Hace algunas semanas, participé como ponente en un seminario de discusión acerca del proyecto de reforma del Código Penal promovido por el gobierno, actualmente en tramitación parlamentaria. Después de mi exposición (muy crítica, como se puede imaginar) y de diversas discusiones sobre detalles del Proyecto, surgió -como suele ocurrir- la cuestión, más general, del "populismo punitivo": de por qué razón puede funcionar, como funciona, el recurso al Derecho Penal como herramienta propagandística, al servicio de la demagogia política; sobre todo (puesto que las razones de propagandistas y de políticos para emplear este recurso son más evidentes), de por qué la ciudadanía (una parte significativa de ella, según nos indican los estudios de opinión pública) "compra" un mensaje político-criminal tan tramposo (los delincuentes se van de rositas, elevando las penas acabamos con el problema, el que la hace la paga,...) y evidentemente carente de fundamentación empírica.
El debate giró, en suma, hacia la relación entre legislación penal (y política criminal) y democracia. Una relación que, sin duda, está resultando problemática, al menos para quien se tome en serio las exigencias que ha de conllevar una política criminal racional y moralmente justificada. Y el hecho de que la mera voluntad mayoritaria no constituye nunca una justificación suficiente para acciones tan contundentes como son las de limitar radicalmente -o incluso privar- de derechos fundamentales (tanto mediante las prohibiciones penales como mediante sus sanciones) a amplios grupos de personas.
(Tan es así que existe toda una corriente de opinión entre l@s expert@s que ha puesto en cuestión, de hecho, que las decisiones penales fundamentales, debido a su enorme trascendencia moral, debieran ser tomadas mediante los habituales procedimientos legislativos parlamentarios. Esta posición puede traducirse, en la práctica, tanto en la propuesta de otorgar la capacidad de decisión a una agencia independiente, gobernada por expert@s; como en la de dotar de un fuerte contenido normativo a las disposiciones constitucionales, a la hora de limitar al legislador penal; como, en fin, en la de construir procedimientos legislativos más deliberativos, que deberían limitar el peso del prejuicio y de la opinión mal informada.)
En dicha discusión, yo formulé una hipótesis. Hipótesis que, como cualquier explicación sobre las causas de hechos (sociales), está aún pendiente de validación empírica. Y que, de ser cierta (de ser una parte relevante de la explicación del fenómeno del "populismo punitivo"), poseería implicaciones importantes también en el plano normativo: en la orientación de los movimientos que se oponen a dicha perniciosa tendencia.
Mi hipótesis se apoya en la evidencia criminológica que establece que: a) no es cierto que la mayoría de la ciudadanía sea particularmente punitivista; b) las decisiones políticas y reformas legislativas que dan lugar a una expansión irracional del Derecho Penal obedecen inicialmente a procesos propios del sistema político (incluyendo los medios de comunicación) que a auténticas demandas sociales.
Mi hipótesis reza, entonces, que el "populismo punitivo" ha de ser visto como la manifestación, en el ámbito de la política criminal, de la baja calidad de la democracia. Y predigo, entonces, que cuanto más baja sea dicha calidad (menos próximos estemos a una "democracia real": una en la que la ciudadanía tiene oportunidades efectivas, frecuentes e igualitarias de participación en la adopción de decisiones políticas, y en la que sus representantes efectivamente adoptan actitud de tales, intentando representar lo más fielmente posible las ideas y creencias de quienes se supone que representan -limitándose, pues, en ambos aspectos, la incidencia de los poderes sociales no elegidos), mayor es la probabilidad de derivas populistas en la praxis político-criminal de los estados contemporáneos.
Como advertía, se trata tan sólo de una hipótesis, necesitada de verificación empírica, en cuanto a sus predicciones, y de descripción detallada, en cuanto a las cadenas causales que han de sustentar la conexión entre políticas criminales "populistas" y grado de calidad democrática de un determinado sistema político.
Sobre esto último, existe, como señalaba más arriba, cierta evidencia empírica en la investigación criminológica contemporánea. Cabe apuntar, al respecto, que la secuencia causal sería (expresada esquemáticamente) como sigue: grupo de interés-medio de comunicación-opinión pública (publicada)-asociaciones-partidos políticos-parlamento-boletín oficial. (Con retroalimentaciones varias: entre grupos de interés y partidos políticos, entre partidos políticos y medios de comunicación, etc.)
Pero, si es cierta, entonces, cabe esperar, justamente, lo que contemplamos: que España, por ejemplo, con una democracia manifiestamente mejorable, sea adalid del "populismo punitivo" (que consigue aunar a las derechas y buena parte de las izquierdas).
Y, si es cierto, entonces la lucha en contra del "populismo punitivo" debería añadir, a los argumentos más usuales, atinentes a la inmoralidad e ineficacia de dichas soluciones, argumentos de índole puramente política. Poniendo en cuestión el modo (poco participativo) en que tienen lugar los procesos de toma de decisiones en materia político-criminal, por más que se pretendan recubrir el manto del "apoyo popular".
Habría, sí, pues, que importar, también al ámbito de la política criminal (traslación que, por cierto, rara vez han sabido hacer con tino los movimientos procedentes del 15-M), en definitiva, el grito de "¡Que no nos representan!". Tampoco en esto.