Manifiesto de la Plataforma Otro Derecho Penal es Posible
Las innecesarias reformas penales que se anuncian
Las innecesarias reformas penales que se anuncian
Apenas cumplido el primer año de la vigésimo quinta reforma del Código Penal de 1995 y a solo cuatro meses de la acometida de nutridas reformas procesales encaminadas a agilizar la Administración de Justicia, se anuncia por el nuevo gobierno de la nación un paquete de medidas sustantivas, procesales y orgánicas de amplio espectro que, si se ajustan a lo hecho público en los medios, aun predicadas para el futuro, nos resitúan en un pasado no precisamente perfecto.
En lo que al Derecho penal se refiere, dos son las principales materias sobre las que el Ministerio de Justicia fija sus miradas: el tratamiento jurídico‐procesal del menor infractor, y la introducción en nuestro catálogo de penas de la cadena perpetua, llamada ahora por el Partido Popular (PP) “prisión permanente revisable”.
Ya se contemplen enmarcadas en el declarado propósito gubernamental de mejorar el funcionamiento de la Administración de Justicia o analizadas en su singularidad, las reformas legales mencionadas tienen en común una nota, su innecesaridad. Veámoslo:
La modificación de la Ley del Menor.
Con un recorrido no menos accidentado que en la materia anterior, la regulación de la responsabilidad penal de los menores de edad fue acometida precisamente por el gobierno del PP en España, en el año 2000, como respuesta tardía a las deficiencias y atropellos propiciados por la extemporánea vigencia de la Ley de Tribunales Tutelares de Menores de 1948, que ponía en evidencia la ausencia ‐ya en fechas tan avanzadas‐ de una regulación específica ajustada a las exigencias constitucionales y a los compromisos del derecho internacional asumidos por el estado español, fundamentalmente con la ratificación de la Convención de los Derechos del Niño.
Aprobada y promulgada desde el consenso parlamentario, conviene aquí recordar que la L.O. 5/2000 tiene un contenido predominantemente procesal, y constituye una legislación especial, desgajada de la Ley de Enjuiciamiento Criminal, aun cuando se prevea su aplicación supletoria, que instaura un modelo mixto al combinar la responsabilidad penal del menor infractor, superándose así el modelo paternalista anterior, origen de tantos abusos, con su reeducación y resocialización, en consonancia con el espíritu derivado de la Convención de los Derechos del Niño.
De lo anterior se infieren fácilmente las marcadas distancias con la legislación prevista para los infractores adultos, tanto a nivel de sus principios informadores como de su específica normativa procedimental. La contraposición entre el principio de legalidad, informador del proceso penal de adultos, con el principio de oportunidad reglada que orienta la legislación prevista para los menores infractores, constituye sólo una de sus manifestaciones. Hay muchas más. Las especialidades del régimen de detención policial y de la imposición de medidas cautelares; la atribución al Ministerio Fiscal del impulso de la investigación y de la iniciativa procesal, con amplias facultades para acordar la finalización del proceso en ciertos supuestos; el enjuiciamiento por jueces especializados, vinculados con una sujeción muy rigurosa, al principio acusatorio; las restricciones a la publicidad de los debates; la singularidad de la fase de ejecución de las medidas impuestas… Son sólo ejemplos de los enormes escollos técnicos que implicaría la anunciada por el Ministro de Justicia unificación de la investigación y enjuiciamiento en los supuestos en que estén implicados mayores y menores infractores, realizada, además, según se nos dice, “sin que ello suponga una merma de los derechos del menor”.
Más allá de los eventuales inconvenientes técnico jurídicos que se puedan vislumbrar, late en la reforma anunciada el mismo propósito que ha guiado todas las modificaciones sufridas por la LO. 5/2000 ya incluso antes de su entrada en vigor: ir lastrando su carácter resocializador y acentuando los aspectos más represivos del sistema. En este sentido, los motivos expresados por el Sr. Ruiz Gallardón no pueden ser más inquietantes: “hay una sensación de que la L.O. no da respuesta suficiente a los problemas que se plantean en nuestra sociedad”. Así pues, se está haciendo depender, una vez más, las iniciativas legislativas de las aprensiones y de los prejuicios colectivos. No se atiende a los datos objetivos ni a las opiniones de los expertos, hace ya tiempo expulsados de los debates públicos, que nos informan de una intervención penal sobre los menores infractores notablemente superior a la que recae sobre los adultos (se calcula que el índice de intervención con los menores alcanza al 1% de los adolescentes de este país en edades comprendidas entre los 14 y los 18 años), de un rigor punitivo durísimo, atendidas las edades de los menores y su especial etapa evolutiva, tanto en su imposición como en su ejecución, y de unas tasas de reincidencia claramente inferiores en los jóvenes que en los adultos, lo que permite inferir que la intervención de los especialistas de este orden jurisdiccional está siendo razonablemente eficaz.
Cambiar una vez más la Ley del Menor sin fundamento técnico ni necesidad práctica apreciable es legislar –como tantas otras veces en esta materia tan sensible a golpe de ocurrencia o de coyuntura o, todavía peor, para calmar una alarma social en tantos casos provocada o interesadamente manipulada.
La introducción de la cadena perpetua, de carácter revisable.
Que en un país como España, con uno de los índices de delincuencia más bajos de Europa y una de las tasas de encarcelamiento más elevadas se continúe insistiendo en la necesidad de reformar el catálogo de penas graves para propiciar su endurecimiento, incorporando la ahora llamada “prisión permanente revisable”, no deja de resultar una paradoja de complicada explicación. Aplicada a la política criminal propuesta por el PP, evidencia sus inconsecuencias y flaquezas en una materia tan delicada.
Si en 2008, el portavoz de justicia del PP, Sr. Trillo, afirmaba rotundamente que la cadena perpetua no tenía cabida en nuestra Constitución, un año más tarde defendía en nombre de su grupo parlamentario, y en solitario ante la Cámara, al albur de los debates a propósito de la última reforma del CP que se concretaría en la LO 5/2010, una enmienda al art. 33.2 por cuya virtud se pretendía de incluir en el catálogo de penas graves la entonces llamada “prisión perpetua revisable”. Presentada en tal ocasión como una pena excepcional a aplicar en supuestos muy restringidos y configurada como una pena distinta y no como una prolongación de la pena privativa de libertad, la particularidad venía dada por su carácter revisable, en línea –se decía- con la legislación vigente en ciertos países de la Unión Europea como Alemania, Francia, Italia o Reino Unido. La propuesta, en fin, del grupo popular consistía, en el debate de hace año y medio, en añadir un artículo 35 bis al CP con la siguiente redacción: “La pena de prisión perpetua revisable se cumplirá por un período inicial de veinte años, sin que quepa aplicar ningún beneficio de condena, salvo los que se consideraran de necesidad grave de carácter humanitario apreciada expresamente por el Tribunal sentenciador. Cumplidos veinte años de internamiento, el Tribunal sentenciador decidirá si procede la revisión de la condena, conforme a lo previsto en el artículo 90 bis de este Código”.
A falta de mayores concreciones por parte del Ministro de Justicia, hemos de considerar que los argumentos esgrimidos hace año y medio por el Sr. Trillo son extrapolables al actual propósito ministerial. En tal sentido, hay que recordar que en el todavía reciente debate parlamentario se arguyó que el punto determinante de esta pena, lo que la diferenciaba de otros precedentes históricos, estribaba en su carácter revisable, que la hacía compatible con los postulados constitucionales a la hora de caracterizar las penas y especialmente a lo previsto en sus artículos 15 y 25.
No obstante, así planteada, su encaje en el modelo constitucional no resulta sencillo. Una pena de estas características, sobre la que no cabe aplicar ningún beneficio penitenciario durante veinte años, se cohonesta mal con la rehabilitación y la reinserción social. De nuevo apelando a las informaciones de los expertos en esta materia, parece fuera de toda duda que las consecuencias de un encierro prolongado en cualquier ser humano son terribles y, a partir de los 20 años, conducen a un deterioro –físico y psicológico‐ prácticamente irreversible. La destrucción física y moral en tales condiciones del condenado está asegurada; por ende, su rehabilitación y reinserción social, descartadas por completo. Además, nos oponemos abiertamente a esta propuesta por atentar con el derecho constitucional a la dignidad humana, más cuando, lamentablemente, esta posibilidad ya existe en nuestro ordenamiento jurídico. En las cárceles españolas viven entorno a 400 personas que tienen condenas superiores a los límites legalmente establecidos en el Código Penal de 20, 25, 30 o 40 años. Se trata de personas que han delinquido en varias ocasiones y, lo han hecho, después de que fueran sentenciados por otros delitos; en estos supuestos en aplicación del art. 76 Código Penal, las penas no pueden limitarse a los topes temporalmente establecidos, sino que tienen que sumarse. Así, hay personas que tienen 30 y 40 años de edad y les quedan por cumplir penas de 60, 70, 80 o 100 años, sin posibilidad alguna de revisión de esa situación legal.
La referencia del Sr. Ruíz Gallardón a su aplicación“para supuestos muy graves de alarma social”, contribuye –por si lo anterior fuera poco- a incrementar los recelos frente a esta nueva pena, a temer una vez más que la repulsa social se constituya en el criterio determinante para acometer las reformas legislativas, culminándose así el reinado de un “populismo punitivo” que conforme una configuración autoritaria y patibularia del Estado.
Todo lo anterior, en el marco de un sistema de justicia que contempla la posibilidad de penas privativas de libertad de hasta 40 años, evidencia la innecesaridad de su implementación y por ende una utilización abusiva e inmoderada del derecho penal en la línea ya advertida hace casi tres siglos por Beccaria: “Toda pena que no se deriva de la absoluta necesidad es tiránica”.
Por último señalar que aunque en materia de Administración de Justicia, especialmente dentro de la Jurisdicción Penal, son necesarias reformas (una nueva ley de Enjuiciamiento Criminal, es prioritaria), sin embargo no parece que en este momento de crisis económica generalizada, lo mas adecuado sea el hacer recaer de nuevo las modificaciones legales sobre el alargamiento de la pena de prisión, cuando esta pena por su contenido y naturaleza, supone al margen de los inconvenientes legales y éticos que se han descrito, una carga para los presupuestos del Estado. Tal vez convenga recordar, que según los datos que suministra la Administración Penitenciaria, construir una prisión cuesta a los ciudadanos más de 8 millones de euros (80.000 € por cada nueva plaza –son centros de 1.100 plazas) y que cada persona privada de libertad, supone un coste al año según los Presupuestos generales del Estado de 19.998,35 € (año 2010).