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jueves, 13 de febrero de 2020

Ema (Pablo Larraín, 2019)


Ema se acoge explícitamente a la retórica del melodrama, en el sentido más literal y etimológico del término: un drama familiar (de amor, desamor, desarraigo y abandono, aspiraciones, frustración y triunfo) mecido y arrastrado en el desenvolvimiento dramático de su trama por la música. La música y el baile operan, de hecho, como comentario a las complicaciones de la trama (por lo demás, bastante tradicional): el reguetón y las danzas urbanas en él inspiradas como mecanismo (y, al tiempo, expresión física) del proceso de empoderamiento progresivo de Ema (Mariana Di Girolamo), cada vez más afirmada en su identidad femenina, en su libertad sexual y en su voluntad de autonomía (de dominar su propio destino).

El reguetón, pues, como expresión de una generación y de un género ya muy poco dispuestos a aceptar las convenciones (tampoco las melodramáticas) acerca de la sexualidad, las relaciones de género, la familia y aun la estética. Dispuestos a buscar sus objetivos vitales pasando por encima de ellas.

La cuestión, entonces, es si Pablo Larraín ha sido capaz de representar con la suficiente precisión, mediante la combinación de escenas arrebatadoramente impactantes (diálogos entre Ema y Gastón -Gael García Bernal- montados para resaltar, mediante la fragmentación de los planos, la incomunicación entre ambos, empleo del incendio y del fuego como símbolo de la destrucción de las convenciones sociales, relaciones sexuales libres, bisexualidad, expresión corporal desatada, provocación, seducción y manipulación de otro,...) con una trama narrativa melodramática de lo más tradicional (al cabo, una intriga para recuperar la posición social, empleando la seducción y el sexo para lograrlo), ese fenómeno de liberación y de empoderamiento. Sin duda, la película resulta, en este sentido, llamativa por su aptitud para sugerir que existe toda una capa (juvenil, femenina, precaria, pero culta y empoderada) de la sociedad -chilena, aunque no solo- que se halla en ebullición, en una tensión máxima, dispuesta a hacer mucho (más allá de lo convencionalmente imaginable) para obtener el reconocimiento que considera debido.

Pero es cierto que Ema opera, así, más como un pitido de alarma, como una llamada de atención, que como un auténtico análisis. Acaso sería imposible intentarlo a estas alturas, con tan poco conocimiento próximo de los cambios sociales que la película profetiza y viene a poner de manifiesto. No obstante, ciertamente la tarea (de llevar a cabo dicho análisis, fenomenológico y penetrante) sigue y seguirá pendiente; inexcusablemente pendiente, y ello no debería en ningún caso ser perdido de vista por cualquiera artista (interesado en mostrar la realidad) que se precie.




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