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martes, 15 de agosto de 2017

Neruda (Pablo Larraín, 2016)


En Neruda Pablo Larraín ha elegido un modo de aproximarse a la personalidad y a la figura literaria e histórica (particularmente, en Chile) del poeta que conscientemente se distancia de los tópicos propios del género del biopic. Al contrario, la película circula por una arriesgada senda, intentando aproximarse a un (meta-)experimento: cinematográfico, pero empeñado en penetrar en los misterios de la literariedad.

En este sentido, una primera decisión estética de calado es la de construir la narración a partir de dos perspectivas... que acaso sean en realidad una sola. De una parte, en efecto, la película se inicia con una voz over que comenta con sarcasmo las primeras escenas de la vida de Pablo Neruda (Luis Gnecco) que aparecen representadas en la pantalla: poeta mundialmente conocido, senador comunista, intelectual cosmopolita, amante de los placeres y de los refinamientos... Una auténtica contradicción, pura hipocresía, según la voz que comenta, y que más tarde descubriremos que es la del policía encargado de perseguirle (Gael García Bernal).

Esta decisión, de iniciar la narración desde la perspectiva del perseguidor, un policía obsesivo, de procedencia popular, extremadamente autoritario, descreído y antielitista (según le retrata su voz narrativa), produce dos efectos importantes: primero, viene a imponer, en un comienzo, una determinada perspectiva -extremadamente crítica, como es natural- sobre todos los actos y palabras del poeta que son mostradas en las subsiguientes escenas; y, en segundo lugar, aproxima explícitamente el tono de la narración a (las convenciones, tanto temáticas como formales propias de) el género policíaco, tan acostumbrado a personajes como el del policía amoral, escéptico e implacable.

Y, sin embargo, lo que en un inicio podría parecer el desarrollo de una perspectiva radicalmente crítica sobre las contradicciones (tanto morales como políticas) de alguien que, como Neruda, se hallaba a caballo entre la cosmopolita élite intelectual internacional y la realidad sociopolítica chilena (necesariamente provinciana), sin dejar de serlo, progresivamente va convirtiéndose también en otra cosa: en una indagación en los misterios y maravillas de la literariedad. (En este sentido, Larraín muestra su capacidad para construir una narración auténticamente dialéctica: una narración que, al tiempo, presenta tesis temáticas, en torno a las dificultades para ser coherentemente comunista, pero también las contradice, en su antítesis, mostrando una manera tan particular de ser comunista como la de un poeta...)

En efecto, la narración de Neruda es, en realidad, la narración de la fascinación del perseguidor por el perseguido: en particular, por su capacidad para crear universos, únicamente gracias a la palabra, su palabra. De este modo, la película relata cómo Óscar, ese policía rígido, es incapaz de resistirse a la fascinación de los universos (emocionales, fantásticos, celebratorios, etc.) que Pablo Neruda creaba con sus versos. (La película transcurre, muy apropiadamente, durante el período en que éste estaba escribiendo su espléndido Canto general.) Y, al tiempo, relata también cómo, en realidad, nadie, en Chile, es capaz de resistirse a tal capacidad: cómo trabajador@s e intelectuales, tod@s a una, se ven arrebatad@s por tales universos (literarios) alternativos. Y cómo el propio poeta se ve arrastrado por dicha potencia creativa, para aproximarse a ambientes sociales diversos y distintos, e identificar en ellos cuanto de verdaderamente poético existe en los mismos: esa niña pobre a la que abraza y regala su chaqueta, ese travestido que canta con sentimiento en un burdel,...

En último extremo, Neruda, que parece comenzar como una película de crítica estética y política, acaba por ser realmente más bien una exaltación, radicalmente romántica (me refiero, claro está, a la ideología del romanticismo primigenio, no a sus edulcoradas versiones pop), del genio creador y de las licencias que al mismo han de serle atribuidas. Es, pues, la historia de una conversión, en la que Larraín nos hace acompañar a Óscar Peluchonneau en la persecución del poeta, imaginar con él escenas sublimes de la vida de éste y admirar al tiempo su potencia. Reconocer, en suma, que la capacidad de creación predomina, al cabo, sobre cualquier forma de orden, porque, en el fondo, el ser humano -cualquier ser humano- envidia y admira siempre tanto esta capacidad, como para estar dispuesto a traicionar, por ella, todo aquello en lo que dice creer.




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