Otro ejemplo -por si hiciesen falta más- de la importancia central que la labor de puesta en imágenes posee en la narración cinematográfica. Tarea en la que el director, Hirokazu Kore-Eda, ha demostrado ya suficientemente ser un auténtico maestro.
La trama de esta película aborda, en esencia, el proceso de recuperación de su capacidad para sentir y manifestar unas emociones "normales" (las que se le suponen a un padre) por parte de un individuo -varón- sujeto a una feroz autorrepresión emocional y fijación en objetivos de ascenso y triunfo laboral. Se trata, en este sentido, de emplear la retórica del melodrama, explotando el sentimentalismo que, al parecer, parece inevitable que, en nuestra cultura moderna, rodee a cualquier tratamiento de la infancia en productos culturales con vocación popular, con el fin de reafirmar la norma social de la "paternidad correcta": una paternidad que ya no pasa, hoy, tan sólo por proveer de medios materiales y de normas morales a l@s hij@s (y, en el caso de las hijas, además, por controlar sus cuerpos y su acceso a la sexualidad), sino que, además, exigiría también un trabajo más intenso por parte de los padres (especialmente, de los varones, tradicionalmente más alejados de tales tareas que las mujeres) en la subjetivación de esos nuevos individuos; en la configuración de su personalidad, de sus estructuras motivacionales y emocionales.
Como se verá, el argumento permitía en principio tratamientos considerablemente dispares: desde el melodramático más convencional hasta uno -en la línea de las convenciones del "cine de autor"- transido de extrañamiento (pasando por el cómico).
Kore-Eda opta, en cambio (como resulta ya usual en él), por un tratamiento extrañamente (y hermosamente) contenido, sereno, en el plano visual. Así, hallamos en la película, de una parte, unos acontecimientos dramáticos, una interpretación actoral y unos diálogos que, como he señalado, aparecen estrechamente conectados con la retórica del melodrama, y que a partir de tal retórica adquieren su pretendida potencia significante. Hasta aquí, tenemos una película carente de interés, excepto como reflejo de una ideología socialmente hegemónica (y cuestionable).
Y, sin embargo, la forma visual que el director otorga a la narración hace que la película pueda ser vista -pese a los reparos ideológicos- con placer. Porque se opta por el empleo de una gran cantidad de planos estáticos, vacíos (aparentemente, conforme a los cánones narrativos más convencionales), "contemplativos" (con personajes solitarios, pensando u observando), que puntúan de forma constante la narración, en un montaje que alterna, muy sabiamente, este tipo de planos con los más propiamente dramáticos.
Y es este modo de ralentización, en el plano visual, de la narración, lo que introduce en la película una suerte de interesante reflexividad. De manera que (cuando menos, es una forma posible de verla) puede contemplarse la banal historia de "humanización" de un padre (presentado anteriormente como una suerte de "monstruo", y contrapuesto -del modo más obvio- a otro padre visto como su contrario, el ideal positivo que aquél debería alcanzar) como una mera anécdota, insignificante en el fondo (esto es: carente de sentido alguno). Porque, en realidad, lo que la presencia de los personajes (y de sus banales acciones, y preocupaciones) representa, en el espacio cartografiado, tan a lo grande, por la sucesión de serenos planos de la imagen, no deja de ser sino una nimiedad. En el fondo, parece decirnos la película, todo ha sido una suerte de juego de espejos, bastante irrelevante, al que apenas deberíamos otorgar importancia: un festín de vanidades, al modo barroco (cuya estética e ideología tan presentes vuelven a estar hoy entre nosotr@s, posmodern@s).