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viernes, 18 de noviembre de 2011

"Melancholia", de Lars von Trier


Veo Melancholia e inmediatamente me acuerdo de las vanitates: ese género pictórico barroco que representaba bodegones con finalidad (predominantemente) simbólica; de representación sensible de lo perecedero de la existencia.


Observo la trama de la película de Lars von Trier y no puedo sino sentirme hondamente conmovido por su sentido: en ella, en efecto, son las personas incapaces de sobrellevar con elegancia el teatro del mundo (Justine: Kirsten Dunst) quienes, al cabo, afrontan con mayor serenidad, mayor verdad y mayor belleza el hecho capital de la existencia. (Porque su actitud es de apertura ante ello.) El hecho de que lo existente es -como proclamó con crudeza Martin Heidegger- un ser para la muerte. Y que, frente a tal hecho incontrovertible, cualquier posicionamiento (también los más dignos: los estéticos, los epicureos o los estoicos) naufraga estrepitosamente: en el ridículo; como le ocurre a Claire (Charlotte Gainsbourg).

Creo, sin embargo, que tal tema admirable no está tratado, en el plano formal, con el nivel estético requerido. Von Trier acaba dejándose arrastrar (como apunta certeramente Stéphane Delorme -en su crítica de la película, en Cahiers du Cinéma-España nº 50, noviembre 2011-... aunque acabe por salvar al director de cualquier censura), por la tentación de lo sublime; del romanticismo, en suma. En mi opinión innecesariamente (aunque quien conozca su trayectoria anterior se sorprenderá apenas por ello).

Así, una tragedia existencial, metafísica (que, como no podía ser de otro modo, aparece retratada con retazos de las estéticas de Ingmar Bergman y de Alain Resnais, de Michelangelo Antonioni y de Andrei Tarkovsky... pero también de Michael Night Shyamalan) acaba por verse convertida en una proclama. (Es cierto: a diferencia de Terrence Malick, en The tree of life, Von Trier no parece tener ninguna visión global que entregarnos; tan sólo una inquietud. Algo progresamos, pues...)

Y hacer una proclama acerca del fin del mundo para afirmar -para gritar, más bien- que uno ("yo": Lars von Trier) ineluctablemente ha de morir (usando y abusando de la obertura de Tristan und Isolde y de los planos "excelsos") se parece demasiado a la actitud de la, por lo demás, ridiculizada Claire, y muy poco a la serenidad de Justine.

Serenidad teñida, si se quiere, de dolor y de desesperación. Mas no recubierta por los oropeles de la "belleza" y de la retórica trágica. (¿Qué hay, en verdad, de trágico en fenecer?) Es por eso por lo que, puestos a filmar el fin del mundo (as we know it), prefiero al Bergman de De två saliga (=Los elegidos, 1986): porque grita menos (o, como mínimo, grita mejor).

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