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jueves, 12 de octubre de 2023

Armageddon Time (James Gray, 2022)



Toda la obra cinematográfica de James Gray está atravesada por un cada vez más obvio hilo conductor: el de las relaciones paterno-filiales y las tensiones (tanto emocionales como materiales) a las que estas frecuentemente dan lugar. En efecto, encarnado en las más variadas convenciones genéricas (las del cine criminal, en Little Odessa, The yards o We own the night, las del melodrama, en Two lovers o The inmigrant, las del cine de aventuras, en The lost city of Z, las del cine de ciencia-ficción, en Ad Astra), lo cierto es que sus personajes protagonistas aparecen siempre inmersos en complejas interacciones emocionales y materiales (a veces, reales, imaginarias otras veces) con sus progenitores. Todo ello, sin dejar de prestar atención en ningún caso (y precisamente aquí estriba su particular valor estético) al entorno social en el que dichas relaciones tienen lugar, así como a la perspectiva que la narración adopta para mostrar tanto las unas como el otro.

En esta su última película, Armageddon Time, el tema y el tratamiento narrativo y formal vuelven a aparecer, en un contexto aún más obvio: el del género -tan caro al cine comercial norteamericano, especialmente del contemporáneo- del coming of age, es decir, de la narración del proceso de transición de la infancia a la edad adulta. En este caso concreto, se trata del proceso de transición que experimenta un varón pre-adolescente de clase trabajadora, hijo de inmigrantes (con raíces judías por el lado materno) con aspiraciones de ascenso social. Personaje este que, según declaraciones del director, incorporaría notables elementos de su propia biografía (la película está ambientado en los comienzos de la década de los 80 del pasado siglo, durante el primer mandato presidencial de Ronald Reagan -ese apocalíptico "tiempo de Armagedón" al que hace referencia su título, tiempo de ascenso de la ideología neoliberal y de miedo al futuro, de crisis económica y de renovada amenaza nuclear...).

(Observación colateral: no deja de resultar curioso cómo, en estos últimos años, varios directores consagrados están optando por ejercicios -más o menos (auto-)complacientes, según los casos- de recuperación de su infancia, adolescencia y juventud: Kenneth Branagh, con Belfast, Steven Spielberg, con The Fabelmans, Paul Thomas Anderson, con Licorice Pizza,... En este contexto, la película de James Gray que hoy comento me parece la más conseguida, por estar dotada de un mayor contenido crítico -y, por ende, analítico- y no refugiarse en la facilidad de la mera nostalgia.)

Paul Graff (Banks Repeta), protagonista de la película, recorre, a sus doce años, todo el trayecto de vida narrado por el relato (un año de su vida, que se revelará decisivo) balanceándose entre dos fuerzas que le empujan, atraen y repelen: fuerzas bondadosas, como su amistad con un compañero de clase afroamericano (Jaylin Webb) o el estrecho vínculo emocional con su abuelo materno (Anthony Hopkins), quien le transmite toda una tradición de dignidad, solidaridad y resistencia, propia del proletariado con conciencia de clase; pero también fuerzas amenazantes, como son el clasismo y el racismo crecientes de la sociedad norteamericana (representado en la película por los prejuicios que atenazan a sus nuevos compañeros de clase, en ese colegio privado, clasista y reaccionario al que sus padres deciden enviarle), así como la ansiedad de estatus del padre (Jeremy Strong), temeroso de que, si permanece en su entorno (proletario e interracial), su hijo será incapaz de ascender en la escala social, como es su aspiración.

Así, la historia que narra Armageddon Time es, en esencia, la de la toma de conciencia, por parte de un pre-adolescente en el vórtice de un huracán (social, pero también emocional: muerte del abuelo, traición a la amistad, tolerancia hacia el racismo, pérdida de la propia identidad social...), de la realidad de la desigualdad y de las relaciones de poder que existen en la estructura social. La película acaba de este modo: Irving Graff le explica a su hijo que para una familia proletaria la única ambición realista es el ascenso social individual de los hijos. Pero que, para lograrlo, es imprescindible estar dispuesto a renunciar a todo lo que uno es y a travestirse: de estudiante brillante de "clase media", de triunfador, de racista, de conservador (o, a lo sumo, de "progresista razonable y moderado"). Que para ellos no existe otro camino más fácil (so pena de permanecer enjaulados en las miserias materiales y psíquicas de su propia clase).

Todo ello, por supuesto, conlleva unos abrumadores costes emocionales (en términos de dolor, tristeza y desprendimiento de los propios afectos y de la propia identidad) y morales (en términos de indignidad y de sumisión), como enseguida experimenta nuestro protagonista. Pero ese es el precio a pagar por quienes han (hemos) ascendido socialmente de este modo.

Un drama oscuro, pues: el drama cotidiano de tantas y tantas familias, que (acaso de manera mucho menos consciente de como James Gray lo presenta en la película) todos los días realizan este género de ejercicios de reconstrucción de su propia identidad y de la personalidad de sus hijos/as, esperando que ello sirva para apartarles de la precariedad y de la etiqueta del fracaso social.




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