mirar a la realidad: mirarla como una superficie opaca, opuesta a cualquier transparencia, a cualquier aprehensión de significado. Así, la mirada fantástica presenta una realidad enigmática: resistente a su intelección por parte del ser humano. De los protagonistas de la trama (en toda historia fantástica hay algún personaje protagonista que no sabe y que pugna por saber, experimentando tal lucha como sufrimiento -y a veces como transformación personal), pero también del(a) espectador(a). Y es a partir de esa opacidad, de ese enigma, de esa dificultad para la intelección, de donde surge la perplejidad (en lo teórico); y la inquietud (en lo práctico).
Nada de esto parece haber en la formalización visual de Red lights (a pesar de que sí aparecía como una posibilidad inherente a su trama). La imagen no figura enigmática, tampoco sus contenidos. La inquietud no se deriva: no, al menos, de lo que se ve, de lo que se muestra. De manera que una historia fantástica deviene una sucesión de escenas (y de efectos visuales, y de giros narrativos), que no conducen hacia ningún lugar. (Si reducimos tal concepto a la ligera "sorpresa" narrativa final. Por lo demás, francamente irrelevante: precisamente, porque la mirada del director está tan alejada de la mirada fantástica, que acaba por no importar casi nada quién posea poderes paranormales y quién no. Ya que, en el contexto de la película, en ningún caso de ello se deriva ni emoción, ni tampoco revelación alguna.)
Por contra, hay otra visión de lo fantástico: la fantástico como espectáculo de meras sensaciones y emociones primarias, inducidas a través de la manipulación, visual y sonora, que provoca reacciones instantáneas e irreflexivas. Se trata, me parece, de una concepción netamente errada: primero, porque exige una manipulación del(a) espectador(a) francamente inaceptable, desde el punto de vista estético y moral,; segundo, porque resulta cada vez más ardua, ante l@s avezad@s espectador@s contemporáne@s; y, por fin, porque su efecto es tan superficial que sólo sirve para llenar los bolsillos de los productores y para impresionar a espectador@s muy inmadur@s (sea por edad o por inexperiencia en el género). Pero es incapaz de dejar ninguna impresión duradera.
Me temo que la película de Rodrigo Cortés se apunta claramente a esta última opción. Y, además, de una forma harto defectuosa: como cine de atracciones, en efecto, deja mucho que desear. Y, desde luego, en tanto que película del género fantástico, resulta completamente desdeñable, ya que en ningún momento percibimos aquella mirada, ni la inquietud que la misma ha de conllevar. En este sentido, la comparación con otra película reciente de temática similar, que no pretende ubicarse en el género, pero que, conducida por la mano maestra de Clint Eastwood, lo roza constantemente, con hondura (me estoy refiriendo, claro está, a Hereafter), puede ser odiosa. Para no aludir -sería cruel- a los maestros del género: Jacques Tourneur, Terence Fisher,...
Y aquí estriban, precisamente, los problemas. Pues ocurre que, como es sabido, el género fantástico es antes un estilo, una mirada, que otra cosa. En efecto, la mirada fantástica (una mera retórica estilística, por supuesto) es una forma de mirar a la realidad: mirarla como una superficie opaca, opuesta a cualquier transparencia, a cualquier aprehensión de significado. Así, la mirada fantástica presenta una realidad enigmática: resistente a su intelección por parte del ser humano. De los protagonistas de la trama (en toda historia fantástica hay algún personaje protagonista que no sabe y que pugna por saber, experimentando tal lucha como sufrimiento -y a veces como transformación personal), pero también del(a) espectador(a). Y es a partir de esa opacidad, de ese enigma, de esa dificultad para la intelección, de donde surge la perplejidad (en lo teórico); y la inquietud (en lo práctico).
Nada de esto parece haber en la formalización visual de Red lights (a pesar de que sí aparecía como una posibilidad inherente a su trama). La imagen no figura enigmática, tampoco sus contenidos. La inquietud no se deriva: no, al menos, de lo que se ve, de lo que se muestra. De manera que una historia fantástica deviene una sucesión de escenas (y de efectos visuales, y de giros narrativos), que no conducen hacia ningún lugar. (Si reducimos tal concepto a la ligera "sorpresa" narrativa final. Por lo demás, francamente irrelevante: precisamente, porque la mirada del director está tan alejada de la mirada fantástica, que acaba por no importar casi nada quién posea poderes paranormales y quién no. Ya que, en el contexto de la película, en ningún caso de ello se deriva ni emoción, ni tampoco revelación alguna.)
Por contra, hay otra visión de lo fantástico: la fantástico como espectáculo de meras sensaciones y emociones primarias, inducidas a través de la manipulación, visual y sonora, que provoca reacciones instantáneas e irreflexivas. Se trata, me parece, de una concepción netamente errada: primero, porque exige una manipulación del(a) espectador(a) francamente inaceptable, desde el punto de vista estético y moral,; segundo, porque resulta cada vez más ardua, ante l@s avezad@s espectador@s contemporáne@s; y, por fin, porque su efecto es tan superficial que sólo sirve para llenar los bolsillos de los productores y para impresionar a espectador@s muy inmadur@s (sea por edad o por inexperiencia en el género). Pero es incapaz de dejar ninguna impresión duradera.
Me temo que la película de Rodrigo Cortés se apunta claramente a esta última opción. Y, además, de una forma harto defectuosa: como cine de atracciones, en efecto, deja mucho que desear. Y, desde luego, en tanto que película del género fantástico, resulta completamente desdeñable, ya que en ningún momento percibimos aquella mirada, ni la inquietud que la misma ha de conllevar. En este sentido, la comparación con otra película reciente de temática similar, que no pretende ubicarse en el género, pero que, conducida por la mano maestra de Clint Eastwood, lo roza constantemente, con hondura (me estoy refiriendo, claro está, a Hereafter), puede ser odiosa. Para no aludir -sería cruel- a los maestros del género: Jacques Tourneur, Terence Fisher,...