La narrativa de William Faulkner resulta siempre elusiva. No, desde luego a causa de las historias que cuenta: casi siempre asentadas en el filo entre la novela histórica y el melodrama (con algunas desviaciones, hacia el género criminal y la novela romántica), suelen ser -particularmente, a medida que avanzaba su carrera y se consolidaba su maestría como narrador- tramas lineales, con un comienzo, un desarrollo y una conclusión cerrada. (Nada que ver, pues, con las tramas de los otros grandes renovadores de la novela del siglo XX -Franz Kafka, Robert Musil, Marcel Proust, James Joyce, Hermann Broch, las últimas novelas de Thomas Mann,...).
No, lo que ocasiona la sensación de hallarnos ante narraciones resbaladizas, difíciles de asir en su significado más esencial, es, desde luego, su forma. Yo, desde hace ya décadas (y, en realidad, durante décadas), fui leyendo todas y cada una de las novelas y cuentos de Faulkner. Siempre quedé fascinado por la fuerza de su estilo, así como por el cosmos (histórico, social) que presentaba. Mas me resultaba extremadamente complejo determinar, como lector, qué estaba leyendo en realidad. Y ello me incomodaba.
Hoy, acabo de releer -muchos años después- Absalom, Absalom!. De nuevo, he quedado fascinado. Sin embargo, ahora creo ser capaz de -más allá de la fascinación- aportar alguna claridad mayor acerca de la esencia de la novela, tanto en el plano formal como en el temático. Y lo comparto aquí (siquiera sea para intentar ordenar y aclarar mis ideas):
Absalom, Absalom! (cuyo título, en sus resonancias bíblicas, evoca ya una historia de odios y venganzas familiares) viene a ser, en efecto, ante todo una historia de fantasmas. En este sentido, creo que es esencial un rasgo formal muy característico, y que ha sido destacado por todos los comentadores de la novela: el hecho de que no exista narración directa alguna desde el punto de vista de ninguno de los personajes protagonistas. Pues tal elección estilística supone que lo que el/la lectora(a) recibe es siempre una narración en segunda instancia: de aquellos rastros que la trágica historia de la familia Sutpen ha dejado en la historia (local). Los narradores, pues, evocan fantasmas, viejos terrores, emociones caducadas. Y nos transmiten todo ello a nosotr@s.
Con ello, lo que realmente recibimos son restos: la osamenta emocional e imaginaria de un lugar (mítico, desde luego -el condado de Yoknapatawpha-, aunque trasunto palpable del Sur de los Estados Unidos de la guerra y posguerra civil, entendido como paisaje mental, antes que físico).
Un lugar descrito, de manera pavorosa (¡de nuevo, la historia de fantasmas!): como un lugar -imaginario- en el que la ceguera de las pasiones, la incapacidad para rehuir las cadenas de las convenciones sociales y para afrontar con valor la propia humanidad, condenan a la desgracia y a la impotencia (a la culpa y al desfallecimiento imperecedero) a cuantos habitan en su espacio mental. Que acaso somos, siempre, un poco tod@s...
Así, mediante una construcción monumental de su propia versión de The fall of the House of Usher (Edgar Allan Poe), William Faulkner pasea ante nosotr@s (mejor: ante la ciudadanía norteamericana -sureña, en particular- de su tiempo, por más que, inevitablemente, nosotr@s también nos sintamos aludid@s) un espejo que presenta las monstruosidades a las que nos ha de conducir la aceptación acrítica de esa mortal combinación que constituyen unas emociones sin control y una sumisión profunda a lo social (en suma, a los poderes que lo dominan).
(No he podido dejar de recordar -la asociación ha sido automática, lo siento- el cine de Lucrecia Martel: mucho más escueto en su retórica, desde luego, mas también tajante en su asociación entre sumisión, culpa y desgracia.)
Así, el estilo, profuso, alambicado, basado en una riada de palabras y en una estructura cruzada de voces narrativas, tan característico de Faulkner, funciona perfectamente como trasunto formal de ese "espíritu" (vale decir: de ese imaginario social) que revolotea el universo -terrible, atemorizador- narrado. Que podría ser también el nuestro.
No, lo que ocasiona la sensación de hallarnos ante narraciones resbaladizas, difíciles de asir en su significado más esencial, es, desde luego, su forma. Yo, desde hace ya décadas (y, en realidad, durante décadas), fui leyendo todas y cada una de las novelas y cuentos de Faulkner. Siempre quedé fascinado por la fuerza de su estilo, así como por el cosmos (histórico, social) que presentaba. Mas me resultaba extremadamente complejo determinar, como lector, qué estaba leyendo en realidad. Y ello me incomodaba.
Hoy, acabo de releer -muchos años después- Absalom, Absalom!. De nuevo, he quedado fascinado. Sin embargo, ahora creo ser capaz de -más allá de la fascinación- aportar alguna claridad mayor acerca de la esencia de la novela, tanto en el plano formal como en el temático. Y lo comparto aquí (siquiera sea para intentar ordenar y aclarar mis ideas):
Absalom, Absalom! (cuyo título, en sus resonancias bíblicas, evoca ya una historia de odios y venganzas familiares) viene a ser, en efecto, ante todo una historia de fantasmas. En este sentido, creo que es esencial un rasgo formal muy característico, y que ha sido destacado por todos los comentadores de la novela: el hecho de que no exista narración directa alguna desde el punto de vista de ninguno de los personajes protagonistas. Pues tal elección estilística supone que lo que el/la lectora(a) recibe es siempre una narración en segunda instancia: de aquellos rastros que la trágica historia de la familia Sutpen ha dejado en la historia (local). Los narradores, pues, evocan fantasmas, viejos terrores, emociones caducadas. Y nos transmiten todo ello a nosotr@s.
Con ello, lo que realmente recibimos son restos: la osamenta emocional e imaginaria de un lugar (mítico, desde luego -el condado de Yoknapatawpha-, aunque trasunto palpable del Sur de los Estados Unidos de la guerra y posguerra civil, entendido como paisaje mental, antes que físico).
Un lugar descrito, de manera pavorosa (¡de nuevo, la historia de fantasmas!): como un lugar -imaginario- en el que la ceguera de las pasiones, la incapacidad para rehuir las cadenas de las convenciones sociales y para afrontar con valor la propia humanidad, condenan a la desgracia y a la impotencia (a la culpa y al desfallecimiento imperecedero) a cuantos habitan en su espacio mental. Que acaso somos, siempre, un poco tod@s...
Así, mediante una construcción monumental de su propia versión de The fall of the House of Usher (Edgar Allan Poe), William Faulkner pasea ante nosotr@s (mejor: ante la ciudadanía norteamericana -sureña, en particular- de su tiempo, por más que, inevitablemente, nosotr@s también nos sintamos aludid@s) un espejo que presenta las monstruosidades a las que nos ha de conducir la aceptación acrítica de esa mortal combinación que constituyen unas emociones sin control y una sumisión profunda a lo social (en suma, a los poderes que lo dominan).
(No he podido dejar de recordar -la asociación ha sido automática, lo siento- el cine de Lucrecia Martel: mucho más escueto en su retórica, desde luego, mas también tajante en su asociación entre sumisión, culpa y desgracia.)
Así, el estilo, profuso, alambicado, basado en una riada de palabras y en una estructura cruzada de voces narrativas, tan característico de Faulkner, funciona perfectamente como trasunto formal de ese "espíritu" (vale decir: de ese imaginario social) que revolotea el universo -terrible, atemorizador- narrado. Que podría ser también el nuestro.