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domingo, 29 de septiembre de 2019

Ad Astra (James Gray, 2019)


Probablemente James Gray sea el director que, dentro del cine contemporáneo, mejor ha interiorizado el espíritu del cine clásico de aventuras: ese conjunto de películas en las que la dinámica acción externa a la que se ven abocados sus personajes, siempre sujetos a situaciones límite, se corresponde en todos los casos con una intensa experiencia interior de aprendizaje y auto(rre)conocimiento. (Por cierto: esto es algo que directores como, por ejemplo, Steven Spielberg, en sus innumerables intentos de homenajear al género, suelen ignorar. Elaborando por ello narraciones más o menos divertidas, más o menos bien construidas y filmadas, pero casi siempre carentes de cualquier emoción.) En efecto, todas sus películas, ubicadas en diferentes momentos y situaciones (dramas policiales, dramas históricos o amorosos, aventuras en la jungla) colocan en todo momento a sus personajes protagonistas en situaciones en las que los dilemas a los que la acción les enfrenta les fuerza también a adentrarse en sus escalas de valores y motivaciones, para ponerlos en cuestión y en crisis, bien para acaso obligarles a modificarlos, bien para reforzar su convicción acerca de la vigencia de los mismos.

Es justamente esta naturaleza esencialmente espiritual de la experiencia de las aventuras que se narran lo que, luego, justifica los rasgos adoptados por el estilo visual de sus narraciones: planos lagos y movimientos de cámara cuidadosamente meditados, pretenden transmitir en todo momento unas imágenes plenas de significación: representar un estado emocional, una visión del mundo -la del personaje protagonista- preñada de profundidad y de pretensiones interpretativas y epistémicas.

En Ad Astra, Gray vuelve a narrar una (otra) aventura, también con intensas consecuencias para el psiquismo del protagonista: ahora se trata de una aventura en el espacio exterior, en la búsqueda de un astronauta extraviado (tanto física como mentalmente), que es también la persecución de la propia identidad por parte del buscador, puesto que de buscar a su padre se trata, y de llegar a conocerle en esa búsqueda.

Otra historia, pues, característica de su cine. Ocurre, sin embargo, que en esta ocasión las formas cinematográficas adoptadas para narrarla no resultan tan delicadamente adecuadas como lo han venido siendo en sus películas anteriores. El problema, creo, tiene que ver con el hecho de que en el cine previo de Gray la expresión de la aventura emocional experimentada por sus personajes protagonistas era representada fundamentalmente a través de sus forma de comportarse y de interactuar -o no hacerlo- con el resto de los personajes. En Ad Astra, en cambio, esa parte de la narración (¡de importancia fundamental!) es confiada principalmente al recursos narrativo del empleo de una voz over, representativa de la consciencia de Roy McBride (Brad Pitt).

Acaso era inevitable, o cuando menos difícil de evitar, cuando la historia que se narra es la de un personaje que, en esencia, vaga solitariamente por el espacio, si al tiempo se pretende -como Gray siempre pretende- representar sus sentimientos. Pero, de cualquier forma, lo cierto es que la decisión estética de explicitar en términos verbales y repetitivos, una y otra vez, las emociones que va experimentando el personaje ante las situaciones y experiencias que vive, las vuelve demasiado obvias, un tanto monótonas. Y, por todo ello, mucho menos interesantes: mucho menos interesantes que las emociones que (un@, en su condición de espectador(a), podía adivinar) otros personajes protagonistas del resto de sus películas también experimentaban.

Y es que, justamente, la dificultad estriba en los efectos de la verbalización de emociones. Las emociones, en efecto, son estados mentales de activación, que provocan reacciones corporales y motoras. Pero, en tanto que estados mentales, se trata de hechos internos: inaccesibles, desde luego, al observador externo común (esto es, a quien no dispone -como el psicólogo- de herramientas de identificación y de medición de procesos mentales distintas de la percepción propia), si no es a través de los indicios que en la conducta externa puedan observarse y a partir de los que se pueda inferir -más o menos razonablemente, según los casos- que un determinado estado emocional existe o ha existido en la mente del sujeto. No obstante, desde el momento en que el se intenta expresar a través del lenguaje verbal (no solo los indicios externos de una emoción, sino) el contenido mental de los estados emocionales, el fracaso está prácticamente garantizado. O, cuando menos, lo está si es que no se dispone (como sí que disponían, por ejemplo, Charles Dickens o Marcel Proust) de la capacidad de verbalización que en una larga descripción literaria de estados emocionales se emplea y que permite aproximarse de un modo bastante fiel y muy revelador (aunque se trata siempre de una aproximación en términos puramente fenomenológicos, nunca conceptuales) al enigmático universo de los estados mentales.

Obviamente, dentro del dispositivo de narración cinematográfica resulta difícil imaginar que se pueda llegar a disponer de dichas capacidades extremadamente amplias y penetrantes de verbalización. Menos aún en un cine con vocación comercial y mayoritaria. Debido a ello, limitarse a verbalizar emociones (o la manera en la que el personaje cree que siente las emociones) resulta casi siempre tremendamente empobrecedor para la narración. (A no ser, por supuesto, que la verbalización de emociones no posea únicamente -como ocurre en el cine de raigambre convencional- la pretensión de explicarlas, sino otras diferentes: estoy pensando en películas como algunas de Alain Resnais -Hiroshima mon amour o L'année dernière à Marienbad,...) Algo que también ocurre, precisamente, en Ad Astra: una historia de interés, a causa de su pretensión de narrar una aventura colosal junto con las consecuencias psicológicas que conlleva para su protagonista, acaba por resultar obvia y manida; demasiado enfática en su constante repetición de lo que McBride siente; un sentimiento que apenas evoluciona (acaso, hacia una leve toma de conciencia acerca de la propia biografía) en el transcurso de la narración.




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