Publicaba ayer Ignacio Sánchez-Cuenca -por lo demás, un autor muy apreciado por mí- un artículo (ETA y el espíritu de la transición), en la edición impresa del diario El País, criticando el evidente inmovilismo del actual gobierno en relación con el proceso de suspensión de la acción armada, desarme y (eventual) disolución de ETA. Hasta aquí, nada que objetar: en una muestra manifiesta (otra) de cobardía política, el gobierno está siendo incapaz de dar el más mínimo paso que facilite la voluntad -unánimemente reconocida- de la organización armada y, más en general, del movimiento abertzale vasco de dar fin a la lucha armada. Confiando en que otros agentes (el PNV, el Gobierno vasco, etc.) o el mero transcurso del tiempo acaben por solucionar los problemas aún pendientes. Intentando eludir así su responsabilidad.
(Precisamente, en fechas próximas verá la luz un documento del Grupo de Estudios de Política Criminal, titulado Una política criminal en materia de terrorismo adaptada a los nuevos tiempos, que pone de manifiesto cómo: 1º) buena parte de la legislación antiterrorista española es notoriamente injusta, irracional e injustificable desde el punto de vista político-criminal; 2º) ello, que siempre fue así, resulta todavía más sangrante en un momento en el que el fenómeno de la lucha armada con finalidad política -"terrorismo"- está desapareciendo de la sociedad española, por lo que una reforma de dicha legislación parece inaplazable; y 3º) una reforma legislativa que adapte nuestro Derecho a los principios político-criminales (liberales, garantistas, racionales) que deberían guiarla, acompañada de unas prácticas judiciales y penitenciarias sensatas, y de la voluntad política firme de no interponer obstáculos innecesarios al final de la violencia, permitirían obtener unos resultados que garantizarían bastante satisfactoriamente los derechos de tod@s (los derechos de las víctimas de la violencia de ETA, pero también de las víctimas de abusos cometidos por el Estado español y sus agentes) y reducir bastante los niveles de conflictividad y de sufrimiento humano que, siendo fruto de la violencia, aún subsisten.)
Acaba, sin embargo, Sánchez-Cuenca su artículo invocando al (harto problemático) "espíritu de consenso de la transición" post-franquista, como criterio político de actuación que debería guiar a los partidos (a los partidos sedicentemente "responsables", supongo que quiere decir) en el afrontamiento de esta cuestión. Y, al hilo de esa pretendida resurrección del viejo cadáver, apunta -y aquí viene a cuento mi crítica- que, al igual que en el tránsito del franquismo a la monarquía constitucional se hizo, sería necesario volver a "olvidar". Y critica, por ello, la doble moral de todos: de las derechas, que pretenden que, en materia de violencia "terrorista", se "haga justicia", se aplique la ley "sin contemplaciones", mientras que no están dispuestos a aceptar lo mismo para el caso de las víctimas (del bando republicano) de la guerra civil y del franquismo; pero también de las izquierdas, que estaríamos demandando moderación en la aplicación actual del Derecho Penal frente a los delitos cometidos en el pasado por ETA y por miembros del movimiento abertzale (con el fin de no obstaculizar el final de la violencia), mientras que pedimos "justicia plena" (y cuestionamos la Ley 46/1977, de 15 de octubre, de Amnistía) para las víctimas de la guerra civil y del franquismo.
Es evidente, hay que reconocerlo, que los problemas de la justicia transicional son verdaderamente complicados: cohonestar las demandas de justicia (conmutativa) de las personas dañadas por la actuación de un sistema político con la estabilización del sistema político sucesor es todo menos una tarea simple.
Dicho lo cual, ahora mismo, yo tan sólo quisiera destacar algo muy evidente que a Sánchez-Cuenca (y, lo que es peor, a tantos juristas -al fin y al cabo, Sánchez-Cuenca no lo es) se les pasa por alto. Y es que, desde el punto de vista jurídico, existe una diferencia capital entre la situación de las personas procesadas, enjuiciadas o condenadas por acciones atribuibles a ETA o al movimiento abertzale vasco y el de las personas que cometieron gravísimos abusos de derechos humanos durante la guerra civil y durante el franquismo. Pues mientras que las primeras han sido, o van a ser juzgadas, las segundas no lo han sido, se pretende que no lo sean nunca; y, más todavía, se pretende incluso -aunque ello resulte cuestionable- que su punibilidad resultaría impedida por la Ley de Amnistía antes citada.
Por supuesto, desde el punto de vista jurídico, la situación de un@s y de otr@s es completamente diferente. Y, por ello mismo, lo es -en lo que aquí importa más- la situación de sus víctimas. Pues mientras que las víctimas de las acciones violentas de ETA no podrían (hablando en términos generales -siempre puede haber algún caso específico en el que ello hubiese sucedido) alegar de ningún modo razonable que el Estado español ha actuado de forma completamente negligente en la persecución de los actos por ellas soportados, las víctimas de la represión durante la guerra civil y el franquismo tienen todas las razones del mundo para afirmarlo. Y, por consiguiente, para alegar que en su caso el Estado español ha promovido la impunidad de las violaciones de derechos humanos.
Hay que recordarlo: el derecho de las víctimas (de los delitos y, con más motivo, de los abusos de derechos humanos a manos de agentes del Estado o con su connivencia) es a la verdad, a la justicia y a la reparación. Pero no a la pena. Ni, menos aún, a un "cumplimiento íntegro" de las penas. De manera que cuando las personas responsables de un delito han sido enjuiciadas, conforme a procedimientos que garanticen un juicio justo, también para las víctimas, se han cumplido ya las obligaciones de protección de los derechos de las víctimas (por lo que hace a la evitación de la impunidad). Y, a partir de ahí, por lo tanto, las políticas criminales son libremente disponibles (dentro de -si quieren estar justificadas, no resultar inmorales o irracionales- ciertos límites de índole tanto moral como instrumental) por parte de los gobernantes.
Por el contrario, cuando los perpetradores de un abuso de derechos humanos (delictivo) no son enjuiciados en ningún caso (cuando se proclama incluso, de forma abierta, su "derecho a la impunidad"), entonces existe un déficit de protección de los derechos humanos en cuestión, por omisión de la diligencia debida en la protección (la obligación de proteger es una de las que el Estado tiene para con el derecho humano), plasmada -en negativo- en la no persecución y -en positivo- en el esfuerzo por preservar la impunidad. Y, aquí (como, en general, en materia de derechos humanos), no hay libre voluntad política que valga: hay obligaciones (de Derecho Internacional... y, además, y sobre todo, morales), cuyo incumplimiento debería generar la correspondiente responsabilidad, moral, política y jurídica.
¿Doble moral, entonces? Cabe dudarlo. Más bien mucha, demasiada ignorancia, acerca de lo que un adecuado enfoque de derechos humanos exige, en el tratamiento de los conflictos sociales y de los problemas jurídicos.