Art narra, en tono de comedia, el enfrentamiento entre tres
amigos a cuenta de sus respectivas opiniones acerca del cuadro de arte
contemporáneo que uno de ellos acaba de comprarse. Y, con dicho pretexto, la
obra explora las miserias, pero también las grandezas, de la amistad masculina.
Es posible, entonces, contemplar la obra simplemente como una
divagación (más o menos divertida, más o menos misántropa) acerca de la
fragilidad de las emociones y de la presunción del ser humano, o del varón, o
del sujeto contemporáneo…
No obstante, y aun siendo todo esto indudablemente una parte
de la verdad de la interpretación de la obra, también lo es que resulta
posible, a mi entender, avanzar más allá de tal cúmulo de tópicos más o menos
vacuos, para focalizar la atención preferentemente sobre aquello que, en
realidad, constituye el núcleo central de significación de la comedia. Que es,
me parece, la ineluctable relación, atravesada necesariamente por la tensión y
las contradicciones, pero también por la determinación recíproca, entre la
constitución de la subjetividad individual (particularmente, en su
configuración emocional y motivacional) y los factores de influencia
procedentes del medio (y, por ende, de la estructura: también de poder) social.
En efecto, aquello que amarga la vida y la relación a los
tres amigos que protagonizan Art resulta ser en realidad el hecho de que sus respectivas
identidades han sido construidas (desde fuera y también por ellos mismos,
mercede a su propio desarrollo individual) principalmente a partir de la
acumulación de capital cultural (en el sentido explicado por Pierre Bourdieu). Cada uno de ellos ha
decidido/ ha sido conducido a identificarse como una determinada clase de
personaje: el moderno, el resistente, el integrado. Y lo que, para su mal y su
tristeza, llegan a descubrir en el transcurso del desarrollo dramático de la
obra es que el mantenimiento y reforzamiento de dicha identidad pasa
necesariamente por la reafirmación de determinados valores y modelos de
comportamiento y la crítica y destrucción de otros valores y modelos de vida
alternativos. Que sin dicha competencia su identidad se haya, en realidad, en
peligro. Y ello, aunque la competición amenace con destruir algo –su amistad-
que originalmente tendían a considerar como algo invaluable e imprescindible.
El drama de la historia narrada existe, pues, por el hecho
de que los protagonistas vienen a percatarse de que su identidad (o, cuando
menos, una parte muy relevante de la misma) constituye un bien posicional: su
valor depende, en parte al menos, del hecho de que el capital cultural
acumulado por cada uno sea netamente superior al de aquellos otros sujetos con
los que interactúan.
Que, en definitiva, las emociones originarias no son capaces
de soportar la presión de la autoidentificación social, necesariamente
competitiva. O (como el final de la obra viene a poner de manifiesto) sólo
sobreviven a base falsear, hacia uno mismo y hacia los demás, la estructura
motivacional que nos conduce a actuar e interactuar: haciendo pasar por
emociones “nobles” (desinteresadas) lo que, en realidad, no es sino pantalla de
una cruda competencia por la superioridad cultural (y, por consiguiente,
también social).