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lunes, 26 de octubre de 2020

Mark Cooney: Execution by Family: A Theory of Honor Violence


Llamamos "crímenes de honor" a acciones violentas de un individuo (legalmente calificadas como delictivas) cuya razón de ser es castigar, en representación -asumida y/o atribuida- de un determinado grupo social (familia, comunidad, aldea,...), a otro miembro del grupo que se considera que ha infringido alguna norma social importante imperante el mismo, infracción que no debe quedar impune. Se trata, pues, de casos en los que -como ocurre tantas veces- las normas sociales se imponen a las normas jurídicas (he comentado en el Blog otro supuesto de administración informal y comunitaria de justicia: véase aquí); solo que aquí el triunfo de la normatividad social sobre la legal se manifiesta de un modo particularmente violento (homicidios, lesiones graves, agresiones sexuales, detenciones, coacciones, amenazas, etc.), por lo que resulta especialmente visible.

Observados con los ojos del sujeto occidental moderno (ese sujeto etnocéntrico, que cree en la inexorabilidad del progreso social y en la evidente superioridad moral de las sociedades occidentales ricas), los crímenes de honor aparecen ante todo como una reliquia histórica y como un exotismo: como algo que ocurrió en el pasado en todas partes, también aquí; y que aún hoy, lamentablemente, sigue ocurriendo con frecuencia en ciertos lugares del mundo y también, en unas pocas ocasiones, aquí, pero siempre entre el sector de población "más atrasado".

En mi opinión, es evidente que esta aproximación moralista y etnocéntrica al fenómeno resulta (no solo pueril, sino además) completamente inútil. Estéril desde el punto de vista teórico, puesto que la actitud de superioridad cultural y moral que presupone vuelve imposible llegar a comprender la racionalidad subyacente a las conductas de quienes llevan a cabo, promueven y/o justifican los crímenes de honor. Pero también inútil en términos prácticos, pues no permite diseñar políticas públicas de prevención y supresión de estas conductas que sean verdaderamente eficaces (para prevenir o reprimir eficazmente conductas, es imprescindible comprenderlas); y, de paso, favorece los discursos racistas y las prácticas discriminatorias, tanto institucionales como sociales.

Por todo ello, acercarse a un libro como el que hoy comento (Routledge, 2019) es refrescante: se trata, en efecto, de una aproximación estrictamente científica (sociológica) al fenómeno de los crímenes de honor. Y, en tanto que aproximación científica (y estando, pues, ausentes el moralismo y la superioridad moral de su punto de partida), su objetivo es intentar describir el fenómeno social en los términos más objetivos posibles. Objetivos, en un doble sentido (como necesariamente deben serlo siempre en las ciencias sociales): a) de una parte, desentrañando la racionalidad que guía a los actores (inductores, perpetradores, víctimas, terceros observadores) que participan en las interacciones sociales violentas que denominamos "crímenes de honor", es decir, la interpretación (cultural) que hacen de lo que están haciendo y experimentando y las razones que ello les proporciona para obrar de uno u otro modo; y b) de otra, las causas (sociales: estructuras de poder, patrones de interacción, etc.) que dan lugar -muchas veces, sin que los protagonistas sean conscientes de ello- a dicha racionalidad, a dichas interpretaciones y a dichas razones para actuar.

Desde este punto de vista, la propuesta explicativa de Mark Cooney consiste en interpretar los crímenes de honor como un caso ejemplar de violencia moralista (en la que el individuo actúa violentamente por razones que él cree moralmente correctas y con el fin de obtener un estado de cosas también moralmente valioso). Y, además, como un caso de violencia socialmente aprobada (por el grupo al que el individuo cree representar), diga lo que digan la ley, el estado y cualquier otro grupo o institución social, porque va dirigida a asegurar el control de la desviación respecto de las normas sociales propias del grupo.

Sugiere igualmente Cooney que, como ocurre habitualmente con las conductas de un agente que este interpreta como una acción (con significación particularmente) moral, el grado de cumplimiento efectivo de los deberes morales teóricamente asumidos (aquí: castigar a la mujer adúltera, al hermano homosexual, al vecino violador...) es enormemente desigual, dependiendo de la situación y de la identidad de los protagonistas. Y que, en todo caso, el grado de incumplimiento de dichos deberes de castigar al infractor es usualmente muy alto: muchas deshonras -quizá la mayoría- quedan, de hecho, sin castigar, no solo por imposibilidad de hacerlo (que también), sino asimismo porque los teóricamente llamados a asumir el rol de castigador comunitarios eluden su obligación: ocultan la falta del infractor, ayudan a este a huir, ponen excusas,...

Por fin, el estudio de Cooney intenta clarificar las relaciones causales existentes entre la estructura social en la que el grupo social "afrentado" (y sus miembros protagonistas del fenómeno: el infractor, el castigador, l@s líderes del grupo, el resto de miembros del mismo, l@s vecin@s que observan o que al menos se cree que podrían estar observando) se encuentran insertados y la probabilidad de que la actuación violenta castigadora tenga lugar. Su sugerencia es que dicha probabilidad está correlacionada con el efecto que el grupo (= quienes ostentan el poder dentro de él) entiende que tendrá la infracción por castigar en su posición dentro de la estratificación social: así, la actuación violenta castigadora "en defensa del honor" del grupo resultará tanto más probable en aquellos casos en los que la infracción es percibida como un motivo para que todo el grupo pierda estatus (poder, capital social, recursos materiales, prestigio, influencia); y, en cambio, tanto menos probable cuando la infracción vaya a tener -según el punto de vista del grupo- poco o ningún efecto de pérdida de estatus.

De este modo, por ejemplo, una infracción (pongamos: la relación sexual extramarital de una mujer perteneciente a un grupo social extremadamente sexista y patriarcal) que conlleva degradación (pongamos: sexo con un extraño a la comunidad y de baja extracción de clase o perteneciente a una etnia "inferior") es mucho más probable que genere una reacción de castigo violento. Mientras que esa misma infracción, si no produce ese efecto de degradación (porque, pongamos, el varón con el que mantuvo la relación pertenece a un estrato superior).

En un sentido similar, Cooney sugiere que la actuación violenta castigadora resulta tanto más probable cuanto más integrado sea el grupo social de referencia: es decir, más homogeneo ideológicamente y más dominado por quienes ostentan el mayor poder dentro del mismo. Y, en cambio, lo es tanto menos cuanto más herogéneo, abierto y unido por débiles lazos sea un grupo social "ofendido".

Desde luego, estoy seguro de que hay mucho que discutir, y que seguir investigando, acerca de un fenómeno tan fascinante como el que se estudia en el libro. En todo caso, el solo hecho de estudiarlo desde una perspectiva tan rigurosa (y alejada de los habituales discursos blandengues al respecto) constituye ya un avance enormemente significativo, que debe ser saludado con entusiasmo.


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