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martes, 5 de marzo de 2019

John Barth: The Floating Opera


Sabido es que resulta cuando menos dudoso que la vida humana posea algún sentido intrínseco (más allá de aquel que cada uno prefiera otorgarle). Que probablemente sea todo puro azar y animalidad, tránsito (consciente, eso sí) de un cuerpo vivo hacia la muerte.

Es probable, pues, que no quepa hallar razones de peso, trascendentes (más allá de las razones morales y de auto-identidad que cada uno quiera dar por buenas) ni a favor ni en contra de seguir viviendo, de vivir de distinta forma, o...

Pero, ¿y si tampoco existiese razón alguna de tal índole para no vivir, para no existir, para morirse? ¿Y si todo aquello que tiene que ver con la suerte de nuestra existencia resultase, en verdad, absolutamente irrelevante, por más que usualmente nos empeñemos en otorgarse -vanos como somos- la máxima importancia? ¿Y si hubiese que reconocer que tales pequeñeces solamente nos parecen importantes desde nuestra perspectiva, de hormigas?

Esta posibilidad, la de que la angustia existencial resulte en realidad ridícula, porque no constituye más el conjunto de gañidos (angustiados, si, pero pueriles e impotentes) de unos animales -los humanos- que, en el conjunto de los seres existentes y del universo, apenas cuentan, es algo que merece ser explorado. Puede serlo, por supuesto, desde una perspectiva ensayística Pero también, asimismo, empleando las herramientas de la narración para explorarla.

Esta es la tarea que acometió John Barth en su primera novela, The Floating Opera (actualmente hay traducción castellana de la Editorial Sexto Piso). En ella, su personaje protagonista va relatando, a través de un largo flashback, la historia de cómo ha llegado a convertirse en el individuo desencantado, desesperanzado y realista (tanto acerca del sentido último de la existencia humana como en relación con las virtudes de los individuos de nuestra especie y de la sociedad que constituyen y habitan) que es en el momento de narrar, y que viene siendo en sus últimos tiempos. Así, a pesar de poseer un espíritu filosóficamente muy próximo al de la literatura existencialista francesa, en la que claramente se inspira, sin embargo, la narración de las experiencias y aprendizajes del personaje de Todd Andrews resulta radicalmente distinta de su modelo por lo que hace al tono: todo lo que allí era tragedia es aquí risa guasona y cómplice. Porque Andrews (y, con él, parecería que también la narración misma) rechaza el espíritu trágico tan propio de la angustia existencial: si nada tiene sentido, si nada es importante, si todo es azaroso, entonces nada debería preocuparnos y dominarnos, puesto que nada nos puede ser reprochado, ni otorgado. Solamente nos cabe, entonces, la conformidad tranquila o la rebeldía que la risa nos puede proporcionar.

De este modo, el recorrido de Andrews desde la inocencia hasta el conocimiento (de la crueldad, la belleza y la impotencia) resulta una via perfectionis ridícula, de la que vale la pena reírse. No solo -aunque también- por la ridiculez de los personajes y situaciones que rodean su vida. Sino, esencialmente, porque ocurre que en la vida aun los instantes más excelsos o terribles se disipan, al fin, en escasas y fugaces volutas de humo.

Este tratamiento cómico de la temática existencialista la desarrolla Barth a través de la exacerbación del autoanálisis del personaje principal: Andrews revisa morosamente cuanto le rodea; incluida, por supuesto, su propia vida.

La morosidad en la introspección y en la observación del otro constituyen, pues, los principales recursos retóricos a través de los que se construye la vis comica de la narración. En este sentido, resulta muy obvia también la influencia (no solo de Jean-Paul Sartre o de Albert Camus, sino, además) de Laurence Sterne, a la hora de convertir el discurso de autoanálisis en espectáculo; dirigido, además, explícitamente hacia el/la lector(a), al que se convierte de este manera en cómplice necesario de la operación retórica.

En efecto, al igual que en la obra de Sterne, Todd Andrews se pone en escena a sí mismo, delante del/a lector(a), exhibiendo sus particularidades e idiosincrasia, mostrándose a sí mismo y a su propia historia como prueba (que se pretendería irrefutable) de la verdad de cuanto se afirma y sostiene, por el personaje en la narración, acerca del sinsentido de la existencia y de la realidad.

Cabe entrar, o no entrar, en el juego así propuesto por el ejercicio narrativo de Barth. Lo que no es posible negar, no obstante, es que existe una innegable coherencia entre el talante lúdico que, de este modo, la narración adquiere y el trasfondo ideológico que la narración pretende mostrar y desvelar. O de cómo el sentimiento trágico de la existencia debe ser desactivado, y transformado, a través del desarrollo de una praxis del ejercicio inane de subsistencia y persistencia, para ser percibido a partir de ese momento como gesto ridículo (e inane).


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