Esta nota pretende tan sólo llamar la atención sobre un director sobradamente conocido (a pesar de su escasa obra: seis películas solamente) entre los cinéfilos, pero que no es popular entre el público en general, a pesar de (o quizá debido a) constituir una auténtica rareza en el cine clásico norteamericano: Albert Lewin es el director de obras tan extrañas como -menciono solamente las tres películas suyas que he tenido oportunidad de ver- The picture of Dorian Gray, The private affairs of Bel Ami y Pandora and the Flying Dutchman.
Lewin hace un cine cargado de literatura: Oscar Wilde, Guy de Maupassant, mitología griega, leyendas,... Sin embargo, se trata de una forma extremadamente extraña de hacer cine literario: a diferencia de lo habitual en el cine norteamericano clásico, y en el contemporáneo más convencional, no sólo -que también- se extrae el esquema argumental de la obra o historia adaptada, aprovechándose de su prestigio cultural. Antes al contrario, a lo largo de las películas los personajes de dichas narraciones enuncian, de un modo casi obsesivo, en sus diálogos, en sus monólogos (y a veces es realmente difícil distinguir entre lo uno y lo otro), ideas y reflexiones, comentarios en torno a la acción que está teniendo lugar o acaba de tenerlo. Comentarios y reflexiones preñadas de sentido filosófico, moral, existencial. Es decir, son los propios personajes protagonistas quienes actúan al tiempo también como el auténtico coro de la tragedia narrada, enjuiciando y contextualizando sus propias acciones y las de sus oponentes. Todo ello, sin llegar nunca a salirse del paradigma estético del cine clásico (pretensión realista, clausura argumental, causalidad psicológica, personajes definidos caracterológicamente, invisibilidad del aparato cinematográfico), aunque -como John Ford, como Alfred Hitchcock y algunos otros- subvirtiéndolo desde dentro.
En lo visual, esta fijación obsesiva en torno a la dotación de un sentido a las acciones narradas, se acaba por plasmar en una puesta en imágenes en la que los planos encuadran la (leve) acción -y, sobre todo, la locución de los personajes- en la distancia (lo señala también Quim Casas: Albert Lewin, un cineasta admirable, en Dirigido por... nº 384, diciembre 2008). Aparece, así, una suerte de (estrafalaria) narración cinematográfica que, aun teniendo ciertamente por tema un asunto fantástico, lo contempla no con realismo (al modo que, en otro lugar, he comentado que hace, por ejemplo, Robert Wise), sino más bien como la mostración de un ensueño (no inquietante... corporeizado simplemente).
Cine escultórico, sería tal vez una buena -bien que meramente metafórica- definición, de lo que Lewin construye en el seno de sus películas.