El cine de los hermanos Coen siempre ha estado atravesado por tres grandes temas, destacados siempre por su puesta en imágenes: lo ridículo, lo cruel y la muerte. Cambiando de género, de argumento, de personajes, de épocas, al cabo, todas sus películas vienen a constituir una exploración del trasfondo, cómico y trágico al tiempo, de la existencia; y de la existencia en ese lugar tan particular que son y han sido los Estados Unidos de América.
En True grit, los Coen vuelven a enfrentarse a los mismos espectros. Aquí, en el contexto de una historia prototípica del western. Limando algunas aristas, algunas estridencias en su formalización, en relación con películas anteriores. Pero preservando la esencia de su mirada: que siempre ha sido -y sigue siendo- una mirada (lúcida, aunque también socarrona) a lo fantasmático, que nos rodea y acosa. (Mejor: que rodea, y acosa, a l@s ciudadan@s norteamerican@s comtemporáne@s, porque no hay cine más local -en el mejor de los sentidos- que el de estos dos autores: local, como lo son -por poner un ejemplo comparable- los de Fernando Fernán Gómez o Luis García Berlanga. Pero lo local, en el mejor cine, no impide, antes al contrario, el abordaje de cuestiones universales; al menos, para quienes -como es nuestro caso- comparten la misma época y similares circunstancias sociohistóricas.)
Una historia de viaje a las tinieblas, de afrontamiento de la muerte (omnipresente en la película). De maduración, con todo el dolor, y la pérdida, que siempre conlleva. De aferrarse a la misión de que no se ha dotado, de serle fiel. Y de cómo todo ello puede -y debe- ser representado, dramática y visualmente.
Una historia de viaje a las tinieblas, de afrontamiento de la muerte (omnipresente en la película). De maduración, con todo el dolor, y la pérdida, que siempre conlleva. De aferrarse a la misión de que no se ha dotado, de serle fiel. Y de cómo todo ello puede -y debe- ser representado, dramática y visualmente.
Una historia, pues, otra, de fantasmas, de los fantasmas, de l@s norteamerican@s.