Los pichiciegos podría parecer un reportaje novelado: la narración de una historia verdadera y trágica, sucedida durante el transcurso de la guerra entre Argentina y el Reino Unido de 1982 por el control de las Islas Malvinas/ Falkland Islands. Y, sin embargo, nada más alejado de la realidad: solamente algunas de las marcas narrativas que Fogwill introdujo en su obra (ese reporte de uno de los antiguos habitantes de la Pichicera -la cueva que ocultaba a los desertores-, único superviviente, que es proporcionado a un narrador innominado que es quien construye el discurso narrativo) pueden hacer creer a un lector ingenuo que se está contando algo efectivamente acaecido, algo que no es cierto.
¿O sí que lo es? A estas alturas, deberíamos descreer ya de dicotomías simplistas, siempre ideológicamente sesgadas, cuando de reconstruir la historia -tanto la individual como la colectiva- se trata. En este contexto, la frontera entre la verdad y la mentira parece verdaderamente lábil: puesto que nadie hoy sostendría seriamente que narrar la historia sea tan solo -aunque, desde luego, también lo sea- una cuestión de proporcionar los pertinentes hechos en bruto (estadísticas, acontecimientos, perfiles de personalidad, descripciones estructurales, etc.), sino que todo el mundo reconocerá que además las interpretaciones resultan imprescindibles, resulta entonces que puede haber -y, de hecho, hay- narraciones imaginarias, y aun fantásticas, que retratan mejor la realidad (o facetas de la misma), o completan dicho retrato más íntegramente, que la más ambiciosa panoplia de datos.
Así, aunque en verdad Los pichiciegos no es sino una fantasía, una fantasía negra acerca del trasfondo social subalterno de las guerras imperialistas (trasfondo que casi siempre permanece escondido: por sus protagonistas, porque tienen demasiado miedo, demasiada ansia por sobrevivir y muy pocos recursos socioculturales, y por el resto, porque existe un interés predominante en ocultar hechos incómodos para el poder), nos dice tanto más acerca de la realidad de dichos conflictos armados que lo que nos pueden contar muchos libros de historia. Porque, como tantas obras narrativas estéticamente valiosas, es capaz de aportar algo que ni siquiera el mejor trabajo de micro-historia consigue hacernos llegar: la experiencia propia de los personajes históricos; pero una experiencia filtrada intensamente por el tamiz -penetrante, si la obra es buena- de la sensibilidad interpretativa del autor de la narración.
Y lo que nos dice es que bajo toda guerra imperialista (bajo las banderas, soflamas, causas sagradas y retórica patriotera que la empavesan), en su realidad más profunda, está siempre una cloaca. Pues no otra cosa resulta ser la Pichicera en la novela: la cloaca a la que van a parar los deshechos humanos que la guerra va produciendo. Al lado de los muertos, están los pichiciegos: algunos (los "dormidos", según la jerga del libro), ya tan próximos a la muerte, faltos de esperanza, auténticos Muselmänner de la biopolítica bélica (como los originales Muselmänner de Auschwitz -que inolvidablemente retratara Primo Levi- lo eran de otra forma de biopolítica, no tan distante), enterrados en vida; otros, aún pugnan por sobrevivir, dispuestos a hacer cualquier cosa por lograrlo. Traición (según los cánones patrióticos, claro está), abandonar a sus compañeros, robar, matar,... todo está permitido, cuando la propia supervivencia de unos seres humanos, a los que se ha arrebatado toda esperanza y toda dignidad, es lo que está en juego.
Y, como toda cloaca, la Pichicera desaguará sus detritus humanos, al final, para preserva la inmaculada omnipresencia de ese dispositivo de poder que es la Patria: ninguno de los pichiciegos, apenas uno, logrará sobrevivir a la guerra. Todo el esfuerzo en traicionar, robar, matar, engañar, habrá sido en vano, si de lo que se trataba era de la supervivencia física.
Bueno, no completamente en vano: los subalternos de la historia, esos soldados desertores que inundan, con sus miedos, hedores y desesperación, la Pichicera, no habrán logrado lo que sus pobres mentes (aterradas e incapaces de comprender cómo habían llegado hasta allí) perseguían. Mas, en tanto que sujetos de la narración, sí que habrán conseguido transmitir su mensaje, a nosotr@s, lector@s, sus verdader@s acompañantes: que la Patria es una mentira y una basura ideológica, que nos mata y nos engaña, que dentro de ella nosotr@s, los individuos comunes de este mundo, no tenemos ninguna oportunidad, ni de sobrevivir ni de llevar una vida digna. Que deberíamos precavernos, antes de que nos conduzca a una Pichicera, a ahogarnos, de miedo, indignidad y muerte. Traicionarla, pisotearla, antes de que sea demasiado tarde...
¿A alguien le parece aún que estemos hablando, solamente, de la guerra de las Malvinas, de historia pasada, argentina, y no nuestra, de tod@s, hoy, aquí y ahora?
¿O sí que lo es? A estas alturas, deberíamos descreer ya de dicotomías simplistas, siempre ideológicamente sesgadas, cuando de reconstruir la historia -tanto la individual como la colectiva- se trata. En este contexto, la frontera entre la verdad y la mentira parece verdaderamente lábil: puesto que nadie hoy sostendría seriamente que narrar la historia sea tan solo -aunque, desde luego, también lo sea- una cuestión de proporcionar los pertinentes hechos en bruto (estadísticas, acontecimientos, perfiles de personalidad, descripciones estructurales, etc.), sino que todo el mundo reconocerá que además las interpretaciones resultan imprescindibles, resulta entonces que puede haber -y, de hecho, hay- narraciones imaginarias, y aun fantásticas, que retratan mejor la realidad (o facetas de la misma), o completan dicho retrato más íntegramente, que la más ambiciosa panoplia de datos.
Así, aunque en verdad Los pichiciegos no es sino una fantasía, una fantasía negra acerca del trasfondo social subalterno de las guerras imperialistas (trasfondo que casi siempre permanece escondido: por sus protagonistas, porque tienen demasiado miedo, demasiada ansia por sobrevivir y muy pocos recursos socioculturales, y por el resto, porque existe un interés predominante en ocultar hechos incómodos para el poder), nos dice tanto más acerca de la realidad de dichos conflictos armados que lo que nos pueden contar muchos libros de historia. Porque, como tantas obras narrativas estéticamente valiosas, es capaz de aportar algo que ni siquiera el mejor trabajo de micro-historia consigue hacernos llegar: la experiencia propia de los personajes históricos; pero una experiencia filtrada intensamente por el tamiz -penetrante, si la obra es buena- de la sensibilidad interpretativa del autor de la narración.
Y lo que nos dice es que bajo toda guerra imperialista (bajo las banderas, soflamas, causas sagradas y retórica patriotera que la empavesan), en su realidad más profunda, está siempre una cloaca. Pues no otra cosa resulta ser la Pichicera en la novela: la cloaca a la que van a parar los deshechos humanos que la guerra va produciendo. Al lado de los muertos, están los pichiciegos: algunos (los "dormidos", según la jerga del libro), ya tan próximos a la muerte, faltos de esperanza, auténticos Muselmänner de la biopolítica bélica (como los originales Muselmänner de Auschwitz -que inolvidablemente retratara Primo Levi- lo eran de otra forma de biopolítica, no tan distante), enterrados en vida; otros, aún pugnan por sobrevivir, dispuestos a hacer cualquier cosa por lograrlo. Traición (según los cánones patrióticos, claro está), abandonar a sus compañeros, robar, matar,... todo está permitido, cuando la propia supervivencia de unos seres humanos, a los que se ha arrebatado toda esperanza y toda dignidad, es lo que está en juego.
Y, como toda cloaca, la Pichicera desaguará sus detritus humanos, al final, para preserva la inmaculada omnipresencia de ese dispositivo de poder que es la Patria: ninguno de los pichiciegos, apenas uno, logrará sobrevivir a la guerra. Todo el esfuerzo en traicionar, robar, matar, engañar, habrá sido en vano, si de lo que se trataba era de la supervivencia física.
Bueno, no completamente en vano: los subalternos de la historia, esos soldados desertores que inundan, con sus miedos, hedores y desesperación, la Pichicera, no habrán logrado lo que sus pobres mentes (aterradas e incapaces de comprender cómo habían llegado hasta allí) perseguían. Mas, en tanto que sujetos de la narración, sí que habrán conseguido transmitir su mensaje, a nosotr@s, lector@s, sus verdader@s acompañantes: que la Patria es una mentira y una basura ideológica, que nos mata y nos engaña, que dentro de ella nosotr@s, los individuos comunes de este mundo, no tenemos ninguna oportunidad, ni de sobrevivir ni de llevar una vida digna. Que deberíamos precavernos, antes de que nos conduzca a una Pichicera, a ahogarnos, de miedo, indignidad y muerte. Traicionarla, pisotearla, antes de que sea demasiado tarde...
¿A alguien le parece aún que estemos hablando, solamente, de la guerra de las Malvinas, de historia pasada, argentina, y no nuestra, de tod@s, hoy, aquí y ahora?