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martes, 29 de octubre de 2013

Pero, ¿a quién le importa la opinión de las víctimas de los delitos (a la hora de fijar las penas)?


1. ¿Víctimas desinformadas (manipuladas) o víctimas prepotentes?

Hace un par de días, una compañera mía publicaba un artículo, referido a la desmedida reacción de ciertas asociaciones de víctimas del terrorismo (jaleadas por medios de comunicación y opinadores) a la sentencia del Tribunal Europeo de Derechos Humanos que ha declarado contraria al Convenio Europeo la doctrina del Tribunal Supremo español conocida como "doctrina Parot". En su interpretación (extremadamente caritativa), tales reacciones obedecerían sobre todo a falta de información y de conocimiento jurídico experto, aprovechado por sectores políticos reaccionarios para manipularlas.

No dudaré, desde luego, de que existan víctimas y asociaciones de víctimas desinformadas y/o manipuladas: es decir, de quienes (víctimas o no), si tuviesen una información más completa y menos sesgada sobre la cuestión jurídica que se estaba sustanciando en este tema, cambiarían de opinión y serían más sensatas. (Como, por supuesto, tampoco dudo de que hay muchas víctimas que son capaces de, superando su natural dolor, ver las cosas de manera más razonable y distinguir entre las emociones que puedan tener y lo que es razonable decir y exigir del Estado.) Ahora bien, me parece -y tal es el centro de mi argumentación, en lo que sigue- que una interpretación tan extremadamente caritativa de lo que estamos viendo en esta última semana no atina a reflejar adecuadamente cuál es la realidad: una realidad en la que, no tengo la menor duda, además de víctimas y asociaciones de víctimas (y, en general, opinión pública) desinformadas y manipuladas, y de otras razonables, las hay perfectamente informadas y, pese a ello, perfectamente insensatas, en lo que piden y contra lo que protestan.

Con esto llego a la cuestión nuclear, que creo que hay que abordar de frente, sin tapujos: es cierto que las dos sentencias del Tribunal Europeo de Derechos Humanos que acaban de condenar al Estado español por violar el Convenio Europeo para la Protección de los Derechos Humanos y de las Libertades Fundamentales se han centrado, como es natural (porque es el único ámbito de competencia del Tribunal), en las infracciones de derechos fundamentales (básicamente, a la seguridad jurídica y a la legalidad penal) cometidas por el Tribunal Supremo con su repentino -y políticamente amañado- cambio de criterio interpretativo, a la hora de computar la pena de prisión que ha de ser efectivamente cumplida; pese a ello, las reacciones políticas y mediáticas adversas dentro del Estado español no se están refiriendo prácticamente en ningún caso a ello (supongo que porque es difícil oponerse en principio a los derechos fundamentales a la seguridad jurídica y a la legalidad penal, y porque resulta incómodo recordar que el Estado español los ha violado de manera flagrante y reiterada, sin que los remedios jurídicos internos hayan funcionado en ningún caso), sino que están versando más bien sobre la "justicia" o la "injusticia" de las penas que ha cumplido las personas condenadas (y mantenidas luego ilegalmente en prisión, según acaba de declarar el TEDH). Y, en relación con esta cuestión, un argumento políticamente decisivo está siendo el de la "sensación de injusticia" que estarían teniendo las víctimas de los delitos cometidos por las personas condenadas, al ver que las éstas, cumplida su condena, salen a la calle antes de lo que las víctimas esperaban, o deseaban.

2. La víctima y las penas

Dejemos, entonces, por un momento a un lado (¡y ya es mucho dejar!) las cuestiones de respeto a los derechos fundamentales de l@s condenad@s: imaginemos que no nos importan. Supongamos además que todo lo que se está diciendo, por parte de las asociaciones de víctimas del terrorismo, no son meras jeremiadas (con fines políticamente reaccionarios), sino que obedece a creencias sinceras (al menos, de algunas de las víctimas), que se podrían expresar tal que así:

"¿Cómo es posible que la persona P que me hizo a mí (a mi pariente) el daño D pueda haber satisfecho su responsabilidad jurídica por lo que hizo cumpliendo una pena que, desde mi punto de vista (y desde el de tod@s l@s que han pasado lo mismo que yo), es claramente insuficiente, injusta, porque no es capaz de expresar y de compensar todo el daño, todo el sufrimiento que yo (mi pariente) he (ha) soportado? El Estado no tiene derecho a 'decidir por mí': a prescindir de mi opinión, a la hora de determinar el sufrimiento que hay que imponer al delincuente. Puesto que es mi daño, mi sufrimiento, lo que se está retribuyendo, compensando, mi opinión, cuando se trata de valorarlo (para determinar la pena), tiene que ser decisiva."

Hay diversas formas de responder negativamente a esta pregunta. Algunas serían más bien maneras de eludir el problema: podríamos volver a recordar la importancia de los derechos fundamentales del condenado como límite (pero esto sólo aplaza el problema: ahí tenemos ya al actual Ministro de Justicia prometiendo que, con su reforma penal, con la "prisión permanente revisable", las personas condenadas no saldrán de prisión hasta que las víctimas quieran); o podríamos negar que la pena sea retribución (pero es éste un debate excesivamente abstracto, en el que, de todos modos, es difícil -yo diría que imposible, sin pagar un alto precio- desligar por completo los criterios de fijación abstracta de penas, de medición judicial y de ejecución de consideraciones de proporcionalidad con el daño causado).

Pero podemos también -y esa es mi propuesta- poner en cuestión los presupuestos que llevan al discurso de las asociaciones de víctimas a sostener tales afirmaciones. (Por cierto: no sólo a las víctimas del terrorismo. La idea de que la víctima es la medida de todas las penas florece también en sectores menos reaccionarios del arco político: en el movimiento feminista, en relación con la violencia y con los delitos sexuales, entre las ONGs, cuando se trata de proteger a l@s menores frente a la explotación y el abuso, etc. Se trata, pues, de un tópico político-criminal verdaderamente transversal. Y, precisamente por ello, más peligroso.)


Podemos, y debemos, en efecto, poner en cuestión la idea de que la opinión de las víctimas (de todas las víctimas, de la mayoría o de la víctima individual) haya de tener alguna incidencia decisiva sobre la magnitud del castigo que reciba el delincuente que contra ella actuó de manera dañosa. Podemos y debemos decir que todo lo contrario: que su opinión ni cuenta, ni debe contar. Y que, por consiguiente, su opinión debe ser considerada tan insignificante -una más, entre millones- como la de cualquier otra persona. Aún más: que tiene que ser vista como todavía de menor interés, como más sospechosa, que la de los demás, precisamente por ser la de la víctima.

3. Dos ejemplos

Expresadas de manera tan tajante las afirmaciones anteriores, pueden parecer chocantes: lo son con seguridad para much@s, precisamente porque contradicen ideas muy difundidas en nuestra sociedad (que, apuntaré, algo tiene que ver con la hegemonía de la ideología neoliberal). Pero es fácil justificarlas, me parece. Veámoslo en dos sencillos ejemplos (muy alejados del universo del "terrorismo", con el fin de intentar distanciarnos también del tono extremadamente emocional e ideologizado que en España  se adopta siempre que se habla de dicho fenómeno):

Ejemplo 1º: Un agente de policía de patrulla observa cómo un individuo sujeta a una mujer por detrás y la arrastra hasta un callejón. El policía, lógicamente inquieto, se acerca: allí, ve cómo el individuo en cuestión está abofeteando a la mujer. El policía le da el alto, le pide que deje a la mujer y que se quede quieto, que está detenido. Pese a ello, el agresor hace caso omiso de las advertencias (tal vez porque no oiga bien, quién sabe) y sigue golpeándola. El policía, que se encuentra solo y tiene poca experiencia en el trabajo de calle, saca su pistola y, tras volver a repetir su orden (y volver a ser ignorado), dispara al agresor a la cabeza, hiriéndole gravemente. La mujer se salva así de los golpes, pero el agresor fallece pocas horas después.

De acuerdo con las reglas del Código Penal español, el policía en cuestión ha cometido un delito de homicidio doloso (art. 138 CP), con una pena atenuada por el hecho de estar defendiendo a la mujer contra su agresor. Pero, de todas formas, delinque, puesto que, desde luego, su acción defensiva fue obviamente desmesurada e innecesaria. De este modo, la pena del homicidio consumado (pena de prisión de 10 a 15 años) quedará rebajada, en uno o incluso en dos grados. Pudiendo llegar, pues, a quedar fijada por el tribunal en una pena de prisión de dos años y seis meses.

La madre del fallecido -si es lo suficientemente vindicativa y despiadada- podría preguntarse: "¿Cómo se puede matar a un chico de veinticuatro años por estar dando unas bofetadas a su novia? ¿Y cómo es posible que se le pueda matar "tan sólo" a cambio de dos años y medio de cárcel? Mi hijo está muerto, tan muerto como cualquier otra víctima de homicidio. ¿Por qué le rebajan la pena a este policía? ¡Dos años y medio! Eso no refleja ni de lejos lo que yo, como madre, estoy sufriendo y voy a seguir soportando, años y años. ¡Qué injusticia!"

Ejemplo 2º: En el curso de una operación quirúrgica, el anestesista es avisado desde fuera del quirófano de que salga, que un compañero quiere hacerle una pregunta técnica para una operación que van a iniciar en el quirófano vecino. Sale así por menos de tres minutos, y luego vuelve a colocarse en su puesto. No obstante, durante esos instantes, el paciente operado ha sufrido una (infrecuente) arritmia respiratoria, a consecuencia de cual ha disminuido radicalmente su nivel de oxigenación, y ello acaba por ocasionarle daños cerebrales irreversibles, a pesar de los esfuerzos ulteriores de todo el equipo médico por reanimarle. En la investigación se determina que fue ese momento de desatención por parte de quien era el responsable de supervisar las constantes vitales del paciente lo que hizo posible el daño cerebral y el coma.

Al tratarse de un delito de lesiones graves (y, si luego fallece el paciente, de homicidio), según nuestro Código Penal, cuando no haya sido cometido de forma dolosa, la pena depende de que la imprudencia cometida haya sido grave o leve. A la vista del hecho de que el colapso respiratorio que se produjo fue momentáneo, extremadamente raro y difícil de prever de forma anticipada, el tribunal estima que se trata tan sólo de un imprudencia leve, por lo que, aun cuando la víctima fallezca, el anestesista en cuestión es condenado únicamente a una pena de multa (art. 621.2 CP).

Otra vez, la madre del fallecido -otra vez, si es vindicativa y despiadada- podría decir: "¿Multa por matar a una persona? ¿Refleja eso todo lo que ha sufrido mi hijo, y todo lo que ahora, y para siempre, voy a sufrir yo, privada de mi hijo? ¿Cómo puede ser que este individuo ni siquiera entre en prisión? ¡Qué injusticia!"

¿Deberían los tribunales, en los dos ejemplos que acabo de exponer, atender a las reclamaciones de esas familiares? No pueden, pues (como les acaba de recordar el TEDH) están vinculados a las previsiones legales al respecto. Pero, ¿deberían entonces atender los legisladores -que sí que pueden- a dichas reclamaciones? Mi tesis es que no deben.


4. Pena justa: la pena necesaria (si es merecida)

Mi tesis es que, en general, la pena estatal en contra del delincuente sólo de modo muy parcial ha de depender del daño y del sufrimiento de las víctimas. Sí en parte, por supuesto, pero sólo en una parte, reducida. Que hay, pues, otros muchos factores a considerar. Y que, por consiguiente, no se puede esperar que el Derecho Penal sirva para satisfacer a las víctimas, si por ello entendemos dejarlas contentas con el castigo que el delincuente recibe.

En efecto, lo que los ejemplos que acabo de presentar vienen a poner de manifiesto es:

4.1. Pena, no venganza: Que lo que tiene que intentar reflejar la pena fijada para un determinado hecho delictivo es el mal que el Estado tiene derecho a aplicar al delincuente, en razón de lo que ha hecho. No se trata, pues, de que el Estado actúe como una suerte de "verdugo", en nombre de la víctima, de que haga su "trabajo sucio". Por el contrario, la tarea del Estado -del sistema penal- es interponerse, entre autor y víctima. E interponerse, por un lado, sí, para proteger a la víctima, que, si no, muchas veces se hallaría indefensa: incapaz de evitar una nueva acción del delincuente, y en todo caso impotente para lograr que el delincuente responda de lo que ya hizo. Pero también se interpone para proteger al delincuente: de la venganza, de la víctima y/o de la comunidad, precisamente. Para que el castigo sea medido, en suma.

Esto es de la mayor importancia: cuando el Derecho Penal castiga -si lo hace como debe-, no es el delegado de la víctima, ni siquiera de la comunidad. Debería serlo, más bien, de la mejor parte de esa comunidad: que no es su espíritu vengativo, sino su capacidad para intentar (tras una deliberación racional y cuidadosa) objetivar lo que ha ocurrido, y atribuirle un castigo justo.

Es en este sentido en el que la opinión de la víctima ha de resultar sospechosa: precisamente, porque no puede ser -ni se le puede exigir que lo sea- imparcial. Porque no es capaz, debido a que tiene un interés directo en lo que ha ocurrido, de distanciarse lo bastante como para contemplar todo el panorama: lo que él o ella sufren, sí, pero no sólo; también las circunstancias en las que el delincuente ha actuado; y, en todo caso, lo que parece razonable que sea el castigo.

Y es por ello por lo que la víctima de un delito tiene derecho a la justicia: a que el Estado reaccione, a través del Derecho Penal, frente al delincuente, intentando esclarecer lo ocurrido, intentando identificar al perpetrador o perpetradores y (si lo logra, más allá de toda duda) aplicándole un castigo justo. En cambio, la víctima no tiene derecho a determinar cuál es ese castigo justo, porque generalmente es incapaz de hacerlo bien.

4.2. Merecimiento de pena: Que la pena justa no puede depender únicamente (aunque sí en parte) del mal causado por el delincuente a la víctima, aun considerando éste del modo más objetivo posible (menos aún, del sufrimiento psíquico que haya ocasionado, pues éste es más difícil de objetivar y depende de cada persona). Primero, porque lo que una persona merece por sus actos no puede depender tan sólo de las consecuencias de los mismos: esto sería una responsabilidad puramente objetiva, y resultaría injusto: es importante también lo que el delincuente quería, sabía, los motivos por los que obraba, etc., para modular la gravedad de su conducta y, consiguientemente, la respuesta punitiva que merece.

4.3. Necesidad de pena: Pero es que, además, si la pena no debe ser venganza, sino respuesta justa en nombre del sentido de la justicia de la comunidad, entonces hay que aceptar (y, en otro caso, retrocedemos al estadio de la venganza pura y dura, por más que se disfrace de actuación estatal "imparcial") que en muchos casos es imposible, e indeseable, intentar dar una respuesta punitiva que incorpore todo el mal que el delincuente, por lo que ha hecho, podría llegar a merecer.

5. Conclusión: las víctimas y la justicia

Volvamos al ejemplo de una muerte; de una muerte intencional, sin atenuantes. De un homicidio en masa, incluso. En este caso, ¿cuál sería la pena capaz de incorporar todo el sufrimiento causado? ¿La pena de muerte? ¿Una pena de muerte ejecutada mediante los crudelísimos métodos empleados -precisamente, con este fin, expresivo- en los derechos penales anteriores a la Ilustración? Cualquiera que se detenga a pensarlo, se dará cuenta de que es éste un camino sin retorno y sin salida: sin retorno, porque obliga a entrar en una espiral de crueldad estatal sin límite (¿por qué no castigar más cruelmente a quien mata a cien que a quien mata a diez? ¿y qué hacemos con quien mata a quinientos?...); y sin salida, porque en realidad se está buscando solución -dar satisfacción al deseo de venganza de una víctima- donde no la hay, ya que las penas nunca podrán eliminar su sufrimiento y sentimiento de injusticia (de injusticia metafísica, en realidad, más que humana).


Y, puesto que la justicia absoluta es imposible, y la venganza (dejar el castigo del delincuente en manos de la víctima) indeseable, lo que nos queda, entonces, es la pena (merecida y) necesaria: la pena necesaria para asegurar -hasta donde es razonable esperarlo- que delinquir no merezca la pena, y que tal mensaje sea recibido también por futuros o potenciales infractores.

Que es, precisamente, por lo que los partidarios de bajar las penas (respecto de sus absurdamente largas duraciones actuales) defendemos que nuestra propuesta es la más racional. No porque todos los delincuentes deban darnos lástima, esa no es la cuestión: para aquellos que me la dan, porque pienso que son circunstancias e injusticias sociales las que les han conducido a delinquir, o porque pienso que lo que hacen no es tan malo y no debería ser delito,  lo que yo propongo no es un rebaja de penas, sino la despenalización o la reducción de los niveles de incriminación. En cambio, cuando proponemos bajar las penas, es porque sabemos que las penas actuales son -hablo en general- innecesarias. Y, por ello, injustas.

Tal vez algunas víctimas -o muchas, no lo sé- no lo sientan así. Pero hay que decirlas (esto es, me parece, tratarlas con el respeto que se merecen) que se equivocan: que, aun comprendiendo sus motivos para pensar así, deberían hacerse a la idea de que nunca van a lograr del Estado una satisfacción completa a su sufrimiento. Que ello es imposible, que el Estado puede apoyarlas y ayudarlas, pero es incapaz de otorgar una justicia absoluta e impecable. Que están persiguiendo un sueño, evanescente e imposible de aprehender. Y que deberían ser conscientes de que, cuando algún líder político les promete que él sí que se lo va a proporcionar (¡y hay demasiados que lo hacen!), las está engañando, con fines más o menos torticeros. Y que la alternativa, al modelo de Derecho Penal interpuesto (entre delincuente y víctima) que conocemos, sería el regreso a la venganza: es decir (como nos demuestran incluso los modelos de venganza jurídicamente regulada que existen en el Derecho comparado), a una forma de -indeseable- ley del más fuerte.

Acabo ya. Escuchar a las víctimas (o, a veces, hablar en su nombre) se ha convertido en uno de los tópicos más socorridos del debate político-criminal contemporáneo. Debemos ser conscientes, sin embargo, de que casi siempre la fórmula resulta engañosa. Primero, por supuesto, porque hay víctimas de primera y de segunda (las víctimas de la represión franquista serían un ejemplo obvio de estas, y la comparación con el tratamiento que vienen recibiendo las de las acciones de ETA clama al cielo). Pero, además, porque, si con "escuchar" se quiere decir darles voz en el proceso penal, reconocer su derecho a ser protegidas y a que se persigan los delitos que las han dañado, y proporcionarles ayudas sociales específicas, no hay inconveniente. Pero sí que lo hay, y grave, por las razones que he expuesto, a dar voz directa, o derecho de veto, a las víctimas en la forma de resolución penal de los conflictos. Y, más aún, en la formulación de las leyes penales. En estos dos casos, aun cuando se presuma la mejor intención en los promotores (lo cual, obviamente, no es siempre el caso, puesto que es evidente que suele haber bastante demagogia), hay que decir que, al proponer que "escuchemos a las víctimas", los que se nos está pidiendo, pura y simplemente, es que privaticemos el Derecho Penal, y que lo convirtamos en un contenedor de venganzas privadas. ¿Quién quiere apostar, realmente, por seguir ese camino?


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