En estos revueltos tiempos, en los que quien más quien menos se declara "indignad@", y reclama una exigencia perentoria e irrestricta de responsabilidad... a l@s demás (siempre a otr@s, claro está, no a un@ mism@), conviene atender a la advertencia que ayer mismo (en El Cultural) hacía Rafael Chirbes acerca de nuestra tendencia (tan bien examinada por René Girard) a construir chivos expiatorios, a quemarlos en la plaza pública y a aparentar con ello haber resuelto los conflictos sociales:
"(...) porque detrás de esta falsa modernidad que hemos vivido, hay un pozo y hay un pantano que siguen estando ahí, cada vez están más podridos. Porque todos somos ahora muy modernos pero aquí siguen funcionando los mismos esquemas, los viejos tópicos franquistas. No tengo la impresión de que haya cambiado tanto el nervio de la sociedad. Enseguida ves cómo, por debajo, los comportamientos tienen una continuidad con la España que conocí a los diez años. Esta novela tiene el afán de, además de que el pantano sirva como metáfora, ser una narración en la que estén imbricados el pasado y el presente, la guerra y la posguerra, porque los mecanismos por los que unos se enriquecieron siguen funcionando y todo es como una pasta espesa y pringosa. (...) Y eso me da miedo, porque aunque todo parece que cabalga desbocado, por otro lado veo a un país puritano, exigente, veo que nos vamos convirtiendo en un coro inquisitorial y eso me asusta. Un mundo de delatores, como si aquí nunca hubiéramos cobrado en dinero negro, como si nadie hubiera hecho trabajos sin factura... Y si a este espíritu inquisidor le acompañara una gente que se ha leído Las Tormentas del 48 de Galdós y entiende lo que es un movimiento, una revolución.... pues bueno. Pero no, aquí no tenemos formación política, y todo es improvisación y gamberreo. “Las redes sociales arden” oigo por ahí. Bueno, pues a mí las redes sociales me dan pánico. Para mí son como esas “tricoteuses” de la revolución francesa, esperando ver rodar cabezas, desde el anonimato, desde la cobardía más absoluta y esperando a ver qué cabeza cae para celebrarlo: ¡Ha caído la del rey!, ¡ha caído la de la princesa! ¡Uff! Todo eso me espanta. Y desconfío, sí, porque veo que todo se está volviendo muy judicial, y cuando se pone en marcha la justicia me echo a temblar."
Expresado de forma menos aforística y -acaso- más clara: convendría no olvidar que buena parte de la población que hoy se declara indignada ha compartido (y, en buena medida, aún comparte) exactamente los mismos valores morales y el mismo programa político que los grupos sociales más poderosos, a quienes vienen sirviendo, de forma no del todo forzada. Sin duda, será cierto que algun@s habrán aprendido ya cuán poco vale tal servidumbre, cuando pintan bastos y hay que elegir a quien se salva: la elección, por supuesto, será siempre salvar antes "la plata" que al "servicio".
No, no descartaremos la probabilidad de que haya quienes aprendan, y comprendan que les habían vendido un producto (político) defectuoso); y en el futuro obren, como ciudadan@s, con más tino. Pero tampoco podemos ignorar la posibilidad -muy plausible, en realidad- de que buena parte de la "indignación" siga siendo, ante todo, interesada, y un punto hipócrita. Para decirlo con crudeza: que much@s ciudadan@s indignad@s (y, es evidente, no me refiero precisamente al grueso del Movimiento 15-M) quedarían satisfechos si resultase posible (o les convencieran de que lo es) acabar con la pérdida de ingresos, de bienestar y de derechos privando por completo de los suyos a l@s extranjer@s (pobres), o un cierto grupo étnico... o, en fin, a cualquier chivo expiatorio que parezca idóneo para cumplir tal papel.
En otras palabras: la tentación fascista (o proto-fascista) está ahí: no sólo en Grecia o en Francia, sino en tantos comentarios "indignad@s" (sobre la política y los políticos, sobre el "Estado de las autonomías", sobre la necesidad de un "cambio radical", sobre que "hacen falta guillotinas", etc.), que uno escucha y lee, en tertulias y en redes sociales, en este país, España.
Por eso, porque la "indignación" no es necesariamente de izquierdas, no toda ella comparte los valores morales de la igualdad moral de todos los seres humanos y de la universalidad de sus derechos. Ni, consiguientemente, una visión verdaderamente participativa de la democracia, en la que tod@s (y no sólo l@s más concienciad@s, los que tengan más recursos culturales o mejor conexión a internet) tengan acceso efectivo a la participación política. (Democracia participativa que, obvio es decirlo, nada tiene que ver con la algarabía plebiscitaria -tan querida del fascismo y de todos los movimientos demagógicos que en el mundo han sido- ni con los remedos de "democracia digital", para minorías. Ambas ideas vienen circulando como propuestas estos últimos años, pero parecen intentos bienintencionados, pero muy desnortados, de afrontar un problema complejo.)
Y, por eso mismo, habría que reclamar prudencia (yo, desde aquí, la reclamo) en relación con los llamamientos "justicieros", que están pidiendo la apertura de una suerte de "causa general": contra las instituciones públicas, contra "los políticos", contra los partidos, contra los sindicatos,... Espíritu "justiciero" que se muestra cada día en la oleada de acusaciones (unas probadas y otras sin pruebas), en las condenas públicas sobre la base de tan endeble base, sin esperar a un examen mínimamente calmado de las evidencias existentes, y en la impaciencia ante "los formalismos", que estarían impidiendo -así reza el lema- "hacer justicia". Y debemos ser prudentes, primero, porque muchas veces los intereses políticos de muchos pretendidos "justicieros" son demasiado oscuros para hacerlos nuestros. Pero, además, porque corremos riesgos inmensos, sumándonos a la ola de linchadores.
Es evidente, no hay por qué negarlo, que, a este respecto, tenemos dos serios problemas con la administración de justicia española: es profundamente ineficaz, cuando se enfrenta a problemas complejos; y generalmente resulta deferente en exceso con los poderes sociales. (Todo ello obedece a diversas causas, que en otra ocasión podremos explorar.) Es decir, existen riesgos reales de impunidad de todas las tropelías cometidas, y las que estén aún por cometer.
Pero es preciso recordar (sí, es preciso), en primer lugar, que la necesaria lucha contra la impunidad de las inmoralidades, irregularidades, infracciones y delitos (y resulta imprescindible preservar cuidadosamente la distinción entre estas cuatro categorías) cometidos por los grupos sociales más poderosos ha de tener por objetivo lograr que se les aplique el Derecho de forma rigurosa. Y nada más: todo el Derecho, pues; incluyendo, por supuesto, sus garantías. La batalla habrá de estar, entonces, en evitar que la ineficacia de la administración de justicia (por falta de recursos, por mala organización, por obstrucción interesada, etc.) y su deferencia hacia los poderosos haga imposible dicha aplicación.
Expresado en un solo ejemplo: la absolución por falta de pruebas de un político acusado de corrupción puede ser una buena noticia o una mala, dependiendo de la situación. Si la falta de pruebas obedeció a un mal funcionamiento de la investigación policial, a la desigualdad de armas entre una fiscalía con pocos recursos y una defensa con todos los medios, al poco celo del órgano judicial, al soborno de testigos, etc., entonces tenemos un problema de impunidad. Mas no si nos hallamos, simplemente, ante uno más de tantos hechos presuntamente delictivos que aun con el mejor esfuerzo de la administración de justicia es imposible llegar a probar: en tal caso, la absolución ha de ser vista como un bien, como un triunfo de las garantías sobre la pretensión, inquisitiva y represiva, del Estado. (Que, no lo perdamos de vista, no es nunca un aparato vocacionalmente orientado hacia la justicia, sino hacia el poder y el control.)
Y es que conviene no olvidar el hecho irrefutable de que (como en otro lugar examiné con más detenimiento) el "espíritu justiciero" no es nunca otra cosa que una manifestación, desviada, de ansiedades sociales profundas. Unas ansiedades y una manifestación que pueden hacer muy buenos servicios a intereses políticos de grupo (politics). Pero que no son capaces nunca de resolver los problemas sociales de fondo en los que tienen origen. Porque dichos problemas sociales, cuando tienen solución mediante la acción estatal (en otras ocasiones habrán de ser las propias comunidades -los individuos y los grupos- las que los tomen en sus manos), la tienen en todo caso en las políticas públicas (policy): en una política moralmente fundada, orientada por las técnicas y validada de forma democrática. Y no en la justicia, que sólo sirve -cuando sirve- para resolver conflictos inter partes, mas no problemas globales.
Decir esto no significa, no obstante, rechazar sin más el "espíritu justiciero" e "indignado" que nos invade. Porque comprendo su origen, pero, sobre todo, porque creo que puede ser útil para movilizar a la ciudadanía en pro de los valores e intereses que, desde las izquierdas, intentamos defender. Sin embargo, lo que sí reclamo -y aquí terminaré- es que no nos dejemos confundir: podemos usar la retórica de la "indignación" y de la "justicia", pues puede ser útil para llegar a los menos formados políticamente. Pero nunca, nunca deberíamos llegar a creérnosla.
Y, por eso mismo, habría que reclamar prudencia (yo, desde aquí, la reclamo) en relación con los llamamientos "justicieros", que están pidiendo la apertura de una suerte de "causa general": contra las instituciones públicas, contra "los políticos", contra los partidos, contra los sindicatos,... Espíritu "justiciero" que se muestra cada día en la oleada de acusaciones (unas probadas y otras sin pruebas), en las condenas públicas sobre la base de tan endeble base, sin esperar a un examen mínimamente calmado de las evidencias existentes, y en la impaciencia ante "los formalismos", que estarían impidiendo -así reza el lema- "hacer justicia". Y debemos ser prudentes, primero, porque muchas veces los intereses políticos de muchos pretendidos "justicieros" son demasiado oscuros para hacerlos nuestros. Pero, además, porque corremos riesgos inmensos, sumándonos a la ola de linchadores.
Es evidente, no hay por qué negarlo, que, a este respecto, tenemos dos serios problemas con la administración de justicia española: es profundamente ineficaz, cuando se enfrenta a problemas complejos; y generalmente resulta deferente en exceso con los poderes sociales. (Todo ello obedece a diversas causas, que en otra ocasión podremos explorar.) Es decir, existen riesgos reales de impunidad de todas las tropelías cometidas, y las que estén aún por cometer.
Pero es preciso recordar (sí, es preciso), en primer lugar, que la necesaria lucha contra la impunidad de las inmoralidades, irregularidades, infracciones y delitos (y resulta imprescindible preservar cuidadosamente la distinción entre estas cuatro categorías) cometidos por los grupos sociales más poderosos ha de tener por objetivo lograr que se les aplique el Derecho de forma rigurosa. Y nada más: todo el Derecho, pues; incluyendo, por supuesto, sus garantías. La batalla habrá de estar, entonces, en evitar que la ineficacia de la administración de justicia (por falta de recursos, por mala organización, por obstrucción interesada, etc.) y su deferencia hacia los poderosos haga imposible dicha aplicación.
Expresado en un solo ejemplo: la absolución por falta de pruebas de un político acusado de corrupción puede ser una buena noticia o una mala, dependiendo de la situación. Si la falta de pruebas obedeció a un mal funcionamiento de la investigación policial, a la desigualdad de armas entre una fiscalía con pocos recursos y una defensa con todos los medios, al poco celo del órgano judicial, al soborno de testigos, etc., entonces tenemos un problema de impunidad. Mas no si nos hallamos, simplemente, ante uno más de tantos hechos presuntamente delictivos que aun con el mejor esfuerzo de la administración de justicia es imposible llegar a probar: en tal caso, la absolución ha de ser vista como un bien, como un triunfo de las garantías sobre la pretensión, inquisitiva y represiva, del Estado. (Que, no lo perdamos de vista, no es nunca un aparato vocacionalmente orientado hacia la justicia, sino hacia el poder y el control.)
Y es que conviene no olvidar el hecho irrefutable de que (como en otro lugar examiné con más detenimiento) el "espíritu justiciero" no es nunca otra cosa que una manifestación, desviada, de ansiedades sociales profundas. Unas ansiedades y una manifestación que pueden hacer muy buenos servicios a intereses políticos de grupo (politics). Pero que no son capaces nunca de resolver los problemas sociales de fondo en los que tienen origen. Porque dichos problemas sociales, cuando tienen solución mediante la acción estatal (en otras ocasiones habrán de ser las propias comunidades -los individuos y los grupos- las que los tomen en sus manos), la tienen en todo caso en las políticas públicas (policy): en una política moralmente fundada, orientada por las técnicas y validada de forma democrática. Y no en la justicia, que sólo sirve -cuando sirve- para resolver conflictos inter partes, mas no problemas globales.
Decir esto no significa, no obstante, rechazar sin más el "espíritu justiciero" e "indignado" que nos invade. Porque comprendo su origen, pero, sobre todo, porque creo que puede ser útil para movilizar a la ciudadanía en pro de los valores e intereses que, desde las izquierdas, intentamos defender. Sin embargo, lo que sí reclamo -y aquí terminaré- es que no nos dejemos confundir: podemos usar la retórica de la "indignación" y de la "justicia", pues puede ser útil para llegar a los menos formados políticamente. Pero nunca, nunca deberíamos llegar a creérnosla.