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lunes, 10 de agosto de 2015

William Faulkner: Intruder in the dust


Con motivo de haber visto recientemente la adaptación cinematográfica de la novela que Clarence Brown dirigió en 1949 (de la que hablaré otro día), he vuelto a leer la obra original de William Faulkner, que quedaba ya muy atrás, casi olvidada, en mi memoria de lector.

Intruder in the dust narra la historia de un crimen y de un de falso culpable. Pero -y ello es decisivo- la narra en el marco de una sociedad dominada por el racismo, en la que la muerte de un ciudadano "blanco" a manos de otro "negro" constituye algo más que un delito, constituye una rebeldía que ha de ser castigada de manera contundente (a través del linchamiento), con el fin de reafirmar la dominación.

En este contexto envenenado, la novela se desarrolla atendiendo, en cambio, a personajes que, todos ellos, resultan un tanto marginales, descentrados, dentro de la sociedad sureña. Así, el falso culpable, Lucas Beauchamp, es un ciudadano afroamericano no sólo formalmente libre (como todos por aquel entonces, después de la abolición formal de la esclavitud), sino además (y a diferencia de la mayoría de sus compañer@s de etnia, mantenidos en la opresión por el racismo institucionalizado) materialmente autónomo, que "actúa como un blanco", esto es, como un ciudadano más. Una rara avis, pues, en la sociedad racista (y ésta está dispuesta a hacérselo pagar).

Pero es que también los salvadores de Beauchamp son personajes marginales: una anciana solterona y dos adolescentes, uno "blanco" y otro "negro". De hecho, toda la historia que narra Intruder in the dust puede ser vista como la del desarrollo de la conciencia moral de ese adolescente "blanco" que, integrado en una comunidad profundamente racista, se ve arrastrado por aquello que dentro de él (que, por ser tan joven, no ha llegado a asumir por completo  todas y cada una de las normas y tabúes hegemónicos) aún subsiste de empatía humanitaria, y que es capaz de superar sus prejuicios para luchar por la verdad y la justicia, ciegas ambas ante la etnia de sus destinatarios. Y cómo, de este modo, ese adolescente llega a ser consciente de la profunda podredumbre moral que atenaza a la comunidad en la que vive: una comunidad que estaba dispuesta a dar por supuesto, sin mayor cuestionamiento, que una persona era culpable tan sólo por la etnia a la que estaba asignado, y a matarla por ello, sin darle oportunidad alguna de diálogo.

Y aquí estriba la explícita apuesta del escritor (intercalada, a modo de digresiones de índole ensayística, en diversos pasajes de la novela): que el propio Sur sea capaz, mediante el desarrollo de la conciencia moral de sus ciudadan@s (de l@s mejores de entre sus ciudadan@s -no necesariamente siempre, en la visión de Faulkner, l@s más distinguid@s socialmente), de hacerse cargo de tal podredumbre moral y de superarla, alcanzando un superior grado de conciencia moral, y de humanidad. (Rechazando, en cambio -al menos, así lo hace su portavoz en la novela, Gavin Stevens-, que el final de racismo se produzca mediante una imposición legal "desde fuera" de las conciencias individuales, y desde fuera también del Sur.)

Es claro que como propuesta política, y con independencia de lo que pueda tener de acertado (evidentemente, las leyes y las imposiciones políticas nunca consiguen acabar por completo con lo que está firmemente asentado en las ideologías y en las conciencias -piénsese, si no, en la persistencia del racismo en los Estados Unidos aún hoy), resulta exageradamente idealista, al exagerar las posibilidades del desarrollo autónomo de la conciencia moral individual y colectiva. Y, sobre todo, al prescindir de los derechos e intereses de la parte oprimida, la población afroamericana.

En todo caso, no nos puede interesar ya hoy este debate político (la novela es de 1948), ampliamente superado por los acontecimientos posteriores. Por el contrario, lo que queda para el recuerdo, aún hoy, es la manera en la que, a veces (no muchas, quizá, pero sí algunas, más de las que pudiera en un principio parecer), los seres humanos somos capaces de superar los condicionamientos de los que partimos y, en atención a nuestra propia humanidad (a las emociones y disposiciones que específicamente nos humanizan, que sólo se explican por nuestra pertenencia a la especia humana), adoptar una actitud más amplia, menos cerril, y salvar la dignidad de nuestra comunidad, actuando con decencia allí donde ello es visto como algo excéntrico e inaceptable. Es decir, la posibilidad (dificultosa, qué duda cabe, pero existente) del progreso moral.


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