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viernes, 2 de febrero de 2018

Stanislaw Lem: Solaris


Existe un hecho de la naturaleza que resulta incontrovertible, pero que, al mismo tiempo, posee una apariencia lo suficientemente enigmática como para venir dando lugar a ríos de tinta en el debate científico y filosófico acerca de la mente humana (en realidad, acerca de cualquier fenómeno al que podamos denominar propiamente “mente”). De una parte, superada ya a estas alturas en el ámbito científico cualquier veleidad de concepción vitalista, animista o espiritualista acerca de la realidad, también de la mental(a este respecto, las cosas parecen ir mucho más despacio en los espacios de la cultura popular y de la lucha ideológica), paree indiscutible que cualquier estado mental (también, por lo tanto, los pensamientos, razonamientos, recuerdos, intenciones, deseos, etc.) puede ser traducido, desde un punto de vista físico, en concatenaciones de eventos ocurridos en el plano neuronal. (Más en general, en hechos físicos: en el caso de las mentes humanas, al menos una parte de la vida mental consiste en cambios bioquímicos; en el caso de otras mentes –de ciertos animales, de máquinas, etc.-, puede tratarse de impulsos eléctricos, de movimientos mecánicos,…)

De otra parte, sin embargo, lo cierto es que estos eventos físicos en que consiste nuestra (la) vida mental no se limitan a insertarse, como es habitual en los de su clase, en las cadenas causales que estructuran toda la realidad física (aunque también lo hagan). Sino que, más allá de ello, pueden ser interpretados además –cuando menos, muchos de dichos eventos- como portadores de información: es decir, la estructura de la cadena de eventos en cuestión (en nuestro caso: de cambios bioquímicos neuronales) resulta, para determinados organismos (en nuestro caso, para los individuos de la especie humana), significativa. Pues les aporta información: les proporciona una reducción relevante (para la economía –energética- de su actividad de interacción con el medio en el que se desenvuelven) del número de percepciones alternativas acerca de la realidad (tanto de la realidad interna del propio organismo como de la realidad del medio) que vale la pena, a efectos de supervivencia, tomar en consideración, en tanto que descripciones verdaderas (y, por consiguiente, relevantes para la acción) de dicha realidad.

El hecho de que lo puramente físico pueda ser objeto de procesos de atribución de un significado informativo (aunque no necesariamente siempre dicho significado resulte susceptible de formularse en términos lingüísticos) suscita relevantes cuestiones: de naturaleza filosófica, acerca de la forma en la que se relacionan los brute facts físicos con las realidades (mentales y culturales) construidas en torno al significado; y también de naturaleza científica, sobre las características peculiares, funcionalidad y origen evolutivo de aquellas estructuras de los organismos vivos que resultan aptas para captar significados e interpretarlos (y producir, con dicha interpretación, efectos causales relevantes sobre el comportamiento del organismo). Pero también, al menos en el caso del individuo humano (a causa de la reconocida aptitud de su mente para abismarse en procesos complejos de atribución de sentido, en cadena y en cascada –en atribuciones de significado de segundo, tercero y ulteriores niveles, atribuciones de significado al hecho de que algo “tenga” significado), incita razonablemente a plantearse la duda de si todo aquello que constituye su especificidad, como individuo y como especie (su vida mental, su consciencia, su cultura), o una parte importante de ello, es algo más que un epifenómeno: una suerte de excrecencia, a partir de unos hechos físicos cuyo origen y justificación funcional obedece exclusivamente a las necesidades adaptativas de los organismos (de los primeros organismos que se adaptaron con las características de la especie homo sapiens sapiens), en el marco del proceso evolutivo, que carece no sólo de cualquier funcionalidad propia, sino también de cualquier sentido y justificación autónomas. Si, por consiguiente, muchas de las cosas por las que decimos (en una expresión sin duda hiperbólica) vivir y morir no son, en realidad, más que un puro embeleco de nuestras mentes, que fueron diseñadas –por la selección natural- para otra función; pero, como suele suceder en los procesos evolutivos naturales, lo fueron de mala manera, con defectos. Unos defectos a los que, sin embargo, nosotr@s nos aferraríamos, como lo más esencial –lo más “humano”- de nuestra experiencia mental de vivir.

En Solaris, Stanislaw Lem ensaya una respuesta a esta inquietantes preguntas, bien que en términos estrictamente literarios: mediante una suerte de gigantesca hipérbole, llevando hasta el extremo las posibilidades abiertas por esta paradoja, con el fin de mostrar en toda su crudeza tanto su carácter enigmático como sus implicaciones, teóricas y existenciales. En la novela, en efecto, Kris Kelvin, el protagonista, después de diversas pesquisas y cavilaciones, llega a la conclusión de que aquello que verdaderamente le hace vivir no es sino un conjunto de espectros: el recuerdo, la ilusión y la esperanza, de una experiencia emocional (de haberla tenido, de tenerla, de poderla tener) mejor que aquella que de ordinario experimenta. Pero también reconoce (se supone que el mundo humano del futuro que la novela construye es uno dotado de una ciencia muy avanzada) que tales espectros que a él le satisfacen podrían no ser en realidad otra cosa que meros efectos causales sobre el organismo humano de un hecho físico externo (la misteriosa capacidad del planeta Solaris para captar los procesos mentales –neuronales- humanos) completamente intrascendente, ajeno a toda humanidad. Y, no obstante, pese a ello, se aferra a la vivencia de lo espectral, porque es lo único que posee.

¿Cabe hallar una representación más vívida de las paradojas a las que se halla abocado el individuo humano contemporáneo, cuando resulta ser suficientemente consciente de los conocimientos sólidamente asentados de su época, acerca de lo evanescente que es la “realidad” en la que cotidianamente “vive”? Porque ocurre, por supuesto, que –como muy bien tematiza la novela- la capacidad de análisis de información del ser humano y su necesidad de experiencias emocionales le empujan hacia caminos muy diferentes, a veces incluso contradictorios. (Esto viene siendo constatado de manera irrefutable por la evidencia empírica que están sacando a la luz las modernas disciplinas de la Economía experimental y de la Psicología económica.) Y, por consiguiente, la tensión deviene ineluctable.

Que, de entre los humanos, unos optemos –individualmente o como colectividad- por atender ante todo al principio de realidad, y reconocer las limitaciones de nuestras experiencias mentales, y otros, en cambio, prefiramos cerrar los ojos y, de este modo, atarnos a ciegas al principio del placer (aun a sabiendas de que estamos disfrutando –o sufriendo- merced a auténticas ilusiones), es algo que sin duda merece también consideración (por parte de la Psicología de la personalidad, de la Sociología y de la Antropología), aunque ahora no sea lo que nos ocupa. Porque, en cualquier caso, tanto unos como otros estamos condenados, en el contexto de unas sociedades crecientemente ilustradas, a constatar la irreductibilidad de dicho dilema. Que es lo que, desde un punto de vista estrictamente existencial, resulta más importante.


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