Hace meses (en el pasado febrero) intentaba elucubrar, con el menor grado de fantasía posible, acerca de los desarrollos políticos que previsiblemente pueden producirse, a resultas de la crisis (socioeconómica y) política que estamos viviendo en el Estado español. Apuntaba, en primer lugar, que no cabe descartar, que de hecho es el escenario más probable, que todo acabe en travestismo: en un cambio en el personal político, en las organizaciones y en los liderazgos del régimen; y en algunas reformas políticas -y aun constitucionales- más o menos parciales (no necesariamente irrelevantes, pero), que preserven en su esencia el reparto del poder, esto es, la sumisión a la oligarquía empresarial, al poder multinacional (Unión Europea y gran capital europeo) y al "capitalismo de amiguetes".
En segundo lugar, advertía de que la revolución (política) no es probable que venga sola, que surja de forma espontánea, sino que habrá que buscarla, que provocarla: que favorecerla. Y que, en este sentido, dos escenarios alternativos (además del de un cambio meramente parcial de régimen, no revolucionario) alcanzaba a imaginar: uno, de movilización ciudadana continuada y de desobediencia masiva, que acaba en caída del gobierno y apertura de un proceso de cambio radical; otro, de contundente hundimiento electoral de los partidos que sostienen al régimen (PP y PSOE, ante todo, pero también CiU y algunos otros -aunque, sin duda, en el caso de los partidos, también del régimen, de ámbito autonómico, la fuerza del caciquismo local puede otorgarles más oportunidades de supervivencia) y, al tiempo, de avance muy notable de una "coalición de los dispuestos", a cambiar de políticas, de régimen y de constitución (material). O bien, más probablemente, una combinación de ambos escenarios.
Pasan los meses y aquel ejercicio de prospectiva política puede y debe ser afinado, en atención al trascurso de los acontecimientos. A día de hoy, entonces (y la salvedad es importante), dos son las cuestiones que conviene añadir al análisis: de una parte, la atinente a las perspectivas de que la movilización ciudadana y la desobediencia se agudicen y generalicen, hasta el punto de poder provocar un cambio de régimen; de otra, la relativa a las perspectivas electorales del cambio.
2. Disposición a la rebelión: una ciudadanía (descontenta, pero) integrada
Por lo que hace a lo primero, creo que es importante constatar lo obvio. Primero, que es claro que existe un creciente descontento político (que incluye por primera vez -y esto es una novedad decisiva- de forma significativa a votantes de derechas) y que la mayoría de l@s ciudadan@s se sienten desafectos hacia "el régimen"; esto es, hacia los partidos políticos que lo gobiernan, hacia las prácticas políticas habituales en el seno del mismo... y, sobre todo, ante la constatación de que la voluntad popular (teóricamente soberana), si no es completamente irrelevante -que no lo es- en la democracia representativa y demediada en que vivimos, desde luego, tampoco es verdaderamente soberana, porque existen demasiados poderes sociales, ocultos o no tanto, que acceden libremente al liderazgo político, lo condicionan y lo llegan a dominar, sin que la ciudadanía sea capaz de hacer algo más que protestar ante ello.
Descontentos y desafectos, pues. Esto, no obstante, es perfectamente compatible con el hecho, también bastante evidente (tanto en los estudios de opinión pública como en las experiencias concretas, que tod@s tenemos, de lo que pasa en las luchas y movilizaciones), de la escasa disposición a la rebelión "total" por parte de esa misma ciudadanía. Por razones prácticas, desde luego: es sabido que rebelarse tiene un coste muy alto para el/a ciudadan@, puesto que es algo arriesgado, esforzado, de resultados inciertos. Sin embargo, lo que quiero destacar es que no sólo nos enfrentamos a la dificultad habitual -presente en cualquier rebelión- de lograr que las personas se comprometan y se arriesguen. En España, ahora mismo, hallaremos, además, una seria (y creo que ampliamente mayoritaria) resistencia a la rebelión, en el plano de los principios: es decir, personas que no sólo no se atreven a rebelarse, sino que no quieren hacerlo.
En este sentido, sugiero que en una parte significativa de la extrema izquierda (e incluyo en ella, por sus posicionamientos políticos reales, a buena parte del Movimiento 15-M) existe una notable confusión entre descontento y disposición a la rebelión, que le lleva a extraer constantemente conclusiones, analíticas y prácticas, equivocadas. Pues lo cierto es que, sobre la base del descontento y del rechazo (a un cierto estado de cosas, político), es posible elaborar actitudes -políticas- de muy diferente pelaje, dependiendo (no sólo de razones de índole práctico: de los costes y beneficios esperados a partir de la decisión de rebelarse) de los presupuestos ideológicos de partida.
Así, en el caso de la mayor parte de la ciudadanía española, dichos presupuestos ideológicos eran, y siguen siendo, los del compromiso con la democracia parlamentaria y representativa y el apoyo al "modelo social europeo" (vale decir: hegemonía capitalista + "Estado del bienestar" + países del Sur e inmigrantes que hagan el "trabajo sucio"). Es decir, a pesar de que las convulsiones de la crisis socieconómica y política (y el esfuerzo militante) han permitido una cierta normalización de los discursos políticos izquierdistas, a la hora de analizar el estado de cosas (pero, sobre todo, en el nivel más superficial: "no es una crisis, es una estafa"), lo que no ha producido (porque no podía producirlo) es un verdadero cambio en las subjetividades. (Para ello haría falta, además de circunstancias propicias, un trabajo denodado y lento, como el que precisamente reclamaban hace poco Joaquín Miras y Joan Tafalla que se debería estar realizando ya.) Y, por lo tanto, lo que tenemos ahora mismo delante de nosotr@s es a ciudadan@s "enfadad@s", porque se han incumplido las "promesas" que el sistema político les había hecho, y que reclaman por ello un "retorno a la pureza originaria" del modelo. Y que, consiguientemente, tienden a analizar las causas de su descontento en términos esencialmente moralistas y regeneracionistas: son los "malos políticos", el "abuso" de las instituciones, los "privilegios", aquello con lo que hay que acabar; pero las instituciones, pese a todo, convenientemente remozadas, y retornadas a su "finalidad originaria", seguirían valiendo.
Que este discurso regeneracionista y moralista pueda sostenerse en el tiempo dependerá de la evolución de los acontecimientos (socioeconómicos) y de si las políticas dictadas desde el gran capital europeo consiguen avanzar o no hasta el punto de revelar imposible ese mítico (e indeseable) "retorno al modelo social europeo". Y, desde luego, que la actitud ciudadana se transforme en algo más radical, revolucionario, está por ver.
Dicho de otro modo: en ausencia de una estrategia revolucionaria sólida (hoy inexistente), sólo una agravación extremadamente intensa de la crisis socioeconómica y la consiguiente paralización del régimen político (que, desde luego, no está preparado para afrontar un colapso económico total) podrían producir la oleada de movilización y de desobediencia, generalizada y sostenida en el tiempo, que acabaría en revolución. En otro caso, no parece probable que tal escenario llegue a producirse: por falta de subjetividad revolucionaria en la población; y por ausencia de una estrategia revolucionaria en las izquierdas (en todas las izquierdas: aun en las que verbalmente se reclaman "revolucionarias").
Una estrategia revolucionaria que, hoy por hoy, tiene como desafío más evidente el de la politización, en sentido izquierdista, de las protestas populares. Es de destacar, en efecto, que hasta ahora las protestas han tenido -cualquiera que fuera la finalidad inicial de sus promotores- un significado orientado esencialmente bien hacia el ciudadanismo (en el caso de las protestas más globales: "mareas ciudadanas", "Ocupa el Congreso", etc.); o bien hacia la resistencia de profesionales y/o de usuari@s de los servicios públicos. Lo que no hemos tenido todavía, a pesar de algunos esfuerzos y experiencias marginales, ha sido una auténtica politización de l@s más afectad@s por la crisis, que haya intentado cuestionar el funcionamiento global del modelo: sólo la lucha contra los desahucios se ha parecido algo a ello, aunque de una forma limitada (la reivindicación sigue siendo sectorial). Pero, por supuesto, quedaría por movilizar al grueso de l@s afectad@s: a las personas desempleadas, en tanto que tales, en tanto que excluidas de los "beneficios" del sistema. En España, a día de hoy, la revolución será de parad@s o no será. Un desafío que, en realidad, no ha sido encarado aún por nadie: no por los sindicatos mayoritarios, pero tampoco por el 15-M o por la extrema izquierda, más allá de algunas experiencias valiosas, pero marginales.
Descontentos y desafectos, pues. Esto, no obstante, es perfectamente compatible con el hecho, también bastante evidente (tanto en los estudios de opinión pública como en las experiencias concretas, que tod@s tenemos, de lo que pasa en las luchas y movilizaciones), de la escasa disposición a la rebelión "total" por parte de esa misma ciudadanía. Por razones prácticas, desde luego: es sabido que rebelarse tiene un coste muy alto para el/a ciudadan@, puesto que es algo arriesgado, esforzado, de resultados inciertos. Sin embargo, lo que quiero destacar es que no sólo nos enfrentamos a la dificultad habitual -presente en cualquier rebelión- de lograr que las personas se comprometan y se arriesguen. En España, ahora mismo, hallaremos, además, una seria (y creo que ampliamente mayoritaria) resistencia a la rebelión, en el plano de los principios: es decir, personas que no sólo no se atreven a rebelarse, sino que no quieren hacerlo.
En este sentido, sugiero que en una parte significativa de la extrema izquierda (e incluyo en ella, por sus posicionamientos políticos reales, a buena parte del Movimiento 15-M) existe una notable confusión entre descontento y disposición a la rebelión, que le lleva a extraer constantemente conclusiones, analíticas y prácticas, equivocadas. Pues lo cierto es que, sobre la base del descontento y del rechazo (a un cierto estado de cosas, político), es posible elaborar actitudes -políticas- de muy diferente pelaje, dependiendo (no sólo de razones de índole práctico: de los costes y beneficios esperados a partir de la decisión de rebelarse) de los presupuestos ideológicos de partida.
Así, en el caso de la mayor parte de la ciudadanía española, dichos presupuestos ideológicos eran, y siguen siendo, los del compromiso con la democracia parlamentaria y representativa y el apoyo al "modelo social europeo" (vale decir: hegemonía capitalista + "Estado del bienestar" + países del Sur e inmigrantes que hagan el "trabajo sucio"). Es decir, a pesar de que las convulsiones de la crisis socieconómica y política (y el esfuerzo militante) han permitido una cierta normalización de los discursos políticos izquierdistas, a la hora de analizar el estado de cosas (pero, sobre todo, en el nivel más superficial: "no es una crisis, es una estafa"), lo que no ha producido (porque no podía producirlo) es un verdadero cambio en las subjetividades. (Para ello haría falta, además de circunstancias propicias, un trabajo denodado y lento, como el que precisamente reclamaban hace poco Joaquín Miras y Joan Tafalla que se debería estar realizando ya.) Y, por lo tanto, lo que tenemos ahora mismo delante de nosotr@s es a ciudadan@s "enfadad@s", porque se han incumplido las "promesas" que el sistema político les había hecho, y que reclaman por ello un "retorno a la pureza originaria" del modelo. Y que, consiguientemente, tienden a analizar las causas de su descontento en términos esencialmente moralistas y regeneracionistas: son los "malos políticos", el "abuso" de las instituciones, los "privilegios", aquello con lo que hay que acabar; pero las instituciones, pese a todo, convenientemente remozadas, y retornadas a su "finalidad originaria", seguirían valiendo.
Que este discurso regeneracionista y moralista pueda sostenerse en el tiempo dependerá de la evolución de los acontecimientos (socioeconómicos) y de si las políticas dictadas desde el gran capital europeo consiguen avanzar o no hasta el punto de revelar imposible ese mítico (e indeseable) "retorno al modelo social europeo". Y, desde luego, que la actitud ciudadana se transforme en algo más radical, revolucionario, está por ver.
Dicho de otro modo: en ausencia de una estrategia revolucionaria sólida (hoy inexistente), sólo una agravación extremadamente intensa de la crisis socioeconómica y la consiguiente paralización del régimen político (que, desde luego, no está preparado para afrontar un colapso económico total) podrían producir la oleada de movilización y de desobediencia, generalizada y sostenida en el tiempo, que acabaría en revolución. En otro caso, no parece probable que tal escenario llegue a producirse: por falta de subjetividad revolucionaria en la población; y por ausencia de una estrategia revolucionaria en las izquierdas (en todas las izquierdas: aun en las que verbalmente se reclaman "revolucionarias").
Una estrategia revolucionaria que, hoy por hoy, tiene como desafío más evidente el de la politización, en sentido izquierdista, de las protestas populares. Es de destacar, en efecto, que hasta ahora las protestas han tenido -cualquiera que fuera la finalidad inicial de sus promotores- un significado orientado esencialmente bien hacia el ciudadanismo (en el caso de las protestas más globales: "mareas ciudadanas", "Ocupa el Congreso", etc.); o bien hacia la resistencia de profesionales y/o de usuari@s de los servicios públicos. Lo que no hemos tenido todavía, a pesar de algunos esfuerzos y experiencias marginales, ha sido una auténtica politización de l@s más afectad@s por la crisis, que haya intentado cuestionar el funcionamiento global del modelo: sólo la lucha contra los desahucios se ha parecido algo a ello, aunque de una forma limitada (la reivindicación sigue siendo sectorial). Pero, por supuesto, quedaría por movilizar al grueso de l@s afectad@s: a las personas desempleadas, en tanto que tales, en tanto que excluidas de los "beneficios" del sistema. En España, a día de hoy, la revolución será de parad@s o no será. Un desafío que, en realidad, no ha sido encarado aún por nadie: no por los sindicatos mayoritarios, pero tampoco por el 15-M o por la extrema izquierda, más allá de algunas experiencias valiosas, pero marginales.
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